ENSEÑÁNDOME

2744 Palabras
—¿Qué es esto? —pregunté, con tono dudoso, mientras observaba la extraña y muy poco apetecible pelota en un tono un tanto verduzco, abierto a la mitad, de extremo a extremo y del cual sobresalía un relleno en tono café y blanco, que había en mi plato. Sabía que era tonto de mi parte hacer aquellas preguntas que le molestaban en sobremanera a Braden, pero es que realmente estaba intrigada y no me apetecía en absoluto, todo lo contrario, me causaba asco. —La comida —masculló sin verme. Tenía la cabeza gacha y estaba concentrado en partir su propia pelota en delgadas secciones, para llevarlas a su boca. —Sí, pero ¿qué clase de comida? —insistí, a sabiendas de que podía ganarme un rugido furioso. Resopló, un tanto exasperado, tiró la servilleta en la mesa y clavó el cuchillo y el tenedor en aquella pelota, para llevar su mirada enfadada a mí. —¡Haggis, Leyla! ¡Son haggis! —vociferó, tan amargado como siempre estaba—. Un embutido preparado con vísceras de oveja. Específicamente, corazón, hígado y pulmones de oveja y envuelto en el estómago de la misma oveja. ¿Contenta con esa explicación? Llevé la vista de regreso a la pelota esa. Tragué saliva, me removí en el asiento y sentí que el estómago se me vino a la garganta. No había más nada que eso. Ningún acompañante, ninguna ensalada o simple pan. El olor que despedía era intenso y me revolvía el estómago. Tomé una necesaria bocanada de aire y me dispuse a coger un poco para comerlo. No voy a mentir. El sabor no era para nada malo, pero al masticar y recordar lo que estaba comiendo, me provocó un asco tremendo y la garganta se me atascó, como si se me hubiera formado un nudo bien apretado. Cogí una servilleta, la llevé a mi boca y expulsé lo que tenía en mi boca. —¿Qué sucede? —preguntó con su voz fría y enfadada—. ¿No te gusta la comida? —No puedo comer esto —declaré con voz angustiada y moví la cabeza, negando. —Entonces, aprende tú a cocinar y has algo diferente... Más a tu gusto. Guardé silencio y ni siquiera pude levantar la mirada para verle. —Aquí no es un restaurante cinco estrellas y tampoco tienes criadas que te estén sirviendo lo que a ti se te antoje —expresó alzando un poco la voz—. ¡Somos pobres! Personas que viven del día a día y que tenemos que trabajar duro para poder subsistir. Se levantó de su silla, recogió su plato y sus cubiertos y se alejó de la mesa, pero antes de entrar en la cocina dijo: —Será mejor que te duermas ya. Mañana hay que levantarse temprano a realizar los trabajos de la granja. No esperó a que yo dijera ni una sola sílaba siquiera y se metió en la cocina para comer a solas. Imagino que para que yo no lo continuara interrumpiendo con mis preguntas. Resoplé con desánimo y me pregunté ¿cómo iba a hacer yo para soportar a ese hombre tan amargado, con el que apenas podía cruzar tres palabras? Durante el resto de la noche no volví a verlo. No tenía idea de qué se había hecho. Suponía que había salido de la casa, pero ni loca quise ir a buscarlo afuera, empezando porque allá estaba oscuro, me daba miedo y no conocía el terreno, y, en segundo lugar, porque la temperatura había bajado más de lo que estaba en el día y temía morir congelada ahí afuera. Mi cuerpo tiritaba bajo las sábanas, mis pies parecían dos témpanos de hielo y, por más colchas que me pusiera encima y calcetines en mis pies, el frío no menguaba. —Dios —susurré entre temblores y cobijándome lo más que podía, enrollando mis brazos a mi torso y encogiendo las piernas, para volverme una bola. «¿Cómo podíamos vivir en aquel infierno del frío? —me preguntaba—. ¿Acaso todo el tiempo será así?». No me di cuenta de en qué momento me quedé dormida, pero lo logré a