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1271 Palabras
Cerró la puerta con fuerza y se dejó caer en el sillón de su oficina con una frustración mayúscula. Leonardo no terminaba de creer lo que su abogado le había confirmado. Su abuelo siempre había sido un hombre sensato, había logrado llevar la empresa de su propio padre a lo alto, acrecentando el patrimonio en varios millones y le había transmitido todo lo que lo convertían a sus escasos 38 años en la persona perfecta para hacerse cargo, ahora que él ya no estaba. Si bien las cuentas habían sido algo ajustadas durante el último tiempo, Leo sabía que contaba con lo necesario para levantar aquel imperio y llevarlo nuevamente a lo más alto. Sin embargo, una tonta cláusula en el testamento, le impedía hacerlo y lo peor era que si no lograba tomar el mando, su padre se convertiría en el nuevo CO y eso haría que la empresa sufriera el mismo destino que todo lo que tocaba: la ruina. Juan Carlos Horton era un hombre volátil, hijo único del matrimonio Horton, había gozado de una vida de privilegios desde su cuna, con una madre sobreprotectora y un padre ausente su destino había sido el de gastar a su antojo y buscar el gozo personal sin importar nada a su paso. Sólo hubo un período en el que pareció comprender el verdadero sentido la vida, pero había sido un tan fugaz, que la tristeza de perder a la única mujer que había amado en verdad y tener que hacerse cargo de un pequeño de apenas seis años, había resultado tan abrumador que aquella vida vacía lo había vuelto a alcanzar. Ahora continuaba viajando por el mundo con la jovencita de turno mientras su hijo atendía todo lo referido a la empresa. Justamente por eso no había nada que le disgustara más a Leo que la vida que llevaba su padre. Intentaba diferenciarse en todo lo que estaba a su alcance. Odiaba las fiestas y el ocio. No perdía su tiempo en conquistas vacías ni reuniones que no fueran de negocios. Era solitario y perfeccionista. Necesitaba que todo saliera de acuerdo a lo que había planeado y no toleraba los imprevistos. Estaba bien solo, así había crecido y creía que era la única manera que existía de vivir. Por eso aquella cláusula lo había enfadado tanto. Su abuelo pretendía que estuviera casado. ¿Acaso no lo conocía? Él estaba bien solo, no era que no tuviera con quien saciar sus necesidades, pero siempre era todo lo que podía ofrecer. No creía en el amor, nunca lo había visto y sobre todo lo veía como una enorme distracción. Cansado de darle vueltas al asunto estaba a punto de irse a descargar su frustración en el gimnasio cuando su teléfono comenzó a sonar al mismo tiempo que la puerta se abría sin siquiera anunciarlo primero. -No hace falta que me anuncie, voy a ser muy breve.- dijo la joven de zapatillas deportivas y pollera formal mientras su cabello desprolijo cubría lo que parecía ser un rostro acalorado y una mirada furiosa. -Disculpe Señor Horton, intenté detenerla pero ella insistió. - se excusó su secretaria con gesto temeroso y mirada incrédula, de los veinte años que llevaba trabajando allí, era la primera vez que algo así le sucedía. -No se preocupe Miriam, yo me encargo.- le dijo a la mujer acercándose con sigilo hasta la muchacha que se había intentado acomodar el cabello y ahora le regalaba unos ojos verdes demasiado intrigantes. -Sólo vine a decirle que es usted una muy mala persona.- dijo incluso antes de que Miriam cerrara la puerta. Leo sin inmutarse alzó un poco sus cejas y cruzó los brazos delante de su pecho como si aquel espectáculo no lograra conmoverlo. -La escucho.- se limitó a responderle, tan calmado que los nervios de Elizabeth volvieron a acercarse al punto de ebullición. -Entiendo que para una persona como usted no le parezca importante pero ¿Pedir que me despidan? ¿Por unos minutos de demora en la entrega? ¡Ni siquiera fue mi culpa!- comenzó a decirle entre respiración y respiración agitada, acercándose a ese cuerpo enorme que terminó por enfrentar con su pequeña mano. Elizabeth no terminaba de comprender qué era lo que más le molestaba, si su actitud de superioridad o el hecho que el Señor Horton no fuera un anciano multimillonario sino un joven demasiado apuesto. Sin embargo, no se dejó intimidar, estaba allí para descargarse y eso era lo que iba hacer. Leo sintió su mano sobre su pecho e instintivamente se movió hacia atrás, pero cuando su enorme mano tomó la de aquella joven, de dedos delicados carentes de todo tipo de joyas, algo lo llevó a no soltarla. -No tengo idea de lo que está hablando, ¿señorita…?- le dijo en un tono exasperantemente calmado que tomó por sorpresa a Elizabeth. -¿Usted no es el señor Horton?- le preguntó temiendo haberse equivocado de persona. -Sí, lo soy, pero hay varios señores Horton en esta empresa. - señaló con una especie de risa apagada al final. Elizabeth se detuvo un momento a pensar. ¿Qué estaba haciendo? -¿El señor Horton que pidió mi cabeza porque sus cuadros no llegaron a tiempo?- preguntó, aún con su mano atrapada por la de aquel joven que le parecía más apuesto con cada minuto que pasaba. Leo emitió una risa sin separar sus labios del todo y clavó sus enormes ojos negros en los de ella. -No me gusta que no se cumpla con lo pactado.- respondió recordando que le había pedido a su secretaria que emitiera una queja a la galería de arte. -A mí tampoco y por eso al menos debería haber tenido la decencia de escuchar la explicación de lo sucedido. No tenía que despedir a nadie. - le respondió confirmando que se encontraba en el lugar adecuado. -Mire señorita… Aún no me dijo su nombre.- recordó Leo mientras emitía algo más de presión sobre aquella mano que intentaba escapar. -¿Para qué quiere saber mi nombre? Ya no tiene a quien más pedirle que me despida. Toda mi familia depende de mi sueldo, esto acaba de destruir la posibilidad de mi abuela y mis padres de vivir tranquilos. Sólo vine a decirle que fue demasiado injusto y a partir de ahora tiene una persona en este mundo que lo odia.- le dijo volviendo a tirar de su mano para liberarla. Leo emitió una carcajada amarga que la sorprendió y aun sin soltarla, acercó su rostro al de ella, quién sintió el momento exacto en el que todo su cuerpo se estremecía. -Ok. Voy a añadir tu nombre a la lista. ¡Ah no! Si ni siquiera te dignaste a decirmelo. Sólo te apareciste en medio de mi oficina, un lugar privado, te recuerdo, a insultarme y acusarme de algo sin siquiera preguntarme antes ¿Te suena conocido?- la increpó de forma tan intimidante que Elizabeth se recordó que debía respirar. -Mi nombre es Lizzie.- le respondió finalmente bajando su mirada al suelo, mientras perdía la última gota de valentía que quedaba en su cuerpo. ¿Qué estaba haciendo? ¿Quería sumar una denuncia a su terrible día? Comenzaba a arrepentirse de su arrebato y viendo que aquel hombre de carácter demasiado avasallante aún la sostenía señaló con el dedo índice de su mano libre el lugar en el que sus cuerpos se unían. Leo desvió la mirada hacia sus manos y comenzó a descender su brazo sin intenciones de soltarla aún. -Decime Lizzie, ¿necesitas un empleo?- le preguntó sin pensar, cuando una ridícula y alocada idea cruzó por su mente.
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