Justo en ese momento, la puerta del pasillo se abrió y apareció Kennia, con una bata de hospital y el cabello revuelto, n
Tenía los ojos hinchados, pero no de dolor, sino de remordimiento.
—Demetri… —dijo con un tono que no sabía si era de culpa o de miedo.
Él la observó en silencio, con esa mirada fría que solo usaba cuando estaba a punto de ponerle punto final a algo.
—Voy a pedir una prueba de ADN —dijo con firmeza—. No pienso cargar con un hijo que no estoy seguro de haber concebido.
Ella negó rápidamente con la cabeza, con lágrimas cayéndole por las mejillas.
—No es necesario —dijo casi en un susurro.
—¿Cómo que no? —replicó él.
—Porque… —ella tragó saliva y bajó la mirada—. Porque no es tuyo, Demetri.
Sentí que el aire se me escapaba de los pulmones.
—¿Qué dijiste? —preguntó Demetri, incrédulo.
—Lo que escuchaste —respondió ella, entre sollozos—. Esa noche yo te puse algo en la bebida, pero me arrepentí. No pasó nada entre nosotros. Yo… me quedé dormida antes de que pudiera hacer algo.
El silencio que siguió fue tan denso que hasta el aire parecía contener la respiración.
Demetri la miró por varios segundos. Y luego, sin decir una palabra, soltó una pequeña risa —de esas cortas, cansadas, pero con alivio—.
—Sabía que algo así había pasado —dijo finalmente—. Lo supe desde el primer día, pero necesitaba escucharlo de tu boca.
Kennia intentó acercarse, pero él levantó la mano, cortando cualquier intento de acercamiento.
—No quiero volver a verte —le dijo con tono sereno, aunque sus ojos brillaban con furia contenida—. No me busques, ni por negocios, ni por excusas, ni por nada.
—Demetri, yo… —empezó ella.
—Nada —la interrumpió—. Mi vida volvió a tener sentido, y no pienso permitir que alguien vuelva a ensuciarla.
Kennia se cubrió el rostro, sollozando, mientras él giraba su silla de ruedas y comenzaba a alejarse.
Yo lo seguí en silencio, caminando a su lado por el pasillo.
Su expresión había cambiado. Ya no era el hombre atormentado que había entrado en ese hospital, sino alguien libre.
Y aunque intentó mantener la seriedad, lo vi: esa sonrisa leve que se dibujó en su rostro, esa que decía “ya está, se acabó”.
Al salir del hospital, el aire de la noche nos recibió con un frescor distinto, como si incluso el universo quisiera cerrar el capítulo.
Él se giró hacia mí, con una mirada tan tranquila que me conmovió.
—Ya está, Regina —me dijo, con esa voz suave que solo usaba cuando hablaba desde el alma—. Por fin todo terminó.
Yo sonreí, y sin poder evitarlo, le acaricié la mejilla.
—Y comenzó algo mucho mejor —respondí, sabiendo que, por primera vez, el pasado ya no tenía poder sobre nosotros.
Cinco años después…
Roma.
No había ciudad más hermosa para celebrar un amor que sobrevivió a todo: a las mentiras, a las caídas, a los celos y, sobre todo, a mí misma.
Demetri me había prometido que nuestro aniversario número cinco sería inolvidable, y, sinceramente, cuando lo vi aparecer con ese brillo en los ojos y un sobre en la mano, supe que algo tramaba. No me equivoqué.
—Haz las maletas, mi cielo —me dijo esa mañana, con su sonrisa de “te vas a enamorar de nuevo, pero esta vez de mi plan”.
—¿Y adónde nos vamos? —pregunté, con el presentimiento de que me haría subir a un globo aerostático o algo peor.
—A Roma —respondió él, tan tranquilo, como si me estuviera diciendo “vamos a la esquina a comprar pan”.
Roma.
Yo, Regina, la misma que antes apenas podía organizar su vida sin dramas, ahora estaba cruzando el Atlántico con el amor de mi vida, para celebrar que, milagrosamente, no habíamos terminado matándonos en estos cinco años.
