Los meses pasaron volando, dejando atrás un poco la niñez de Atlas. La anciana tomó la mano de Atlas y la guió hacia el exterior de la cabaña. El sol brillaba intensamente, pero Atlas no parecía notarlo. La anciana sonrió y comenzó a hablar.
—Hoy es el día, Atlas. Hoy vas a aprender a caminar bien, y por favor deja de caminar como un pinguino, son solo sandalias debes usarlas
—No me gustan— reprochó
—Te van a gustar— la señora tomo su bastón y le dio un leve empujón a Atlas —Camina bien, levanta la cara, ponte derecha, siente la naturaleza Atlas, ella es tu amiga
Atlas se rió y se balanceó sobre sus pies.
—Ya sé caminar, señora —dijo.
La anciana negó con la cabeza.
—No, no sabes. No sabes caminar con confianza. Pero hoy vas a aprender.
La anciana tomó la mano de Atlas y la guió hacia un camino estrecho que se extendía a través del bosque. Atlas se movió con cautela, su otro brazo extendido hacia adelante como si estuviera buscando algo.
—¿Qué haces? —preguntó la anciana.
—Nada —respondió Atlas.
La anciana sonrió y continuó guiando a Atlas a lo largo del camino. A medida que avanzaban, la anciana comenzó a soltar la mano de Atlas, poco a poco.
—Camina, Atlas —dijo—. Camina con confianza.
Atlas se movió con vacilación al principio, pero a medida que avanzaba, su paso se volvió más seguro. La anciana la observaba con una sonrisa, orgullosa de la joven.
De repente, Atlas se detuvo y se inclinó hacia adelante, su mano extendida hacia algo que parecía estar en el aire.
—¿Qué pasa? —preguntó la anciana.
Atlas no respondió. Simplemente se quedó allí, su mano extendida hacia adelante.
La anciana se acercó a ella y le tomó la mano.
—¿Qué sientes? —preguntó.
Atlas se rió.
—Nada —dijo—. Solo estoy buscando algo de aire, me siento como un mango en mis manos
—¿Un mango?— preguntó la anciana y Atlas se rió
—Si, un mango, es que cuando como mango lo apachurro y lo
—¡Atlas! deja de hablar así—
—Vale, vale, esta bien—
La anciana sonrió y le dio un apretón en la mano.
—Lo estás haciendo bien, Atlas —dijo—. Estás haciendo muy bien tu trabajo
La señora y Atlas salieron de la cabaña, listas para ir al mercado del pueblo. La señora había vestido a Atlas con un hermoso vestido azul y había peinado su cabello en una hermosa trenza. Atlas se sentía...
—¡Me siento como un mango!— pataleo Atlas
—Ay, ay ay.. Mira Atlas deja de hacer eso porque este bastón te lo voy a partir en la espalda— la señora empezó a caminar
—No me gusta— Atlas se toca el vestido y el corcel ajustado —No puedo respirar—
—Pues no respires— murmuró la anciana
Al llegar al mercado, las personas comenzaron a mirarlas con curiosidad. Algunos incluso se acercaron para hablar con la señora.
—Buenos días, señora —dijo uno de los vendedores—. ¿Quién es esta niña tan hermosa?
La señora sonrió.
—Es, Atlas —dijo—. La encontré en el bosque hace unos días.
El vendedor miró a Atlas con sorpresa.
—¿En el bosque? —repitió—. ¿Qué hacía allí sola?
La señora se encogió de hombros.
—No lo sé —dijo—. Pero ahora está conmigo y eso es lo que importa.
Las personas comenzaron a murmurar entre sí, haciendo comentarios sobre la señora y Atlas. Algunos decían que la señora era la bruja del bosque y que Atlas era un mal de ella.
—Es la bruja del bosque —dijo una mujer—. Seguro que ha hechizado a la niña.
—No, no —dijo otro hombre—. La niña es un mal de ella. La ha robado de su familia.
