En aquel distinguido restaurante de carnes, el ambiente se cargaba de una atmósfera sofisticada y elegante. Mientras las mujeres conversaban en el reservado del baño, los dos imponentes griegos, Stavros y Elian, fueron escoltados por un atento mesero hasta su mesa. Stavros, con su habitual temple serio y temible, solicitó la mesa del fondo, alejada de las miradas indiscretas, pues le incomodaba ser el centro de atención.
—Esta es una de las mejores mesas, caballeros —anunció el mesero con una leve reverencia y temor.
En eso, Elian con amabilidad, y sus ojos brillantes con ese toque pícaro tan característico de él le respondió:
—Gracias, amable caballero.
Tomaron asiento frente a frente, sumidos en un cómodo silencio mientras aguardaban el regreso de sus parejas. Aunque no lo querían ad