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El aire romano tenía algo especial. No sé si eran las calles empedradas, el olor a pizza que parecía salir de todos lados, o los turistas que gritaban “ciao!” a cualquiera que respirara. Lo cierto era que, caminando junto a Demetri, sentí que la vida tenía un ritmo perfecto.
Él avanzaba en su silla de ruedas, pero con esa elegancia suya que hasta el mismísimo César envidiaría. Yo caminaba a su lado, sujetando su mano, mientras los dos admirábamos cada esquina, cada fuente, cada fachada como si fuera un cuadro viviente.
—¿Sabes algo, mi cielo? —me dijo, con ese tono suave que siempre usaba cuando iba a soltarme algo que me derretía el corazón—. Lo mejor que me pasó fue encontrarte.
Me quedé callada por un instante, porque esas palabras me tocaron justo en el centro del alma.
—¿Y sabes qué es lo mejor que me pasó a mí? —le respondí con una sonrisa—. Haber empezado todo con una boda falsa y terminar con algo tan real que hasta Roma se nos queda corta.
Él rió, esa risa profunda que hacía que todos lo miraran, y negó con la cabeza.
—Definitivamente, solo tú podías convertir una boda de mentira en el amor de mi vida.
—Bueno, es que siempre me han dicho que tengo talento para improvisar —le guiñé un ojo—. Y además, nadie sobrevive a un matrimonio falso si no tiene carácter.
Caminamos un rato más. Las luces del atardecer caían sobre las calles, bañando todo con tonos dorados. Me detuve frente a una fuente y suspiré.
—Mira, Demetri, ¿no es hermosa?
—Sí… —me dijo, sin apartar la vista de mí—. Pero no tanto como tú.
—Ay, ya empezaste con tus cursilerías.
—No es cursilería, es amor. —Y me tomó la mano, acercándome a él—. Este amor que me salvó, que me devolvió las ganas de vivir.
Sentí un nudo en la garganta. Lo miré y solo pude sonreír.
—¿Sabes qué es lo más loco? —le dije—. Que todavía me sigues poniendo nerviosa, como si fuera la primera vez que me dijiste “mi cielo”.
—Pues acostúmbrate —respondió él con una sonrisa—, porque pienso decírtelo hasta el último día de mi vida.
Nos quedamos así, mirándonos bajo la luna, con el sonido de la ciudad envolviéndonos. Y en ese instante, entendí que el amor no siempre llega perfecto. A veces llega roto, cojeando, incluso en silla de ruedas… pero si es verdadero, no hay nada que lo detenga.
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Esa noche, regresamos a la mansión. Bueno, “la mansión”, como todos la llamaban, era nuestra casa en el campo, enorme, llena de recuerdos, con jardines que parecían nunca acabar y con una sala donde habían pasado las mejores y las peores discusiones de nuestra historia.
Tomasa nos recibió con su habitual exageración de madre postiza.
—¡Ay, por fin los tortolitos regresan! —dijo, secándose las manos en el delantal—. Creí que se iban a quedar en Roma a vivir de amor y pasta.
—No lo descartes —le respondí riendo—. Roma es peligrosa, Tomasa. Allá el amor engorda, pero feliz.
Demetri me miró divertido mientras entrábamos.
—Yo solo espero que hayas dejado espacio para la cena —me dijo—, porque Lauro prometió algo especial.
—¿Lauro cocinando? —pregunté fingiendo espanto—. Eso sí que es amor extremo.
Pero cuando entramos al comedor, entendí por qué había tanto misterio. La mesa estaba llena: Antonella, Saiddy, Lauro, Tomasa y hasta Fabricio, con una sonrisa sospechosa.
—¿Y este banquete? —pregunté, mirando a todos.
Antonella se levantó, con esa expresión de quien está a punto de soltar una bomba.
—Antes de que empiecen a hacer teorías locas, quiero darles una noticia —dijo con voz firme.
—¿Otra boda falsa? —bromeé, y todos rieron.
—No, esta es muy real —respondió ella—. En un mes me caso.
Casi me atraganto con mi propio aire.
—¿Te casas? —pregunté, aún sin procesar.
—Sí —dijo sonriente—. Y quiero que seas mi madrina, Regina.
Me levanté de inmediato y la abracé.
—Ay, mi niña, me haces sentir vieja, pero feliz. ¡Felicidades! Y deseo que seas muy, pero muy feliz.
