NARRA LEYLA HAWTHORNE —Despierta, dormilona —susurraron muy cerca de mi oído. Tanto, que aquel aliento caliente me provocó una deliciosa corriente que me encrespó todos los vellos de la nuca y de los brazos, cuando chocó contra mi piel. Abrí los ojos y parpadeé, acostumbrándome a la claridad que entraba por los enormes ventanales que ofrecían una fabulosa vista panorámica de la ciudad. Me giré, para acostarme boca arriba y me encontré con el magnífico e inmaculado rostro de mi dios griego de oro. Su cabello dorado refulgía como el oro, frente a los rayos del sol que se colaban por las cortinas. Parecía un sol, alumbrando la habitación. Un sol que no llevaba camisa y mostraba sus perfectos y tan bien esculpidos pectorales, tratando de tentarme. —No traes camisa —murmuré, incorporándome

