CAPÍTULO 1: LA LLAMADA

1268 Palabras
El viento helado de diciembre silbaba entre los edificios de Londres, agitando las guirnaldas luminosas de los balcones vecinos y prometiendo una noche gélida. Pero en el pequeño apartamento de la Dra. Elara Vance, el ambiente era cálido. El aroma a lasaña recién hecha se mezclaba con el sonido de un anime que Lily veía en su tableta y el tenue resplandor multicolor del árbol de Navidad en un rincón de la sala. Mientras, Tommy corría por el pasillo con un avión de juguete, imitando el ruido de un motor. —¡Tommy, cuidado con la mesa! —gritó Elara desde la cocina, secándose las manos con un trapo. Sentía el cansancio de una jornada de doce horas en la clínica grabado en los huesos, pero la sonrisa de sus hijos y el calorcito de la calefacción a tope eran el mejor analgésico. Se recostó contra el mesón por un segundo, cerrando los ojos. Dos años. Dos años desde que Liam se había ido, y la ausencia de su esposo aún pesaba en el aire de las habitaciones, un fantasma silencioso al que ella enfrentaba cada mañana con la coraza de su rutina. Un frío constante en su costado que ni el fuego artificial de la alegría navideña lograba disipar del todo. Pero seguía adelante, por ellos. El sonido estridente del teléfono fijo, un aparato anticuado que solo conservaba por si fallaba el móvil, la hizo sobresaltarse como si hubiera sonado un disparo. Nadie llamaba por ese número a menos que fuera… una mala noticia. O el pasado, que siempre era lo mismo. Descolgó con cierta aprensión. —¿Hola? —¿Dra. Elara Vance? —La voz al otro lado era de un hombre, educado pero con una tensión palpable que traspasó la línea como un hilo de acero en la calidez del apartamento. —Sí, ¿quién habla? —Soy Arthur Pembleton. El abogado de su tío, Alaric Vance. Elara frunció el ceño. Recibía una carta formal de Alaric cada Navidad, con un cheque generoso y frío. Nunca una llamada. Nunca una voz que sonara a urgencia real. —¿Pembleton? ¿Sucede algo? —preguntó, sintiendo una punzada de inquietud que le recorrió la espina dorsal. Hubo una pausa breve, cargada. Podía casi oír al hombre eligiendo sus palabras con cuidado, como si estuviera desactivando una bomba. —Su tío… el Sr. Vance… está muy grave. —La voz de Pembleton se quebró ligeramente—. Necesita ayuda médica urgente. Y… necesita protección. —¿Protección? —Elara se irguió, el instinto médico y maternal alertándose al unísono—. ¿De qué está hablando? ¿Se metió en algún lío? —No puedo darle detalles por teléfono, Dra. Vance. Es extremadamente delicado. —Otra pausa, más larga, tan pesada que Elara sintió que el silbido del viento exterior se volvía más agudo—. Él… me pidió específicamente que la contactara a usted. Dijo… —La voz bajó a un susurro casi inaudible— “Necesito a mi médica”. Esas palabras, tan simples, resonaron con una fuerza extraña en el corazón de Elara. “Mi médica”. No “una médica”. No "la doctora". Su médica. Un hombre al que apenas conocía, que había sido una sombra distante en su vida, la reclamaba en su lecho de muerte con una posesividad desesperada que la estremeció. —¿Dónde está? —preguntó, su voz ahora firme, la voz que usaba en la clínica para tomar el control de una emergencia, aunque por dentro un coro de alarmas sonara a todo volumen. —En Stormholt, su propiedad en el Distrito de los Lagos. Le ruego, Dra. Vance, que venga. De inmediato. Cada minuto cuenta. Colgó. Elara se quedó mirando el teléfono mudo en su mano. La habitación, que minutos antes era un santuario de normalidad, ahora parecía estrecha y frágil. La lasaña olía a quemado. Por la ventana, un brillo parpadeante de luces rojas y verdes en la calle le pareció de pronto burlón. Tommy se había detenido en la puerta de la cocina, mirándola con sus grandes ojos curiosos. —Mamá, ¿estás bien? —preguntó Lily, que había bajado el volumen de su tableta, su fino radar emocional captando la perturbación en el campo de fuerza de su madre. Elara miró a sus hijos. A Lily, con su mundo interior tan rico y a veces tan frágil. A Tommy, un torbellino de energía y amor que necesitaba estabilidad. ¿Podía arrancarlos de esta burbuja de seguridad que con tanto esfuerzo había construido sobre las ruinas de su vida? ¿Llevarlos al corazón de lo desconocido, hacia un hombre que era poco más que un fantasma con una firma elegante, y una palabra siniestra: "protección"? Pero luego recordó la voz de Pembleton. “Protección”. Y sobre todo, recordó la promesa que le había hecho a Liam en sus últimos momentos conscientes: "Pase lo que pase, los mantendré a salvo. Pase lo que pase". Si su tío estaba en peligro, ese peligro, como una mancha de aceite, podía extenderse. Stormholt, fuera lo que fuese, podía ser una trampa… o un refugio. Pero no podía quedarse de brazos cruzados. La inacción, había aprendido, era a menudo el riesgo mayor. —Niños —dijo, con una calma que era la mayor actuación de su vida—. Cambien de ropa. Abríguense bien, que fuera hace mucho frío. Vamos a hacer un viaje. —¿A dónde, mami? —preguntó Tommy, emocionado. —A conocer a vuestro tío abuelo —respondió, y las palabras sonaron a ecos de una vida alterna que de pronto se materializaba. Mientras los niños corrían a sus habitaciones, Elara agarró su maletín médico. Lo llenó no solo con instrumental y medicamentos básicos, sino con todo lo que podría necesitar para una intoxicación severa, una herida de bala o cualquier cosa impensable. Cada frasco que guardaba era un interrogante aterrador. Luego, metió una muda de ropa para cada uno en una bolsa de viaje, sin olvidar los jerséis más gruesos y los gorros de lana. Empacó también el animal de peluche favorito de Tommy y los auriculares con cancelación de ruido de Lily, pequeños talismanes de normalidad para un viaje anormal. Menos de una hora después, el auto familiar cruzaba la ciudad hacia la autopista norte, rumbo al Distrito de los Lagos. La lluvia comenzó a caer, mezclándose con aguanieve que golpeaba el parabrisas con un repiqueteo siniestro, como dedos huesudos llamando a la ventana. En el asiento trasero, Tommy dormía abrazado a su peluche. Lily miraba por la ventana, la luz de los faros iluminando su rostro serio, reflejándose en los charcos que empezaban a crustarse de hielo en los arcenes. —Mamá —dijo suavemente, sin apartar la vista de la oscuridad que se tragaba la ciudad—. ¿Y si ya es demasiado tarde? Elara apretó el volante, sus nudillos blanqueando. La misma pregunta, un mantra de terror, llevaba repitiéndose en su mente desde que colgó el teléfono, cada vez más fuerte. Afuera, la noche invernal se extendía ante ellos, un vasto manto de secretos y frío del que ya no podían escapar. —No lo será, cariño —mintió con suavidad, forzando una sonrisa tensa que el espejo retrovisor devolvió como una mueca—. No lo será. El auto se adentró en la noche, dejando atrás las cálidas luces navideñas de Londres, llevando a la Dra. hacia una herencia de dolor, secretos y una batalla que no sabía que estaba librando, y de la que, sin saberlo, acababa de convertirse en general.
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