Demetri, con su copa en mano, también sonreía.
—Estoy feliz, Antonella. De verdad. Que empieces tu vida es algo que me llena de orgullo. El matrimonio es lo mejor que puede pasarle a cualquier persona… aunque me intriga saber quién es el agraciado.
Antonella sonrió con picardía.
—Bueno… ese es el pequeño detalle.
—¿Pequeño detalle? —repitió Saiddy, riendo—. Ya dilo, que este suspenso me está matando.
Antonella giró hacia la puerta y, como si lo hubieran ensayado, en ese momento apareció Fabricio.
—El agraciado soy yo —dijo con una sonrisa triunfal—. El que se llevará a Antonella para toda la vida.
Si hubiera tenido una copa en la mano, la habría soltado.
Demetri giró su silla lentamente, lo miró con una mezcla de sorpresa y diversión, y finalmente soltó una carcajada.
—Eres un mal amigo —le dijo, entre risas—. ¿Y no pensaste que debías contármelo antes?
Fabricio levantó las manos en señal de rendición.
—Solo queríamos asegurarnos de que esto era lo que realmente queríamos los dos.
—Pues más te vale —replicó Demetri, con tono fingidamente severo—. Porque si haces llorar a mi hermana, te haré perseguir por todo el país… incluso en silla de ruedas.
Todos rieron, y yo no pude evitar reír también.
—Muchas felicidades, de verdad —le dije a Fabricio—. Y que sepas que te ganaste el premio mayor.
Antonella lo abrazó, y todos brindamos.
Lauro, con lágrimas en los ojos, levantó su copa.
—Nunca pensé que llegaría el día en que vería a todos ustedes tan felices.
Tomasa, emocionada, le dio un golpecito en el hombro.
—No llores, que después me haces llorar a mí, y esta noche la comida se sala.
Todos estallamos en carcajadas.
Y ahí estábamos, como una familia unida, entre risas, recuerdos y amor.
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Más tarde, cuando todos se habían ido a dormir, Demetri y yo nos quedamos en la terraza, mirando el cielo estrellado.
—¿Sabes algo, Regina? —me dijo con voz baja—. A veces pienso en todo lo que pasamos. En los malos momentos, en las discusiones, en los enredos… y no cambiaría nada.
—¿Nada? —pregunté, fingiendo sorpresa—. ¿Ni siquiera cuando te lancé la almohada por la ventana del hotel?
—Bueno, quizá eso sí —rió—. Pero fuera de eso, nada. Porque cada locura, cada pelea, cada caída… nos trajo hasta aquí.
Me apoyé en su hombro.
—Y pensar que todo comenzó con un contrato.
—Y terminó con un “para siempre”.
Nos quedamos en silencio, escuchando los grillos, las hojas moviéndose con el viento. Él tomó mi mano y la besó.
—Te amo, mi cielo —susurró.
—Y yo a ti —le respondí—. Más de lo que las palabras pueden decir… y más de lo que Roma podría soportar.
Un mes después.
El salón estaba lleno de flores blancas, como si un pedazo de nube se hubiera caído sobre la tierra solo para presenciar aquel día. Las luces doradas colgaban del techo como hilos de sol, y la música suave que sonaba al fondo parecía venir de algún lugar mágico.
Y ahí estaba yo, de pie junto a Demetri, que, con una sonrisa que no le cabía en la cara, fingía que estaba apretando un botón invisible en su silla de ruedas, como si quisiera detener el tiempo justo en ese instante.
Antonella avanzaba lentamente hacia el altar, radiante, con un vestido de encaje que parecía tejido por ángeles. Cada paso que daba era una mezcla de gracia y nerviosismo, y no podía evitar sonreír al verla. A su lado, nuestra pequeña Brenda caminaba delante, lanzando pétalos de flores con tanta emoción que por un momento pensé que vaciaría toda la canasta antes de llegar a la mitad del pasillo.
—Brenda, cariño, despacio —le susurré en voz baja, pero ya era demasiado tarde. La niña estaba convencida de que el piso debía quedar completamente cubierto de flores, como si de eso dependiera la felicidad del matrimonio.