pesar de todo. Sin embargo, sentí que apenas cerré los ojos y duré cinco minutos durmiendo, cuando el ruido me despertó. Salí de debajo de las sábanas y miré a mi alrededor, buscando la fuente del ruido. Era él Casi me atraganto al verlo, pues solamente lo cubría una toalla blanca de la cintura para abajo. —Lo siento —murmuré entre titubeos, volviendo a esconderme debajo de las sábanas. Me ponía muy nerviosa verlo sin ropa y me avergonzaba en sobremanera. —Es hora de levantarse —dijo con su voz autoritaria—. Hay mucho que hacer y debemos aprovechar el día. —De acuerdo —respondí, sin destapar mi rostro. Cuando escuché que la puerta del baño se cerró, volví a salir de debajo de las sábanas. El frío era terrible, tenía mucho sueño y quería continuar durmiendo y no salir de aquella guarida de calor. Miré la hora en el reloj que había en la mesita de al lado y me asusté al ver que todavía faltaba un cuarto para las cinco de la mañana. «¿Este hombre se había vuelto loco o qué?». Me quedé sentada, con la espalda apoyada en la pared y viendo hacia la nada, tratando de despertarme y de darme calor con las sábanas que continuaban envolviendo mi cuerpo. La puerta del baño volvió a abrirse y él salió, con su cuerpo semidesnudo y escurriendo gotas de agua que se deslizaban por sus sensuales músculos. Mi primer instinto fue ocultarme otra vez bajo las sábanas, pero no pude. Simplemente, me quedé hipnotizada viéndole. Algo, debajo de la toalla, se movía con cada paso que daba. Parecía una cobra asesina. Se paró frente al guardarropa, lo abrió, sacó ropa y se quitó la toalla, quedando en toda su gloria frente a mí. La garganta se me resecó, los latidos se me aceleraron y mis ojos se abrieron como platos viendo ese trasero que estaba para morirse. Todo él gritaba sensualidad y me quitaba el aliento, a la vez que me hacía temblar por los nervios. Entonces, pasó lo que más me ponía nerviosa, se dio la vuelta para ponerse de frente a mí y me apresuré a meterme bajo las sábanas, para no verlo. —¿Qué te pasa, Leyla? —preguntó con un tono de voz carente de emoción alguna—. ¿No puedes ver a tu esposo desnudo? ¿Te avergüenza? Inhalé aire y cerré los ojos. —No —murmuré, nada más para no quedar como una tonta frente a él. —Bien, si es así, será mejor que salgas pronto de esa cama o no podrás bañarte, porque el agua caliente se acabará, ya que quitan la energía eléctrica a las cinco de la mañana. Me quedé en silencio y sin moverme. No quería tener que bañarme con agua helada, pero tampoco quería salir y verle como Dios lo había traído al mundo. —¿Has escuchado lo que te he dicho? —su voz sonó demandante—. Tenemos mucho que hacer, Leyla, y no quiero perder el tiempo. Tragué saliva y me quité las sábanas de encima. Me levanté e hice todo lo posible por no llevar mi vista a él, aunque me sentí muy tentada de hacerlo. Como si yo fuera un simple imán y él un enorme campo magnético. —Leyla —dijo, llamándome, antes de que entrara al baño—. Necesitas llevar una toalla. —Sí, claro —respondí, nerviosa. Me di la vuelta y mis ojos se encontraron con sus dos luceros fríos. Esperé mantener mi vista fija ahí, para no darle rienda suelta a aquel deseo de bajar y ver lo que había abajo. Extendió su brazo, cogió una toalla del guardarropa y luego la extendió en mi dirección. Tenía que acercarme. Acercarme a su cuerpo desnudo. Estaba sudando. Mi cuerpo estaba muy acalorado y me quedé paralizada y sin poder moverme. Movió la mano, como diciendo: «Ven, tómala». Aspiré aire, tragué saliva y avancé con cautela. Batí las pestañas como si fueran alas de mariposa, pues mis ojos inquietos querían bajar... Querían ver la desnudez de mi Esposo por completo. Cuando estuve a