Capítulo 2: ¿Dónde está Juan Cruz?

2009 Palabras
Martes 9 de febrero de 2100. Isabel se apresuró para llegar al local de pirotecnia. Su mente era un torbellino de pensamientos: no sólo estaba preocupada por Juan Cruz, sino que no era capaz de dejar de pensar en lo que había sucedido la noche anterior, y ahora, en su madre. Sentía pena por ella, y a su vez se preguntaba qué conocimientos poseía Soledad sobre los delitos de Damián Bustamante. En el local, se encontraban Ezequiel y Samuel. Estaban atendiendo a un par de clientes. Salomé estaba pintándose las uñas por sí misma, sin emplear una máquina para ello. Los tres jóvenes mutantes no pudieron evitar mostrarse sorprendidos al ver a la señorita Medina. —Salomé ¿Puedo hablar con vos un minuto? Ezequiel y Samuel intercambiaron unas miradas inquisitivas. Seguramente estaban pensando: ¿Para qué quiere hablar con ella? La joven Hiedra asintió, y ambas salieron del local. Se quedaron de pie unos instantes, mientras Isabel encendía un cigarrillo. —¿Has visto a mi hermano? —preguntó, mientras inhalaba un poco de humo. Se sentía increíblemente nerviosa—. Anoche luego de las doce se fue de mi casa, y no ha regresado. —¡¿No ha dormido allí?! —exclamó. Sonó más a una novia celosa que a una preocupada. —¿Tampoco estuvo con vos? —Isabel tenía un mal presentimiento. El corazón había comenzado a latirle violentamente, y las manos le temblaban. ¿Dónde estaba Juan Cruz? —No ¿Llamaste a tu papá? —Lo llamó mi mamá. No durmió con él, y tampoco contesta mis llamadas y mis mensajes. —Intentaré ubicarlo yo… —comentó Salomé, utilizando su móvil para intentar localizar a Juan Cruz. No se veía preocupada sino más bien molesta. En ese instante, Samuel salió a la vereda. —¿Qué ocurre, Isa? La joven Medina inhaló una nueva bocanada de aire, exhaló, y comentó: —Juan Cruz desapareció. No ha dormido en mi casa y no ha estado con mi padre ni con Salomé. Tengo un mal presentimiento… Él no es de comportarse así. Algo malo debe de haberle sucedido —se le encogió el corazón de sólo pensar que su hermano podría estar en peligro. Samuel frunció el entrecejo, y se pasó las manos por las rastas ¿Qué estaría pensando? —No contesta —intervino Salomé—. Tampoco puedo rastrear su celular porque está apagado. —Esto es mi culpa —murmuró Samuel, sin poder ocultar su consternación—, no escuché las advertencias… Debemos ir a Culturam. Estoy seguro de que Juan está bajo las garras de mi padre. —Damián tampoco regresó a mi hogar —comentó Isabel, atando cabos—, ¡Dios mío! ¿Le habrán hecho daño? —las lágrimas habían comenzado a brotarle de sus ojos ¡Amaba a Juan Cruz! ¡No podría soportar que lo hirieran! Samuel leyó la mente de Isabel, por lo cual comentó: —Es posible… Isa ¿Podría pedirte que te quedes en tu casa? Salomé y yo podemos ir a buscar a tu hermano. —Ni lo sueñes ¡Iré yo misma a por él! —le irritaba que, luego de todo lo que había ocurrido ese verano, su primo aún insistiera para que ella se mantuviera al margen de lo relacionado con Culturam. Además, quería asegurarse por sí misma de que su hermano menor estuviera a salvo. —Parece que siempre te olvidás de que me habías prometido que no volverías a exponerte al peligro… —reclamó Samuel. En ese instante, sonó el teléfono de Salomé Hiedra. Ella lo atendió rápidamente. La joven Medina y su primo observaron atentamente a la muchacha. —¿Hola? —respondió. Oyó las instrucciones de su interlocutor, y asintió con la cabeza. Luego agregó—: ¿Puedo ir yo también? Ezequiel puede encargarse del negocio por hoy… —hizo una breve pausa—. Está bien. Hasta luego. Cortó la comunicación. Isabel se sentía tan nerviosa que había encendido un nuevo cigarrillo y se lo había llevado a la boca. No dejaba de sollozar, y respiraba con dificultad. Les rogaba a las fuerzas del universo que Juan no pagara los platos rotos por las acciones impulsivas de Isabel. —¿Y bien? —preguntó con ansiedad. Lo que hacía un rato era un sentimiento de preocupación, ahora se había convertido en pánico: le daba terror que los Fraudes le hicieran daño a su hermano. —Tenés que ir a buscarlo vos misma hasta Culturam —la expresión de Salomé se ensombreció—. No me dijeron qué tendrás que hacer una vez que llegues a destino, sólo me aseguraron que Juan está bien. Podemos acompañarla, Sam. —No la dejaría ir sola hasta