—Es que quiero que tía Antonella tenga el camino más bonito del mundo —dijo con esa inocencia que me derretía el alma.
Demetri soltó una risa suave y me lanzó una mirada cómplice.
—Tiene de quién salir —dijo.
—¿De mí o de ti? —repliqué, alzando una ceja.
—De nosotros —respondió, y por primera vez en mucho tiempo, vi esa mezcla perfecta de ternura y picardía en sus ojos.
Antonella llegó hasta donde estaba Fabricio, que la esperaba con una sonrisa que competía con el brillo de las luces. En ese momento, Demetri tomó aire y movió un poco su silla hacia adelante. Su rostro se volvió más serio, pero había algo hermoso en esa seriedad: el orgullo de un hermano mayor que, por fin, veía a su hermana comenzar una nueva etapa.
—Te entrego a mi única hermana —dijo con voz firme, aunque se notaba la emoción en cada palabra—. Y espero que seas un buen esposo para ella, Fabricio.
Fabricio asintió, colocándose frente a él, con la solemnidad de quien está haciendo un juramento de por vida.
—Lo seré —respondió—. Te lo prometo, Demetri. La amo, y juro que la haré feliz todos los días de su vida.
Demetri sonrió de lado, ese tipo de sonrisa que solo le salía cuando estaba realmente satisfecho con algo.
—Más te vale —dijo en tono de broma, y todos los que estaban cerca soltaron una risa breve, aliviando la tensión.
Antonella se inclinó y besó a su hermano en la frente antes de girarse hacia el altar. Y yo… bueno, yo apenas podía contener las lágrimas. No sé si era la emoción, el orgullo, o simplemente que verlos ahí me recordaba lo mucho que habíamos vivido todos juntos.
Demetri giró su silla para colocarse a mi lado. Me tomó la mano con suavidad, y cuando lo hizo, sentí el mismo calor de la primera vez que me tocó, hace ya tantos años.
—Ya está —susurró—. Nuestra pequeña familia sigue creciendo.
—Y seguirá —le respondí, apoyando mi cabeza en su hombro.
El juez comenzó a hablar, con esa voz pausada y solemne que parecía hecha para ceremonias como aquella.
—El matrimonio —dijo— es la unión de dos almas que deciden caminar juntas, sin miedo, compartiendo alegrías, desafíos y sueños. No es solo un acto legal, sino un compromiso del corazón.
Mientras lo escuchaba, no pude evitar voltear a ver a Demetri. Su mirada estaba fija en los novios, pero sus dedos jugaban con los míos, como si estuviera recordando nuestro propio día.
—¿Recuerdas? —le murmuré.
—Cómo olvidarlo —respondió con una sonrisa traviesa—. Todavía tengo la factura de esa boda falsa enmarcada.
—Y pensar que terminó siendo la mejor inversión de mi vida —dije, riendo bajito.
—La mía también —agregó él, sin apartar la vista del altar.
El juez los miró y preguntó:
—Fabricio, ¿aceptas por esposa a Antonella, para amarla, respetarla y acompañarla en cada paso de su vida?
—Sí, acepto —respondió él con voz firme.
—Antonella, ¿aceptas por esposo a Fabricio, prometiendo amor, respeto y fidelidad en los buenos y malos momentos?
—Sí, acepto —dijo ella, y la emoción en su voz bastó para arrancar aplausos entre los invitados.
El juez sonrió satisfecho.
—Entonces, los declaro marido y mujer.
Las luces parecieron brillar un poco más, la música cambió y todos se pusieron de pie mientras los recién casados se daban su primer beso como esposos. Yo aplaudí emocionada, y Demetri también, golpeando con las palmas contra las ruedas de su silla con ese entusiasmo contagioso.
Después de la ceremonia, comenzó la recepción. Todo era perfecto: las mesas llenas de flores, la comida deliciosa, la música suave y el ambiente de felicidad flotando como perfume en el aire. Antonella y Fabricio bailaban su primer vals como esposos, y yo los miraba desde nuestra mesa, con una copa de vino en la mano y el corazón lleno de paz.
Demetri me miró de reojo y me dijo en voz baja:
—¿Sabes? Todo está perfecto.
—Sí —asentí—. No cambiaría nada.
