—Deja de llorar, Isabela. —¿Pero cómo podría? —Me sequé los ojos con un pañuelo esponjoso y me recosté en la silla—. Me siento fatal. Huelo fatal. Y esa mocosa consentida entró aquí para invitarme a su boda. Raquel suspiró y se recostó en su asiento. Me lanzó una mirada que decía que me entendía, pero aun así insistía en que dejara de llorar. Sus dedos tamborileaban sobre la mesa que nos separaba y sus pies golpeaban el suelo sin cesar. Suavemente, la música sonaba de fondo, filtrándose entre las rendijas de las puertas desde el pasillo. Traté de relajarme. Énfasis en traté. —Entonces, ¿Qué vas a hacer? Mi mandíbula se tensó y otra ola de náusea me recorrió. Me pellizqué el puente de la nariz y cerré los ojos. —No lo sé, Raquel. No sé qué hacer —dije, señalando el sobre sobre la mesa

