Capitulo XIX

1773 Palabras
Punto vista de Charlotte No podía dejar de mirarlo. Carl seguía de pie frente a mí, el anillo brillando en su mano, la esperanza en sus ojos. Era tan real, tan puro, que dolía. —Charlotte… —susurró—. ¿Vas a decir algo? Respiré hondo. Todo dentro de mí temblaba. Quise hablar, decirle la verdad, confesarle que mi vida ya no me pertenecía… pero las palabras se quedaron atrapadas en mi garganta. Negué lentamente con la cabeza, las lágrimas empañando mi visión. —Carl… yo… no puedo —dije al fin, casi en un suspiro. Él frunció el ceño, confundido. —¿Qué quieres decir con “no puedes”? Di un paso atrás, incapaz de sostener su mirada. —Lo siento… —murmuré. —De verdad lo siento. Su rostro cambió, primero incredulidad, luego dolor. —¿Es por alguien más? Esa pregunta fue una puñalada. Si supiera la verdad… si supiera que me estaban obligando, que mi corazón se partía en ese mismo instante. —Solo… confía en que es lo mejor —, fue lo único que pude decir antes de dar media vuelta. Escuché su voz llamándome, pero no me atreví a mirar atrás. Caminé lo más rápido que pude, hasta que las lágrimas me nublaron la vista. El aire frío me golpeó el rostro mientras salía del parque, y con cada paso sentía cómo se me rompía algo por dentro. Cuando llegué al auto, me dejé caer sobre el volante, ahogando un sollozo. Había rechazado al hombre que amaba… no porque quisiera, sino porque el destino y mi tía ya habían decidido por mí. Esa noche entendí que no siempre el amor basta. Llegué a casa con el corazón hecho pedazos. Cada paso que daba dentro de aquel lugar me recordaba lo que acababa de perder. El eco de la puerta al cerrarse fue lo único que escuché antes de encontrarme con una escena tan cotidiana que dolía por su simplicidad. Mi hermana estaba en la sala, viendo televisión y comiendo su fruta favorita uvas verdes. Tenía las piernas sobre el sofá, los pies con zapatos, completamente ajena al caos que me habitaba por dentro. Apreté las manos con fuerza. Recordé por qué lo hacía. Por quién lo hacía. Secando las lágrimas que aún humedecían mis mejillas, respiré profundo y forcé una sonrisa. No quería que ella se sintiera culpable de nada. —Scarlet, te he dicho que no subas los pies con zapatos al sofá —dije, fingiendo una voz tranquila. Ella giró hacia mí, hizo una mueca divertida y bajó los pies de inmediato. —Lo siento, hermanita… no lo volveré a hacer —dijo antes de recostarse sobre mi hombro, con esa dulzura inocente que siempre lograba desarmarme. Le acaricié el cabello, sintiendo cómo el peso del mundo se apoyaba sobre mí mientras ella, sin saberlo, era la razón por la que seguía de pie. —No te preocupes —susurré, besando su frente. —Todo estará bien. Pero dentro de mí, las palabras sabían a mentira. Ocultaba el dolor, la culpa, el miedo. Ella no debía saberlo. No debía cargar con mi sacrificio. Mientras Scarlet seguía riendo con la televisión, yo miré las uvas verdes en su plato y pensé que, aunque mi destino ya estaba sellado, al menos ella tendría uno diferente. Y eso era suficiente… o al menos, quería creerlo. El amanecer se filtraba por las cortinas, bañando la sala con una luz cálida que no coincidía con el frío que sentía por dentro. Había pasado la noche en vela, mirando el techo, pensando en Carl, en mi tía… en el futuro que no elegí. El sonido del teléfono rompió el silencio. Scarlet lo contestó antes de que yo pudiera moverme. Su voz alegre llenó el espacio mientras hablaba. —Sí, tía Grace… está aquí conmigo —dijo con ese tono despreocupado de siempre. Hubo una pausa, y luego su expresión cambió, entre asombro y nerviosismo. —¿De verdad?—cuestiono, seria. Sentí un escalofrío antes de siquiera saber por qué. Cuando colgó, se giró hacia mí con una expresion seria. —Char… —dijo, usando ese apodo que solo ella podía pronunciar sin que me molestara. —Tía Grace acaba de llamar… —¿Y ahora qué quiere? —pregunté, con un tono más cansado que molesto. Scarlet se mordió el labio, insegura. —Dijo que… que Giovanni ya llegó a Nueva York. El aire pareció escaparse de mis pulmones. Me quedé quieta, sin saber qué decir. Giovanni Mancini. Mi futuro esposo. El desconocido al que estaba atada por una decisión que no era mía. —¿Ya llegó? —pregunté, apenas en un susurro. Scarlet asintió, sin notar el temblor en mis manos. —Sí, y que esta noche hay una cena de compromiso. Que no se te olvide, tía lo repitió como tres veces. Forcé una sonrisa, aunque sentía que el suelo se abría bajo mis pies. —Gracias, cariño —dije mientras me levantaba. Fui hasta mi habitación y cerré la puerta tras de mí. Apoyé la frente contra la madera, tratando de contener el llanto. Giovanni Mancini ya estaba aquí. El principio del fin acababa de llegar. Mi día trascurrió con normalidad entre el despacho y juicios. Al salir del despacho junto a Josh, el aire de la tarde me golpeó con una mezcla de alivio y melancolía. Habíamos ganado otro caso uno complejo de