—Bueno… —añadió con tono juguetón—. Tal vez cambiaría el vino. Está un poco ácido.
Le lancé una mirada divertida.
—Eso es porque tú eres de paladar delicado, señor perfección.
—No, es porque tengo experiencia —replicó, dándome un guiño.
Brenda, que estaba comiendo pastel en la mesa de niños, corrió hacia nosotros, con las mejillas llenas de crema y una sonrisa de oreja a oreja.
—Mami, papi, ¿verdad que todo está lindo?
—Sí, mi amor —le dije, limpiándole la carita con una servilleta.
—¿Y sabes qué es lo mejor? —intervino Demetri—. Que tú fuiste la florista más hermosa del mundo.
Ella rió, mostrando sus dientecitos manchados de chocolate.
—¡Lo sé! —gritó con orgullo.
Yo los miré a ambos y sentí ese calorcito en el pecho que solo se siente cuando todo está en su lugar.
—Y más perfecto será —dije, casi sin pensarlo.
Demetri frunció el ceño, curioso.
—¿Qué quieres decir con eso?
Me llevé la mano al vientre y lo miré con una sonrisa traviesa.
—Quiero decir que… volveremos a ser papás.
El rostro de Demetri se transformó. Primero, una expresión de sorpresa absoluta; luego, una sonrisa lenta, amplia, luminosa.
—¿Qué…? ¿De verdad?
Asentí, y antes de que pudiera decir algo más, me rodeó con los brazos y me apretó con fuerza.
—¡Regina! —dijo con una mezcla de risa y lágrimas—. ¡No lo puedo creer! ¡Otra vez!
—Créelo, porque ya no hay marcha atrás —respondí, riendo.
Brenda, que había estado observando con la misma curiosidad que un detective, abrió los ojos como platos.
—¿Voy a tener un hermanito? ¡Por fin! —exclamó, dando saltitos.
—Parece que sí, amor —le dije.
—¿Y va a vivir conmigo? —preguntó con entusiasmo—. Porque Steve siempre está lejos y solo lo veo cuando viene en vacaciones.
Demetri le acarició el cabello con ternura.
—Steve vive en otro país con su mamá, pero eso no significa que estén lejos de verdad. A veces, la distancia no separa a los hermanos, solo les enseña a quererse más.
Brenda lo miró con admiración.
—Eso fue muy sabio, papi.
—Gracias, pequeña —respondió él, riendo—. Me inspiras.
Yo lo observé con los ojos brillantes y le dije:
—Acabas de decir las palabras más lindas que he escuchado hoy.
—¿Más lindas que “voy a ser papá”? —bromeó él.
—Bueno… —respondí con una sonrisa traviesa—. Están empatadas.
El resto de la noche fue un desfile de risas, brindis y recuerdos. Antonella y Fabricio bailaban sin soltar las manos, los invitados aplaudían, y la música llenaba cada rincón del salón.
Yo, mientras tanto, no podía dejar de mirar a mi familia: a mi esposo, que seguía riendo como un niño; a mi hija, que corría entre las mesas jugando con otros niños; y a los recién casados, que se prometían amor eterno bajo las luces doradas.
Y ahí lo seguí entendiendo todo.
La vida no siempre nos da lo que pedimos, pero sí lo que necesitamos. A veces empieza con una boda falsa, otras con una silla de ruedas, o con una niña lanzando flores por todo el pasillo. Pero cuando el amor es real, nada de eso importa.
Nueve meses después.
El aire del hospital olía a limpieza y a milagros recientes, como si cada pared guardara la memoria de vidas que habían comenzado o renacido entre esos pasillos. Yo estaba allí, apoyada en Demetri, con el vientre que ya no era solo mío, sino un refugio de vida nueva que latía con fuerza dentro de mí. Ocho meses de espera, de ansiedad, de ilusión, y por fin el momento había llegado.
—Vamos a hacerlo —susurré, mirando sus ojos. Él me sostuvo la mano con firmeza, y sentí cómo su energía me transmitía calma y valentía.
