Los días siguientes a la cacería pasaron como un sueño turbio.
O un castigo.
No sabría decir cuál de los dos.
Me obligaron a quedarme recluido en una pequeña habitación detrás de la cocina, donde solían guardar mantas viejas y herramientas de madera. Mael me revisaba la herida al amanecer y al anochecer, pero el resto del día estaba solo, acompañado únicamente por el eco de mi propia respiración y la quemazón que subía por mi costado cada vez que intentaba moverme.
El clan celebraba la “victoria” de la cacería.
Mi hermano descansaba en la torre alta, atendido por las mejores manos.
Yo… me conformaba con no desmayarme al levantarme de la cama.
El castillo seguía su rutina, pero algo estaba distinto.
Había un nerviosismo en los pasillos, conversaciones que callaban al verme, miradas que no sabía si eran respeto, vergüenza o miedo.
Y entre todo eso, un pensamiento insistente me perseguía:
Niamh no ha venido.
No debe venir.
No puede venir.
Pero… ¿por qué duele que no lo haga?
El tercer día, cuando el sol comenzaba a ponerse, escuché pasos en el pasillo.
Pasos suaves, medidos.
No eran de Mael.
Ni de un guardia.
Ni de una criada.
Mi respiración se tensó sin querer.
La puerta se abrió lo suficiente para dejar pasar una línea de luz.
Y entonces la vi.
Niamh cerró la puerta tras ella con un cuidado casi reverente, como si el gesto fuera un secreto compartido. Llevaba una capa sencilla, nada que indicara su rango. El cabello recogido. Las mejillas sonrosadas por el frío.
Pero los ojos…
esos ojos brillaban con algo que no debía estar allí.
—No deberías levantarte —murmuró al verme medio incorporado.
—Y tú no deberías estar aquí —respondí, aunque mi voz sonó más agradecida que firme.
Ella avanzó unos pasos.
El aire se volvió distinto, como si la habitación hubiera decidido contener la respiración.
—Quería… —titubeó, algo inusual en ella—.
Quería saber cómo estabas.
Me reí, o lo intenté.
El dolor en mi costado me devolvió a la realidad.
—Estoy vivo —dije—. Para disgusto de algunos.
Niamh apretó los labios.
Ese gesto, tan pequeño, siempre decía más que mil palabras.
—Cuando te vi caer… —su voz se quebró apenas— pensé que…
No terminó la frase.
No hizo falta.
Se detuvo a un brazo de distancia, pero su presencia llenó la habitación entera.
—No debí venir —susurró, bajando la mirada.
—Y aun así lo hiciste —le respondí.
Ella volvió a levantar la vista.
Y ahí estaba otra vez: esa tormenta silenciosa, ese conflicto que ni los dioses parecían poder resolver.
—Bais, si alguien nos ve…
—Lo sé —dije.
Y era verdad.
Lo sabía.
Pero había algo más fuerte que el miedo, más peligroso que la profecía, más prohibido que su propio nombre.
Ella estaba allí.
Conmigo.
A pesar de todo.
Y eso… me estaba matando.
Niamh dio un paso más.
Solo uno.
Bastó para que el mundo cambiara de lugar.
Niamh se quedó frente a mí, demasiado cerca para que pudiera ignorarla, demasiado lejos para que pudiera tocarla sin romper todo.
Su respiración temblaba.
La mía tampoco estaba mejor.
—No debería decir nada —murmuró, apretando las manos contra el pecho—.
Nada de lo que pienso… nada de lo que siento… debería tener voz.
Yo también bajé la mirada.
El aire entre nosotros era una cuerda tensa, a punto de romperse.
—Entonces no digas nada —respondí—.
Los silencios también son seguros.
—No lo son —me cortó.
Era la primera vez que la oía sonar así: no como la prometida del heredero, sino como una mujer que ya no puede sostener su propia máscara.
—Cuando callo… es peor —continuó—. Porque mi cabeza no deja de hablar.
Mis dedos se crisparon sobre la manta.