La señora y Atlas ignoraron los comentarios y continuaron caminando por el mercado. Atlas se sentía incómoda con los comentarios, pero la señora la tomó de la mano y la guió con confianza.
—No te preocupes, Atlas —dijo la señora—. No les hagas caso. Son solo personas ignorantes y ve por donde caminas— murmuró
—¿Es un chiste?— susurró
Atlas asintió y se sintió un poco mejor. Pero no podía evitar escuchar los comentarios y las murmuraciones de las personas.
De repente, una mujer se acercó a ellas y les bloqueó el camino.
—¿Qué vas a hacer con la niña? —dijo la mujer con una voz dura—. ¿Vas a hechizarla también?
La señora se enfrentó a la mujer con una mirada firme.
—No voy a hacerle daño a la niña —dijo—. La estoy ayudando. Mira— se acercó la anciana a la mujer —¿ahora soy bruja?— se rió —Ha, pero cuando necesitas de mi ayuda no lo soy, mira aberración de la humanidad hasta un favor y muérete sola no por mi—
La mujer se rió.
—Ya no te necesito —dijo— Seguro te quieres comer a esa niña—
—¿Estas enferma? jamas me he comido a un niño, pero si a personas como tu—
—Eso es lo que dicen todas las brujas— reprocho la mujer
La señora se enfadó y levantó su bastón.
—Vete de aquí —dijo—. Antes de que te haga daño.
La mujer se asustó y se fue corriendo. La señora y Atlas continuaron caminando por el mercado, pero la atmósfera había cambiado. Las personas las miraban con miedo y desconfianza.
Atlas se sintió triste y asustada. No entendía por qué las personas eran tan crueles y desconfiadas. Pero la señora la tomó de la mano y la guió con confianza.
—No te preocupes, Atlas —dijo—. Estoy aquí para protegerte. Y no voy a dejar que nadie te haga daño
De repente, alguien empujó a la señora, y ella cayó al suelo. Atlas se sintió desorientada y confundida.
—¿Señora? —gritó Atlas, intentando ayudarla
Pero antes de que pudiera inclinarse, todo se volvió oscuro. Rayos y truenos comenzaron a retumbar en el bosque, y el pueblo se sumió en una neblina espesa.
Las personas comenzaron a gritar y a correr en todas direcciones, intentando escapar de la tormenta. Pero Atlas se quedó quieta, con los ojos blancos y vacíos.
—¿Qué pasa? —gritó alguien—. ¿Qué le pasa a la niña? ¡Es un demonio!
La señora se levantó del suelo, con una mirada de preocupación en su rostro.
—Atlas, no —dijo, levantándose hacia ella—. No te dejes llevar por la ira.
La señora tomó a Atlas de los hombros y la sacudió suavemente.
—Atlas, mírame —dijo—. Estoy aquí. No te preocupes por nada.
Atlas comenzó a respirar profundamente, y su mirada se despejó lentamente. La neblina comenzó a disiparse, y la tormenta se calmó.
Las personas se detuvieron en seco, mirando a Atlas con una mezcla de miedo y curiosidad.
—¿Qué... qué pasó? —preguntó alguien.
La señora se puso entre Atlas y la multitud, protegiéndola.
—Nada —dijo—. Solo una pequeña tormenta. No hay nada de qué preocuparse.
Las personas se miraron entre sí, y luego se dispersaron lentamente. La señora se volvió hacia Atlas y la abrazó.
—Lo siento, Atlas —dijo—. No debería haber dejado que te pasara esto.
Atlas se abrazó a la señora, sintiendo una sensación de seguridad y protección.
—No es tu culpa, señora —dijo—. Yo... yo no sé qué me pasó.
La señora la acunó suavemente.
—No te preocupes, Atlas —dijo—. Estoy aquí para ayudarte. Siempre estaré aquí para ti.