El parto fue largo y agotador. Mi respiración era irregular, el sudor corría por mi frente y cada contracción parecía una ola que quería arrastrarme hacia la locura. Pero a mi lado estaba él, recordándome que no estaba sola. El doctor, con su voz tranquila, me decía que debía concentrarme, que respirara profundo y que pusiera toda mi fuerza en empujar. Yo lo hacía, aunque sentía que mis brazos no tenían fuerzas y que mi voz se quebraba con cada gemido.
—¡Empuja, Regina! —me animaba el doctor, y yo obedecía con todo mi ser, sintiendo cómo la vida de mi hijo avanzaba hacia la luz.
Después de varias horas de esfuerzo y dolor indescriptible, un llanto fuerte llenó la sala.
—¡Es un niño! —anunció el doctor, con una sonrisa que parecía iluminar todo el quirófano—. ¡Felicidades, mamá!
Lloré. Lloré como no lo había hecho nunca, porque otra vez podía sentir esa maravillosa felicidad que parecía flotar en cada célula de mi cuerpo. Demetri me abrazó, y su sonrisa, aunque su rostro estaba cubierto de agotamiento, era la expresión más pura de amor y orgullo que jamás había visto.
—Es perfecto —susurró, acariciando mi cabello—. Solo falta que me digas el nombre.
—Demetrio —dije, con una mezcla de risa y lágrimas—. Como su papi, para que siempre sepa de dónde viene la fuerza y el amor.
Una vez que todo se estabilizó y pasamos las primeras semanas de adaptación, regresamos a casa con nuestro hijo. Yo, feliz, agotada, y con el corazón más lleno de amor que nunca. Brenda, nuestra pequeña de seis años, se mostraba emocionada y protectora con su hermanito, ayudándome a cambiar pañales y acariciando suavemente su cabecita. Demetri, a mi lado, me sostenía la mano, y cada vez que veía a nuestros hijos juntos, supe que nuestra familia estaba completa.
Un mes después, decidimos salir a cenar. Nos dirigimos a un restaurante familiar donde los niños pudieran jugar, pero también donde nosotros pudiéramos disfrutar de la noche sin preocupaciones. Brenda corría emocionada por la pequeña área de juegos, y Demetrio dormía plácidamente en su cochecito, confiado en que su mamá y su papá lo cuidaban.
—No necesito nada más —me susurró Demetri mientras nos acomodábamos en la mesa—. Estoy completo.
Yo lo miré, sonriendo con complicidad, y le acaricié la mejilla.
—Ni yo, Demetri —le respondí—. A tu lado, tengo todo lo que siempre soñé.
De repente, el ambiente cambió. Una figura conocida apareció en la entrada: Kennia. Sus ojos estaban fijos en nosotros, y una mueca de rencor se dibujaba en su rostro.
—Aún pienso en ustedes —dijo, con esa mezcla de amargura y desafío—. Espero que nunca sean completamente felices.
Mi primera reacción fue sentir un destello de enojo, pero rápidamente respiré hondo y me puse de pie. No podía permitir que la negatividad de alguien más afectara la paz que había construido. Miré a Kennia directamente a los ojos y le hablé con firmeza.
—Déjate de ser una mujer amargada —le dije, con voz serena pero decidida—. Vive tu vida de manera bonita, y deja de mirar hacia atrás. Nosotros estamos bien, y no necesitamos que tú nos arrastres hacia tu veneno.
Kennia nos miró por un segundo, y luego, sin decir una palabra más, se dio la vuelta y se marchó. Su figura desapareció en la puerta, y de repente todo el lugar volvió a sentirse ligero, como si una tormenta se hubiera despejado.
Demetri me miró y sonrió, con ese brillo en los ojos que siempre me hacía sentir que todo estaba bien.
—Tu dijiste palabras sabias —me dijo, con esa voz suave que tanto me conmueve—. Estoy seguro de que me casé con la mejor mujer del mundo.
No pude evitar reírme, acercándome y abrazándolo con fuerza.
—Y yo te amo —le respondí—. Me haces mejor persona, Demetri.
Él me sostuvo más cerca, apoyando su cabeza contra la mía.
—Gracias por amarme a pesar de… bueno, a pesar de estar en silla de ruedas —dijo, con un toque de humor que siempre lograba sacarme una sonrisa.
—A tu lado —dije, con el corazón latiendo fuerte—. Soy feliz. Y lo seré siempre.