—¿Qué dice tu cabeza? —pregunté, sin reconocer mi propia voz.
Niamh cerró los ojos un instante, respiró hondo y los abrió de nuevo con una claridad que me atravesó como un filo.
—Dice tu nombre, Bais.
El impacto fue tan brutal que olvidé el dolor del costado.
Ella dio un paso hacia mí, casi sin darse cuenta.
—Dice tu nombre cuando intento dormir.
Cuando camino por el castillo.
Cuando estoy al lado de tu hermano y todo parece correcto… menos mi propio corazón.
Tuve que apartar la mirada.
El peso de sus palabras era demasiado, incluso para mí.
—Niamh… no hagas esto —susurré.
—¿Crees que lo elijo? —preguntó, dando otro paso.
La distancia entre nosotros se redujo a un suspiro—.
¿Crees que quiero sentir esto por ti?
Su voz se quebró justo ahí.
Ese sonido…
Ese quiebre…
Me destruyó.
—No deberías —dije, intentando protegernos a los dos—.
No puedes…
—Ya lo sé —respondió con una firmeza desgarrada—.
Pero aun así… te miro.
Se quedó callada un instante, como si buscara fuerza entre las sombras de la habitación.
—Te miro aunque no deba —continuó—.
Aunque me prohíba a mí misma hacerlo.
Aunque él esté a mi lado.
Aunque el clan entero dependa de que yo no cometa el error de pronunciar tu nombre.
El corazón se me apretó.
Quizá más que nunca.
—Niamh… —quise decir algo que nos salvara.
No encontré nada.
Ella tragó saliva, levantó la mano y la dejó suspendida cerca de mi mejilla… sin llegar a tocarme.
—No vine aquí para hablar —confesó en un susurro—.
Vine porque pensé que habías muerto.
Y no soporté la idea.
Sus dedos temblaron en el aire.
—Dime que no soy la única —pidió, con voz rota—.
Dime que no estoy sintiendo esto sola.
Yo cerré los ojos.
Porque sabía que, si los abría, la mentira sería imposible.
La verdad se me escapó como un latido.
—No estás sola.
El aire se volvió fuego.
Ella bajó la mano… pero no la retiró.
Yo tampoco lo hice.
Éramos dos condenados buscándose en la oscuridad.
Dos corazones intentando callar lo que ya había sido dicho.
La habitación se volvió demasiado pequeña para contener lo que estaba pasando.
Niamh aún tenía la mano suspendida cerca de mi rostro, temblando, como si dudara entre huir o quemarse conmigo.
Yo debería haber sido el sensato.
Yo debería haber hablado primero.
Y sin embargo, lo único que pude pensar fue:
Acércate.
No lo dije.
Pero ella lo escuchó.
Un suspiro escapó de sus labios, suave, frágil… peligroso.
Dio un paso más, y ese paso la dejó tan cerca que pude sentir el calor de su piel atravesar la ropa que llevaba puesta.
—No debí venir —murmuró.
—Lo sé —respondí.
—No debí decir lo que dije.
—Lo sé.
—No debí…
Su voz se apagó.
Porque yo ya la estaba mirando como un hombre mira aquello que no puede tener y aun así desea hasta doler.
Su mano bajó apenas, rozando mi mejilla sin llegar a tocarla.
Ese casi-contacto me encendió más que cualquier caricia real.
—Bais… —susurró mi nombre como si fuera una pregunta.
Ese fue el punto de no retorno.
Yo levanté la mano y la puse sobre su cintura.
No para atraerla.
Solo para sentir… que estaba allí.
Ella cerró los ojos.
Un segundo.
Dos.
Tres.
Cuando los abrió, ya había tomado su decisión.
Se inclinó hacia mí.
Muy despacio.
Muy consciente.
Muy prohibido.
Mi respiración se mezcló con la suya.
Su frente rozó la mía.
Sus labios temblaron.
Y yo…
yo juré a los dioses que intentaría detenerlo.
Mentí.
Porque cuando su boca tocó la mía por primera vez, lo hice instintivamente, sin pensar, sin controlar, sin miedo.
