CAPITULO 14. — Necesidad Silenciosa

961 Palabras
Había pasado una semana completa sin que Darrell y Ella cruzaran una sola palabra. Siete días que para cualquiera habrían sido normales, pero para ella se sintieron como una eternidad inquieta, como un hormigueo bajo la piel que no encontraba alivio en ninguna otra parte. Ella intentaba convencerse de que no era nada, que había sido solo un impulso, una chispa virtual, un fuego que no podía traspasar la pantalla. Aun así, su cuerpo la traicionaba cada vez que recordaba la forma en que él la deseaba, la precisión con la que describía lo que quería hacerle, lo que quería sentir. Se repetía que no escribiría primero. Que no sería “la intensa”. Que no sería ella quien abriera la puerta para que todo reanudara. Pero el silencio era un tirón en el estómago. Una inquietud constante. Una humedad involuntaria que aparecía cuando menos debía. El lunes por la mañana, en el grupo de trabajo, la asesora escribió: —¿Está confirmada la reunión pendiente? Ella contestó con naturalidad profesional, como si su corazón no hubiera latido más rápido al ver la notificación: —Confirmo más tarde la hora. Al día siguiente, cumplió su palabra y envió: —La reunión queda confirmada a las 3:00. En un rato les envío la invitación. Darrell respondió en el grupo, con formalidad neutra, casi fría: —Yo no puedo, tengo un almuerzo de trabajo. Pero claro que me pueden dejar tareas. Ese tono… Esa indiferencia… Ella sintió un ligero pinchazo de duda. Tal vez para él la semana fue solo eso: una semana más. Tal vez el deseo que compartieron fue un impulso sin importancia. Pero antes de que pudiera hundirse en esa idea, le llegó un mensaje interno, privado, directo, como un dardo encendido entrando por la pantalla: —Te mando un beso. Gigante. O muchos. Ella sintió que el pecho se le aflojaba y las piernas también. Ese hombre sabía exactamente cuándo aparecer. Como si hubiera estado esperando el instante en que ella comenzara a extrañarlo demasiado. Respondió sin pensarlo: —Ya extrañaba esos besos… Y él, como si hubiese estado listo para sostenerla en ese punto exacto, contestó: —Yo te extraño a ti. Una sola frase, pero suficiente para desordenarla. Cuando ella quiso saber más, preguntó: —¿Qué extrañas de mí? La respuesta llegó tan rápido que parecía latir: —Todo. Tu cara, tu voz, tu cuerpo… todo. La temperatura en su oficina subió de golpe. Lo supo porque sus manos estaban tibias y el aire se volvió espeso, denso. Ella escribió lo que en realidad estaba sintiendo, incluso si era atrevido, incluso si era demasiado: —Si supieras… cuando me hablas, cómo me humedezco ahí abajo… Él tardó solo dos segundos. Dos segundos que se sintieron como un roce en su cuello. —Qué rico… tengo tantas ganas de sentir tu humedad. Ahí comenzó nuevamente esa conversación clandestina, ardiente, íntima como un cuarto sin luz. Una chispa que nunca necesitó contacto físico para encenderla. Él continuó: —Te quiero comer completica… Ella sintió un temblor suave en la parte baja de su vientre. Ese hombre la desarmaba con palabras. Era como si supiera exactamente qué decir, cómo decirlo, y en qué momento lanzarle cada frase. —¿Cómo quieres tenerme? —preguntó ella, con la respiración apresurada, aunque intentaba sonar segura. Darrell respondió: —Exactamente como te imaginas. Entre mis manos, abierta para mí, temblando por lo que te hago. Quiero sentirte encima, quiero que me tomes, que te muevas lento y después más fuerte. Quiero todo de ti. Ella cerró los ojos unos segundos. Lo sintió. Literalmente lo sintió. Ese deseo que siempre regresaba como un impulso inevitable, como un imán invisible. Él continuó, como si leyera su cuerpo: —Me provoca tenerte así… pegada a mí… comiéndote la boca mientras te agarro de la cintura. Me excita demasiado pensar en cómo te mojarías cuando te toque. Ella respiró hondo. El deseo la atravesaba sin pedir permiso. Ese tipo de conexión no le había pasado con nadie más, no así, no solo con palabras. Y aunque no quería mostrarse entregada, tampoco podía ocultar lo que él provocaba: —Tus palabras me descontrolan… me hacen querer cosas que no debería querer. Darrell respondió, directo, seguro: —A mí también. Me fascinas. Tu voz, tu cuerpo, todo lo que eres. Me vuelves loco. ¿Sabes cuánto deseo tenerte? Ella apoyó los codos en el escritorio, respirando lento, intentando recuperar la compostura. —No sé cómo lo haces… pero me derrites con solo hablarme. —Porque tú también me derrites, escribió él. —Porque tú y yo nos entendemos en lo s****l. Es natural, fluye, nos sale perfecto. No necesitas explicarlo. Ella lo pensó. Era cierto. Nunca había sentido esa conexión instantánea. Esa química absurda. Ese deseo tan… sincronizado. Pero también sentía algo parecido al miedo. Un miedo dulce, que arde, que invita. Escribió: —A veces siento que esto es demasiado… pero demasiado rico como para frenarlo. Darrell respondió: —No lo frenes. Lo que sentimos es solo de nosotros. Podemos disfrutarlo mientras exista. Y créeme… deseo disfrutarte. Ella sonrió. Una sonrisa peligrosa, pero real. No sabía qué eran exactamente, ni a dónde llevaría esto. No sabía si en algún momento terminaría doliendo. Pero tampoco podía negar que esa sensación corría por su cuerpo como un pulso vibrante. Y aunque no quería escribirle primero, aunque intentaba mantener distancia… La verdad era simple: Darrell se había convertido en un pensamiento recurrente. En una necesidad silenciosa. En un deseo que crecía a pesar de la distancia, del silencio y de todo lo prohibido. Y mientras la ciudad seguía gris bajo la lluvia, Ella apoyó la frente en su mano y dejó escapar un suspiro que solo él podía provocar.
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