CAPÍTULO 4 – Lo que no debíamos decir

921 Palabras
Después de terminar la llamada, Ella intentó volver a sus tareas… pero era inútil. Había algo distinto en el ambiente, como si la conversación con Darell hubiese dejado una especie de electricidad suspendida entre la pantalla y su cuerpo. Intentó concentrarse en un informe, luego en un correo, incluso en una tarea mecánica que llevaba semanas posponiendo, pero ninguna acción lograba apagar la sensación que le ardía bajo la piel. El pulso le iba rápido. Las manos le temblaban sin razón lógica. Y cada vez que parpadeaba, recordaba la forma en que él la había mirado durante la reunión: fija, intensa, casi como si estuviera desnudando un pensamiento que no debía existir. La notificación de un mensaje apareció en la parte superior de la pantalla. Era él. Darell: ¿Puedo decirte algo sin que te asustes? Ella sintió un tirón extraño en el pecho. Ese tipo de mensajes no se enviaban en el trabajo. No se enviaban entre ellos. No después de un año entero de interacciones estrictamente profesionales. Algo estaba, definitivamente, cruzando una línea… y aun así ella no tenía intención de evitarlo. Ella: Dime. Tardó más de lo que esperaba. Como si él estuviera dudando, revisando, conteniendo algo que sabía que no debía decir. Finalmente, apareció el mensaje: Darell: Estoy sintiendo una tensión entre nosotros. No sé si tú también… pero yo sí. Y me gusta. Mucho. Ella apoyó la espalda contra la silla y cerró los ojos unos segundos. No estaba loca. No se lo había imaginado. Esa corriente que la había recorrido durante la llamada había sido real. Correspondida. Cuando volvió a escribir, lo hizo con una calma ensayada: Ella: Yo también. El mensaje tardó muy poco: Darell: Pero eres prohibida. La palabra cayó como un cubo de agua helada y ardiente al mismo tiempo. Prohibida. No la había visto venir. Durante un segundo sintió algo parecido a un pequeño golpe en el estómago, una mezcla de sorpresa, desconcierto y… excitación. Ella: ¿Por qué soy prohibida? La respuesta llegó después de un breve silencio, como si él pensara cada palabra. Darell: Trabajamos juntos. Estoy casado. Podrías ser mi hija. Y estamos lejos. Ella se quedó inmóvil. Casado. La palabra la atravesó con una sensación compleja: un poco de vacío, un poco de culpa, un poco de rabia consigo misma por sentir deseo… y un deseo que, lejos de apagarse, se encendió más. No era lo que esperaba, pero tampoco era suficiente para alejarla. Tardó unos segundos en responder, eligiendo con cuidado lo que quería decir. Ella: De esas cuatro razones… solo veo una realmente seria. La notificación apareció casi al instante. Darell: ¿Cuál? Ella respiró hondo. Ella: Que estás casado. Esta vez la pausa fue más larga. Casi podía imaginarlo inclinado sobre su escritorio, con el ceño fruncido, decidiendo si seguir adelante o no. Finalmente, escribió: Darell: Sí… y aun así no he podido sacarte de mi cabeza desde ayer. El corazón de Ella dio un salto. Se tocó el cuello sin darse cuenta, tratando de regular la respiración. No estaba bien. No era correcto. Pero la sinceridad cruda de esas palabras la desarmó. Cada cosa que él decía tenía un peso distinto, una gravedad que la atraía sin remedio. Darell: Y lo peor es que no debería. Pero es que hay algo en ti… algo que se me metió bajo la piel. Ella sintió cómo se le contraía el estómago. Esa frase… la tocó demasiado. Era peligrosa, pero también profundamente verdadera para ambos. Tomó el celular y decidió preguntar lo que llevaba rondándole la mente desde la conversación de la noche anterior. Ella: ¿Cuántos años tienes? Él no tardó. Darell: 45. Ella parpadeó. No era sorpresa total. Él siempre había tenido una presencia firme, madura, segura. Pero conocer el número exacto le generó una sensación rara… como si la diferencia de edades hiciera que todo fuera aún más intenso. Ella: Estás muy bien para 45. Podía imaginarlo sonriendo, quizá bajando la mirada por un instante, ese gesto mínimo que había visto en las videollamadas. Darell: ¿Y tú? ¿Cuántos? Ella: 27. La respuesta de él llegó rápido. Darell: ¿Lo ves? Podrías ser mi hija. Ella sonrió sola frente a la pantalla. Ella: No me interesa ser tu hija. El silencio que siguió se sintió grueso, lleno, tenso. Ella imaginó perfectamente lo que él estaba pensando. Porque ella estaba pensando lo mismo. Decidió preguntar algo más. Ella: ¿Tienes hijos? Darell: No. Ella mordió su labio con una sonrisa traviesa. Ella: Entonces por ese lado no hay problema. Esta vez él tardó un poco más. Podía sentirlo luchando entre detener esto… o dejarse arrastrar por lo que estaban sintiendo. Finalmente escribió: Darell: Ella… ¿tú sabes lo peligroso que es esto? Ella apoyó las piernas una sobre la otra y sintió cómo el calor le subía desde el abdomen. No sabía si era adrenalina, emoción o deseo puro… tal vez las tres. Ella: Sí. ¿Y tú sabes lo mucho que quiero seguir hablando contigo? Fue casi un desafío. O una confesión. O ambas. El siguiente mensaje llegó como un susurro escrito: Darell: Nunca había querido tanto algo que no debía. Ella cerró el computador despacio, como si sellara un secreto que acababan de construir entre los dos. Habían cruzado una línea. Y lo sabían. Pero aunque la razón le decía que debía detenerse, su cuerpo, su intuición, su deseo y esa nueva energía que él despertaba en ella… le gritaban que siguiera. Que ya había empezado. Que no habría marcha atrás.
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