Un beso suave al inicio.
Tímido.
Como si ambos temiéramos romper el hechizo.
Pero entonces ella respiró hondo, apoyó ambas manos en mi rostro…
Y el beso dejó de ser suave.
Se volvió urgente.
Real.
Tuyo-y-mío aunque no debía ser de nadie.
La tomé de la cintura con fuerza, atrayéndola más, sintiendo cómo sus dedos se clavaban en mi nuca como si tuviera miedo de que yo desapareciera.
El mundo se redujo a eso:
su boca, su calor, su temblor, mi nombre en su respiración.
No había castillo.
No había hermano.
No había profecía.
No había futuro ni pasado.
Solo ella.
Y el error más hermoso y más condenado de mi vida.
Nos separamos solo cuando nos faltó el aire.
Pero incluso entonces, nuestras frentes se quedaron juntas, respirando el mismo fuego.
—Esto no debió pasar… —susurró ella, sin moverse.
—Lo sé —respondí, sin arrepentirme.
—Pero ya pasó.
Asentí.
Porque lo que nació en ese beso no tenía regreso.
Lo que rompimos, los dos, no podría arreglarse jamás.
Y aun así… la habría besado mil veces más.
El silencio después del beso no era silencio.
Era un latido.
El suyo.
El mío.
Golpeando entre nosotros como un tambor de guerra.
Niamh seguía con las manos en mi rostro, su respiración rozando mis labios.
Yo tenía una mano en su cintura, la otra aún temblando contra su espalda.
No podía soltarla.
No quería.
—Bais… —susurró, aún sin abrir los ojos—.
Si alguien entra…
—Que entren —respondí sin pensar.
Mi voz salió ronca, peligrosa, demasiado sincera—.
No voy a fingir que no pasó.
Ella abrió los ojos, sorprendida por mi propia osadía.
O por el temblor honesto que había en mi mano cuando la acaricié.
Pero entonces…
Un crujido.
Suave, casi imperceptible.
Una tabla del pasillo.
Esa maldita tabla que siempre se quejaba cuando alguien la pisaba.
Ambos nos congelamos.
Niamh se separó de golpe, como si el aire se hubiera convertido en fuego. Yo quise alcanzarla otra vez, decir su nombre, calmar el miedo en su mirada. Pero ya no podía.
Ella retrocedió dos pasos.
Yo escuché el latido en mi propia garganta.
Y la puerta…
se abrió.
Apenas un palmo, lo justo para que una sombra se recortara en el marco.
Un rostro.
Una mirada.
Un silencio más mortal que cualquier arma.
Mi sangre se heló.
Porque no era un sirviente.
Ni una criada.
Ni Mael.
Era él.
Mi hermano.
Apoyado en el marco, con la venda aún en la pierna, sosteniéndose como podía.
Pero el dolor del cuerpo no se comparaba con el que ardía en sus ojos.
No habló.
No hizo falta.
Sus ojos viajaron del rostro de Niamh al mío.
Luego a mi boca.
Luego a la de ella.
Y entendió.
Lo entendió todo.
Su respiración se cortó.
El músculo de su mandíbula tembló.
Las manos se cerraron en puños.
Y en su mirada apareció algo que jamás había visto:
odio puro.
No celos.
No miedo.
No rivalidad.
Odio.
Un odio que llevaba mi nombre desde el día en que nací.
El silencio parecía un animal esperando atacar.
—Hermano… —intenté decir, inútilmente.
Su voz llegó al fin, suave como un filo.
—Así que… eras tú.
Niamh palideció.
Yo me puse de pie, aun con el costado ardiendo.
—No es lo que crees —intentó ella, desesperada.
Pero él no la miró a ella.
Solo a mí.
Como si hubiera descubierto que el enemigo que buscaba siempre había estado dentro de su propia casa.
—Esto… —susurró, con una sonrisa rota—.
Esto no te lo perdono.
La puerta se cerró de golpe.
Y con ese golpe…
…selló el destino de los tres.