CAPÍTULO ONCE Gorila trasladó al asesino hasta la cocina y lo sentó en una silla de madera. Ató sus brazos a cada apoyabrazos de la silla con una cuerda del sótano y enrolló la manga derecha, para dejar a la vista el antebrazo. Una vez asegurado, se aplicó a inspeccionar el daño a las piernas del asesino. Los disparos habías destrozado una pierna y casi le había desprendido la rodilla y la tibia en la otra. A menos que se sometiera pronto a cirugía, era posible que se desangrara y muriera y, con lo que estaba por suceder, Gorila lo necesitaba muy vivo. Envolvió las heridas con toallas y pañuelos que sacó de las gavetas en el armario, antes de fijarlo todo con tiras que hizo con sábanas. No era lo ideal, pero era mejor que nada bajo las presentes circunstancias. Gorila apagó la luz de la