tan solo un paso de él, extendí mi brazo y cogí la toalla. No la soltó. Parecía que quería hacerme perder tiempo, pero su rostro no tenía expresión alguna. Mi pecho subía y bajaba por mi respiración agitada, y jalé, esperando que soltara la toalla y me dejara ir de una vez por todas. Las gotas de agua resbalaban hacia abajo, recorriendo su piel bronceada, cada línea de músculo que se marcaba en su cuerpo de Dios del Olimpo. Mostrándome el camino que mis ojos querían recorrer, pero que yo me negaba a seguir. Todo daba a entender que él estaba haciéndome perder el tiempo y quería que yo viera. Los segundos pasaban, lentos, acelerados, no lo sé realmente. Lo único de lo que fui consciente es de que fui débil y cedí ante la tentación que él me provocaba y mis ojos bajaron, siguiendo el camino que las gotas trazaban; por su abdomen duro, plano y tan definido por músculos apretados y cincelados por las manos de algún escultor. Llegué a esa perfecta v que se marcaba bajo su cintura y que apuntaba directo a aquel pedazo de carne, grande, grueso, caliente como el mismo infierno. Una ráfaga de excitación recorrió mis mejillas y la sangre se calentó en mis venas. Tiré con más fuerza de la toalla y la arranqué de sus dedos. Prácticamente, huí de la habitación y me metí en el baño, quedando apoyada con la espalda en la puerta y respirando agitada. Todo mi cuerpo estaba caliente, mi mente nublada y pensando nada más en la definición perfecta de su cuerpo. Cerré los ojos y traté de borrar la imagen de su cuerpo desnudo de mi mente, pero fue imposible. Se había quedado grabada en ella como la marca de una herradura caliente en la piel del ganado. Aullidos y chillidos agudos se escapaban de mi boca cada vez que aquella agua tan fría como el hielo caía sobre mi cuerpo. Por haber estado perdiendo el tiempo tratando de arrancarle la toalla de las manos, la energía eléctrica se había ido, junto con el agua caliente. Estaba segura de que no iba a soportar mucho y tarde o temprano iba a terminar muriendo en aquel infierno que era aquella casa. No entendía cómo era que yo vivía ahí. «¿Tan enamorada estaba de ese hombre, que acepté vivir en aquel infierno? ¿Por qué no recordaba nada de aquel amor?», pensaba mientras me bañaba lo más rápido que podía. Entre tales pensamientos, vino a mi mente el recuerdo de aquel hombre que había estado junto a mí en el accidente. «¿Dónde estaba? ¿Realmente existía? ¿Quién era y por qué yo le decía que lo amaba, si supuestamente estaba enamorada de mi esposo? ¿Acaso Braden tenía la razón y ese hombre solamente había sido un producto de mi imaginación sin recuerdos?». Salí casi corriendo del baño, temblando como la gelatina y esperando que él ya hubiera salido de la habitación, porque una cosa era que yo lo viera desnuda a él y otra que él me viera desnuda a mí. Gracias a Dios, la habitación estaba vacía. Él ya había salido y pude vestirme con libertad y volver a entrar en calor. De verdad no quería salir y deseaba con todas mis fuerzas regresar a la comodidad de la cama y quedarme ahí para siempre, pero no quería despertar la furia de aquel hombre que esperaba que me pusiera manos a la obra. Lo busqué y lo encontré en la cocina bebiendo una taza de café n***o, caliente y humeante. Me ofreció una y la acepté con gusto. El vago recuerdo de amar el café y ser feliz con una taza entre mis manos llegó a mi cabeza. Parecía que mis papilas gustativas tenían memoria, porque también recordaron que les gustaba mucho aquel líquido. Durante unos minutos fui feliz y pareció que más nada importaba, hasta que él habló. —Es hora —dijo, con su voz gruesa, fría y demandante—. Voy a volver a enseñarte las cosas que hacemos aquí