malversación, de esos que me hacían sentir viva, útil, completa, pero esta vez la victoria no sabía igual. El murmullo del tribunal aún resonaba en mi cabeza, pero lo único que sentía era un vacío amargo. Muy pronto tendría que dejarlo todo; mi carrera, mis clientes, mis metas y mi primer amor. Todo lo que había construido con esfuerzo. Amaba ser abogada. Era mi pasión, mi refugio. Y sin embargo, estaba a punto de perderlo. —Oye, Charlotte —la voz de Josh me sacó de mis pensamientos. —¿es cierto que pasaste la carta de recomendación para que me consideren como socio en la firma? Lo miré. Su rostro reflejaba una mezcla de nerviosismo y esperanza. Sonreí, aunque dentro de mí el corazón pesaba más que nunca. Coloqué una mano sobre su hombro. —Claro, Josh. Lo mereces. Ya es hora de tu ascenso —le dije con sinceridad. Sus ojos se iluminaron, y su sonrisa me recordó todo lo que me gustaba de ese mundo que pronto tendría que dejar atrás la justicia, el esfuerzo, la satisfacción de luchar por lo correcto. Mientras caminábamos hacia el estacionamiento, fingí estar tranquila. Pero en el fondo, sabía que cada paso me acercaba al final de una vida que amaba… y al inicio de otra que no pedí. El silencio en mi oficina era distinto esa tarde. No había el murmullo de los pasantes ni el sonido de los expedientes apilándose sobre mi escritorio. Solo estaba yo… y el eco de mi propia resignación. Las luces de la ciudad comenzaban a encenderse tras el ventanal, pintando reflejos dorados sobre los diplomas enmarcados en la pared. Caminé despacio, pasando los dedos por cada uno de ellos. Cuántas noches sin dormir, cuántos sacrificios me habían llevado hasta ahí. Abrí uno de los cajones del escritorio y comencé a guardar algunas cosas mi pluma favorita, los pequeños recordatorios de casos ganados, una foto de mi promoción en la facultad. Cada objeto parecía pesar más que el anterior. Respiré hondo, tratando de mantener la compostura, pero sentí un nudo en la garganta. Esto era más que una despedida de mi trabajo. Era una despedida de mí misma. Me senté en la silla, observando el lugar donde tantas veces había reído, discutido y soñado. Recordé el rostro de mis clientes, las miradas de agradecimiento, la adrenalina de estar frente a un jurado. Era todo lo que siempre quise ser. Y aun así, debía dejarlo. El teléfono sobre el escritorio vibró. Era un mensaje de mi tía Grace: “Esta noche es la cena de compromiso. No llegues tarde, Charlotte. Tu futuro esposo ya está aquí.” Tragué saliva, apagando la pantalla sin responder. Por primera vez, mi oficina se sintió ajena. Ya no era mi refugio, sino una caja de recuerdos a punto de cerrarse para siempre. Tomé mi abrigo y salí, cerrando la puerta con cuidado. Sabía que, cuando volviera a abrirla, si es que algún día lo hacía, ya no sería la misma mujer. El espejo reflejaba una versión de mí que apenas reconocía. El vestido color marfil caía suavemente sobre mi cuerpo, elegante, sobrio… perfecto para la ocasión, según mi tía. Pero para mí, era como una armadura hermosa por fuera, vacía por dentro. Scarlet entró en la habitación en silencio, con el ceño ligeramente fruncido. Llevaba el cabello suelto y una mirada que decía más de lo que sus palabras jamás podrían expresar. —Te ves hermosa —murmuró, aunque su voz sonó quebrada. Sonreí con esfuerzo mientras ajustaba uno de mis pendientes frente al espejo. —Gracias, cariño. No exageres —respondí, fingiendo ligereza. Ella cruzó los brazos. —No entiendo por qué tienes que hacerlo, Charlotte. No es justo. Sentí el nudo en mi pecho hacerse más fuerte. —Scarlet… —dije suavemente, dándome la vuelta para mirarla. —No quiero que vuelvas a decir eso. —Pero es verdad —insistió, con los ojos vidriosos. —Todo esto es por mí. Tía Grace no tenía derecho a comprometerme, y tú… tú no deberías ser quien pague por eso. Me acerqué a ella, tomándola de las manos. —Lo que importa es que tú estés bien. Yo puedo soportarlo —susurré, acariciando su mejilla. Ella negó con la cabeza, las lágrimas cayendo sin poder detenerlas. —No quiero que te cases con alguien que no amas. No quiero que sufras por mí. La abracé fuerte, sintiendo cómo su pequeño cuerpo temblaba entre mis brazos. —Shh… no llores, hermanita. Prometí que siempre te protegería, ¿recuerdas? Y las promesas… se cumplen. Scarlet se apartó un poco, limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano. —No sé cómo puedes ser tan fuerte. Sonreí débilmente. —No lo soy. Solo finjo serlo por ti. Un silencio pesado llenó la habitación. Afuera, el coche que enviaría mi tía ya debía estar esperándonos. Tomé mi abrigo, respiré profundo y le di una última mirada a mi hermana. —Prométeme que no llorarás esta noche —le pedí. Ella asintió con los labios apretados, aunque sabía que ambas mentíamos. Al cerrar la puerta tras de mí, sentí que no solo salía de mi casa… también dejaba atrás mi libertad....
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