Punto de vista de Giovanni
—Señor, ya todo está listo para la reunión con los Russo —dijo el hombre, con voz temblorosa.
—El cargamento de armas ya fue entregado, pero hubo un problema.
Saqué un cigarro y lo prendí, inhalando despacio antes de hablar. —Habla… ¿qué ocurrió con el cargamento?
El hombre dudó, —Fue robado por la familia Varela… ya los estábamos interceptando, señor, porque las cajas tenían GPS.
Me bajé de la camioneta blindada con calma. Mis hombres se alinearon detrás de mí, silenciosos, como sombras listas para atacar. Lo miré fijo y dije, con voz fría y mortal.
—Solucionarlo… antes de que yo te corte un brazo por incompetente.
El temblor en su cuerpo me confirmó que entendió perfectamente. La noche apenas comenzaba, y yo no toleraba errores.
Ambos nos sentamos frente a una mesa enorme, cubierta de documentos y expedientes que debíamos revisar antes de la reunión.
La luz del mediodía entraba a través de los ventanales, pero no lograba iluminar la tensión que flotaba entre nosotros.
—Sé que no es fácil ser el líder de la Cosa Nostra —dijo Salvatore, con el ceño fruncido y la voz cargada de preocupación.
—Pero debes tener cuidado. Si no hubiera sido por mí, la policía habría capturado a Marcelo con el cargamento de droga que iba para Roma.
Lo miré en silencio. No era momento de palabras innecesarias, y tampoco de dudas. Sabía que hablaba con la sinceridad y la preocupación que solo él podía permitirse; que, a pesar de todo, confiaba en mí para mantener el equilibrio entre la ley y… lo que no estaba escrito en ningún reglamento.
El tic-tac del reloj parecía marcar no solo el tiempo que nos quedaba antes de la reunión, sino también la delgada línea que separaba el poder, la lealtad y la sangre.
Al entrar a la sala de conferencias, el aire cambió de inmediato. Frente a mí estaba el director de la familia Russo, un hombre de mirada fría y calculadora, y a su lado, mi padre, Stefano, cuya presencia siempre imponía respeto sin necesidad de palabras.
Nos sentamos. La reunión comenzó con formalidad, hablando de la construcción de un nuevo edificio para la empresa de los Russo en Londres. Cada detalle era analizado con precisión: plazos, costos, permisos, contratistas.
Todo parecía estrictamente empresarial, pero yo sabía que detrás de cada cifra había intereses, lealtades y riesgos que podían ser mortales si se manejaban mal.
Mientras escuchaba, evaluaba cada palabra, cada gesto, buscando indicios de intención oculta. En nuestro mundo, incluso la arquitectura podía ser un tablero de poder, y yo no podía permitirme cometer errores.
La reunión avanzaba, fría y profesional, pero en mi mente ya trazaba los movimientos necesarios para asegurar que nada ni nadie pusiera en peligro los planes de la familia.
Tras dos horas de planificación y discusión minuciosa sobre cada detalle, la reunión finalmente terminó con la firma del contrato. Mi padre se veía satisfecho, incluso orgulloso, mientras nos despedíamos de los Russo con una formalidad impecable.
En la entrada de la empresa MANCINI JEWEL CO, me esperaba mi mejor amigo y director jurídico, Salvatore Kenes.
—Oye, ¿por qué tienes esa cara? ¿Acaso pasó algo? —cuestiono mientras caminábamos hacia el ascensor, con esa mezcla de curiosidad y calma que solo él sabía mantener.
Al pasar por el vestíbulo, todos se abrían paso al verme entrar; la costumbre de imponer respeto sin decir una palabra siempre funcionaba.
—Nada, solo un pequeño problema que pronto se solucionará—,respondí intentando que mi voz sonara despreocupada.
—Si no, tendré que ir a la bodega hoy.
Salvatore no dijo nada, solo asintió. Sabía perfectamente a qué me refería con eso.
Sabía que “ir a la bodega” no era solo revisar inventarios… era un eufemismo que ambos compartíamos para lo que en otras circunstancias nadie se atrevería a nombrar matar.
El ascensor nos llevó silenciosamente hasta nuestro piso. El mundo exterior seguía girando, ignorante de la tensión contenida en cada decisión que yo debía tomar.
Y mientras avanzábamos entre oficinas y empleados, sentí nuevamente esa mezcla de control y peligro que siempre acompañaba mi vida estrategia y cuando era necesario, sangre.