para vivir y ganarnos el pan de cada día. Asentí, prestándole mucha atención, pue solo que menos quería era despertar su enojo. —Tú y yo, somos personas comunes y corrientes, y vivimos de las cosas que la granja da —agregó. —¿Tenemos una granja? —pregunté. —Sí —respondió, extrañamente calmado—. Los corrales están del otro lado. —señaló hacia la parte de atrás de la casa—. Tenemos gallinas, vacas, ovejas, cabras y caballos. No sabía si eso me resultaba atrayente, pero asentí. —Entonces, ¿estás lista para ganarte la vida? —preguntó y volví a asentir, con dudas y nervios, pero asentí y lo seguí afuera. Caminamos entre los caminos llenos de barro y lodo. Me sentí como una completa inútil que no podía siquiera soportar que sus pies se embarran de lodo y me preguntaba cómo había hecho para vivir aquí antes. «Sí, estabas muy enamorada de este hombre, Leyla», me dije, a la vez que me preguntaba cómo había olvidado aquel amor tan grande que le tenía a ese hombre serio y amargado. Llegamos a los corrales y me puso a hacer de todo. A ordeñar vacas, a limpiar su excremento —cosa que me resultó repulsiva—, a alimentarlas, a recoger los huevos de las gallinas y hasta a sacarlos de su trasero —otra cosa que me resultó más asquerosa aún—, cuando se quedaban atascados en él, y a trasquilar a las ovejas. El tiempo pasó volando y cuando él anunció que habíamos terminado ya eran casi las diez de la mañana. —Bien —dijo—. Ahora, yo iré al pueblo a vender estás cosas y regresaré para el almuerzo. —Intentaré hacer algo —dije y le sonsaqué una muy leve sonrisa de satisfacción. Extrañamente, esas horas mientras me enseñaba, o mejor dicho, me volvía a enseñar a trabajar, habíamos tenido una muy buena relación y no se mostró huraño y amargado ante mí, sino todo lo contrario. Había sido un buen maestro y creo que yo una muy buena aprendiz. —Me parece bien —manifestó—. Solamente, no quemes la casa. Me pareció que estaba haciendo bromas conmigo y eso me agradó. Esa parte de él me gustaba. Este hombre que había sido esta mañana, sí parecía un hombre del que yo pude haber estado enamorada y creí haber entendido el por qué. —De acuerdo, aquí te espero entonces —dije y sonreí. Me observó en silencio durante un instante y pareció perdido en mi sonrisa y en sus propios recuerdos. Me pregunté qué estaría pensando, pero no dijo nada. Ni me devolvió la sonrisa. De hecho, hasta pareció que luego volvió a lucir amargado, esquivo y distante. Se alejó, se subió al coche donde había subido la leche y los huevos y se fue, perdiéndose de mi vista y dejándome sola en aquella solitaria y fría casa. Entré y me pregunté qué podía hacer, pero unos segundos después algo llamó mi atención. La carpeta con los papeles del hospital estaban sobre la mesa adelante comedor. Me acerqué, los tomé en mis manos y los leí. Efectivamente, ahí decía que mi nombre era Leyla, que había estado tres meses hospitalizada y en estado de coma luego de haber sufrido un accidente mientras me conducía junto a otra persona en un coche que había volcado en las afueras de Glasgow. Entonces, era verdad y él me había mentido. Sí iba alguien conmigo y seguramente era ese hombre que estaba en mi recuerdo. No decía más nada sobre esa persona. Ni quién era o si estaba vivo o muerto. Nada. Pero, lo que sí decía, era otra cosa bastante importante: La deuda del hospital se había cancelado en su totalidad. «¿Cómo una persona que vive al día, de la venta de leche y huevos, podía pagar una cifra tan cuantiosa como aquella, así de fácil y rápido?».
Lectura gratis para nuevos usuarios
Escanee para descargar la aplicación
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Autor
  • chap_listÍndice
  • likeAÑADIR