En cuanto llegamos a la capital, nos separamos. Llevé a Monserrat a su casa para que se cambiara en tanto yo me fui a la mía a hacer lo mismo. Nos despedimos con un beso en la mejilla, como dos amigos, pero al parecer ya no nos quedaba nada. Después de mi última pregunta, que no contestó, no volvimos a hablar, todo el camino lo hicimos en silencio. Ella se dedicó todo el tiempo a colocar música y a cambiarla cada cierto rato. Llegué a la oficina poco antes de almuerzo y me dediqué a sacar varios pendientes que tenía, por lo que el día pasó volando. A las siete, justo antes de marcharme, llegó Felipe y dejó caer una carpeta en el escritorio frente a mí. ―Por fin, la dama de hierro firmó ―me indicó triunfante. ―¿Monserrat? ―pregunté sorprendido, supuse que no querría firmar después de lo