Tras dos horas de planificación y discusión minuciosa sobre cada detalle, la reunión finalmente terminó con la firma del contrato.
Mi padre se veía satisfecho, incluso orgulloso, mientras nos despedíamos de los Russo con una formalidad impecable.
Yo, en cambio, mantuve un semblante serio, calculando cada gesto, evaluando los posibles riesgos y anticipando los movimientos futuros. Sonreír no era parte de mi estrategia; en nuestro mundo, la seriedad transmitía fuerza.
Al salir de la sala de conferencias, sentí la mirada firme de mi padre sobre mí. Me llamó a su oficina.
—Hijo —dijo, cerrando la puerta con un clic que resonó en la madera. —Debemos hablar de algo importante.
El tono de su voz era grave, distinto a la satisfacción que mostraba antes. Su postura no dejaba lugar a dudas: lo que venía no sería un simple asunto de negocios.
Y aunque no quería mostrarlo, un escalofrío recorrió mi espalda. Sabía que, pase lo que pase, esta conversación cambiaría algo en nuestra familia… y quizás en mí.
Cerré la puerta detrás de mí y me senté frente al escritorio de mi padre. La luz de la oficina iluminaba su rostro con precisión, marcando cada arruga de concentración.
Él nunca dejaba que sus emociones fueran evidentes… pero esa vez había algo más.
—Hijo —comenzó, apoyando las manos sobre el escritorio.
—La familia Russo es solo el inicio. Hay movimientos que debemos prever, conexiones que aún no podemos controlar.
Lo escuché en silencio, atento a cada palabra. Su mirada no necesitaba explicaciones: él sabía que yo entendía el lenguaje de poder, de riesgo y de sangre.
—Marcelo y la familia Varela no fueron un simple contratiempo —continuó.
—Hay intereses en juego que podrían comprometer nuestro negocio en Europa. Necesito que estés listo, Giovanni. No solo como líder, sino como quien protege a la familia.
Asentí, sin mostrar miedo ni sorpresa. Desde pequeño me habían enseñado a controlar cada reacción. Sin embargo, su siguiente frase me hizo fruncir ligeramente el ceño.
—También hay alguien más, alguien nuevo en el tablero. No puedo decir mucho aún, pero su presencia… cambiará muchas cosas.
El silencio llenó la oficina. Todo indicaba que se avecinaba un choque entre estrategia, poder y sangre.
—¿Debo involucrarme ya? —pregunté finalmente, midiendo cada palabra.
Mi padre negó con la cabeza, serio. —No todavía. Pero observa, analiza y aprende. Todo llegará a su tiempo, hijo. Y cuando eso suceda, no habrá margen de error.
Me levanté, consciente de la responsabilidad que caía sobre mis hombros. La reunión con los Russo había sido solo el primer movimiento en un tablero mucho más grande. Y aunque nadie lo dijera, la guerra silenciosa ya había comenzado.
Al caer la noche, llegué a la mansión, fuertemente custodiada. Nadie entraba sin mi autorización; hombres armados vigilaban cada puerta, cada sombra, cada posible movimiento. El mundo exterior podía ser peligroso, pero aquí dentro, bajo mi techo, yo era la regla.
Sin embargo, todo cambió al abrir la puerta.
Mis sentidos entrenados para detectar amenazas se desarmaron frente a la escena que se desplegaba ante mí, mi pequeña Luna, de cuatro años, jugando en el salón con mi mejor amiga, Catalina Esposito. La risa inocente de la niña contrastaba brutalmente con la tensión que me acompañaba todo el día.
Al verme, los ojos de Luna se iluminaron y abrió sus pequeños brazos, corriendo hacia mí con una velocidad que desafiaba su tamaño.
La levanté del suelo, sintiendo el calor de su abrazo y la fragilidad de su infancia, mientras Catalina sonreía desde un rincón, tranquila y confiada.
Por un instante, la dureza de mi mundo desapareció. Ni la mafia, ni los contratos, ni los enemigos podían tocar este pequeño refugio. Luna era mi recordatorio de que incluso entre sombras y peligros, había momentos que valían la pena proteger con todo.
Suspiré, abrazándola con fuerza, consciente de que cada decisión, cada movimiento en la vida exterior, también estaba ligado a mantenerla a salvo...