Brenda, que había estado observando nuestro intercambio con curiosidad, se acercó corriendo, con los ojos brillantes.
—¡Mami, papi! —exclamó—. ¡Se ve que están felices!
Demetrio se inclinó hacia ella, sonriéndole con ternura.
—Sí, pequeña, estamos más felices que nunca. Y tú también eres parte de eso.
Brenda corrió hacia el cochecito de su hermano, acariciando a Demetrio y hablando con él en su idioma secreto de hermanos mayores y pequeños. Yo la observaba, con el pecho lleno de orgullo y alegría. Ver a mis hijos felices, a mi esposo pleno y a nuestra familia unida era un regalo que ninguna riqueza ni lujo podría igualar.
El mesón estaba lleno de risas, de conversaciones ligeras, y del aroma de la comida recién servida. Miré a Demetri y noté cómo sus ojos brillaban de satisfacción. Él siempre había sido mi roca, mi cómplice, y ahora también era el mejor padre que nuestros hijos podrían desear.
—Mira a Brenda —dijo, señalando a nuestra hija—. Es fuerte, inteligente y llena de vida. Igual que su mamá.
Reí, dándole un suave golpe en el brazo.
—No me compares con ella —dije con tono juguetón—. Todavía tengo mucho que aprender de esta pequeña terremoto.
Demetri soltó una carcajada profunda, y en ese momento, supe que todo el pasado, todos los conflictos y los obstáculos, habían sido necesarios para que pudiéramos llegar aquí. Nuestra vida estaba llena de amor, de risas, y de pequeños milagros diarios que hacían que cada día valiera la pena.
Brenda, como si quisiera confirmar mi teoría, abrazó a su hermano y dijo:
—¡Vamos a jugar todos juntos!
Demetrio soltó un pequeño quejido adorable, y Demetri y yo intercambiamos una mirada cómplice.
—Nuestros niños —dijo él, con suavidad—. Son el mejor regalo que la vida pudo darnos.
—Y aún hay más —le respondí, acariciando su mano—. Vamos a seguir construyendo esta familia. Con cada día, con cada risa, con cada abrazo.
La noche continuó con una armonía perfecta. Las velas en la mesa daban un brillo cálido, y los reflejos de las luces sobre el cristal creaban un ambiente que parecía suspendido en el tiempo. Cada risa, cada palabra, cada gesto era un recordatorio de que habíamos superado el pasado, que habíamos elegido el amor una y otra vez, y que estábamos dispuestos a protegerlo por encima de cualquier adversidad.
Demetri me miró y me dijo, con un toque de dramatismo que sabía que me haría reír:
—Sabes, Regina, creo que la vida es más divertida contigo a mi lado.
—Yo también lo creo —le respondí, dándole un beso suave en la mejilla—. Aunque estés en silla de ruedas, eres mi héroe.
—Y tú eres mi mundo —dijo, tomando nuestra hija en brazos y luego señalando a Demetrio—. Y estos dos son mi universo.
Nos reímos juntos, disfrutando del momento, conscientes de que no necesitábamos nada más. Todo lo que habíamos pasado, todas las lágrimas y los desafíos, nos habían traído hasta aquí. Y mientras la pequeña familia compartía ese instante de calma, de amor y de alegría, supe que estábamos exactamente donde debíamos estar.
Porque a veces la felicidad no es un destino, sino la certeza de que, pase lo que pase, uno puede mirar a su lado y encontrar el amor más grande de todos.
Y yo, con Demetri a mi lado, Brenda corriendo entre nuestras piernas y Demetrio durmiendo plácidamente en su cochecito, no podía sentirme más completa.
—Te amo —susurré, apoyando mi cabeza en su hombro—. Siempre.
—Y yo a ti —respondió él, acariciando mi cabello—. Hasta el infinito y más allá.
Y mientras la noche caía, y las luces del restaurante brillaban como estrellas caídas sobre la tierra, supe que nuestra historia, con sus giros, sus risas y sus milagros, apenas estaba comenzando.
—Cada día es un buen día para empezar Amor— Le dije.
Demetri me miró sonriendo, tomó mi mano y la besó, me senté sobre sus piernas y lo besé.
Final.