allí ni loco —masculló Samuel, y sin darle tiempo a Isabel a pensar, la cargó en su espalda, y se echó a correr. La joven Hiedra lo siguió. Estaban por llegar hasta la “guarida” de Culturam. Pocas veces había visto a Samuel correr a tanta velocidad. —No le harán daño a Juan —le aseguró su primo—. De lo contrario, los mataré a uno por uno… La joven Medina no dejaba de sollozar. Estaba segura que su hermano se había metido en problemas por su culpa. Al fin y al cabo, Samuel siempre había tenido razón: debería haberse mantenido al margen… Primero, Ezequiel le había enseñado el video de Samuel asesinando a un prisionero de los Fraudes. Más tarde, Benítez había intentado abusar de ella y asesinarla, y ahora, habían secuestrado a Juan. No podría soportar que lastimaran a su hermano. —Él está bien —comentó Salomé con seguridad—, si hubieran querido asesinar a alguno de los Medina, podrían haberlo hecho hace tiempo ¿No creen? Necesitan algo de ustedes, estoy segura. Ingresaron al escondite de aquella sociedad secreta. Al igual que el día anterior, había decenas de personas vestidas con guardapolvos blancos, guantes, protectores oculares y la mayoría se hallaba trabajando en las pantallas hologramáticas. De repente, apareció el director Franco hasta donde estaban los jóvenes. —Vayamos a la Sala de Implantes —les dijo. Luego miró a Isabel, quien todavía estaba trepada en la espalda de Samuel—, podés bajarla, si querés. —Ella no se despegará de mí —bramó el muchacho de rastas. Isabel estaba ansiosa por ver a su hermano, temía que le hubieran hecho daño. Se sentía increíblemente abrumada y no podía dejar de pensar en Juan ¿Estaría bien? ¿Lo habrían lastimado? El corazón le latía con fuerza, y las manos le sudaban mucho. Se hallaba súper nerviosa. Cuando ingresaron a la Sala de Implantes, en la cual habían estado la noche anterior, la joven Medina vio a su hermano inconsciente en un sillón de metal. Tenía sangre en la ropa y se veía completamente sucio y desalineado. —¡Juan! —exclamó Isabel, intentando bajarse de la espalda de Samuel, pero él no la dejó—. ¡Sam, déjame ir a verlo! —protestó. —Salomé ¿Podrías ir a revisarlo vos? —el joven Aguilar ignoró a su prima, lo cual la hizo sentir completamente irritada ¡Quería chequear ella misma el estado de su hermano! —Claro… —mientras la “novia” de Juan Cruz se le acercó para medirle el pulso y controlar su temperatura, el señor Heredia y Horacio Aguilar ingresaron a la sala. —¿Ves por qué te pedí que te quedaras conmigo? —susurró Sam. —Me obligaste —le reprochó Isabel, aunque presentía que su primo, una vez más, tenía razón. —Buenas tardes, muchachos. Doctor Franco —los saludaron educadamente, y luego preguntaron—: ¿Cómo está el niño? —Está inconsciente, pero mañana despertará —aseguró Esteban—, será mejor que lo traslademos hasta su vivienda en alguno de nuestros vehículos. —Antes de que el muchacho regrese a su hogar, necesitamos hablar a solas con Samuel y con Isabel… ¿Podrían acompañarnos, jovencitos? La joven Medina ya se imaginaba que rescatar a Juan no le sería tan sencillo. Antes de que su primo siguiera a su padre a través de los pasillos de Culturam, ella miró a Salomé y le preguntó: —¿Protegerás a mi hermano? —no confiaba al cien por ciento en la joven Hiedra. —Claro. Estará en buenas manos. —Gracias… —no quería dejar a Juan atrás, pero sabía que, si quería regresar con él a su vivienda, debía hacer lo que los Culturam le pedían. Siguieron a Heredia y a Aguilar a través de la instalación tecnológica. Isabel estaba aferrada al cuello de Samuel, apoyando su mentón en el hombro de él. Una vez más, sentía miedo ¿Qué le pedirían los Fraudes a cambio de que liberaran a Juan Cruz? Ingresaron a la habitación en la cual habían mantenido encerrado a Samuel durante tres días. Isabel la reconoció fácilmente. No había ventanas ni muebles, y las paredes estaban pintadas de blanco. Las cadenas que habían aprisionado a Sam en aquel entonces habían desaparecido. —Bajá a Isabel —le ordenó su padre. —Ella no se despegará de mí —Samuel enfrentó a Horacio enseñándole los dientes. El señor Heredia soltó un largo suspiro. Sacó un arma metálica de su bolsillo, y lo apuntó sobre la cabeza de la muchacha. La joven Medina soltó un grito de sorpresa y de pavor. La debilidad de Samuel era el terror que tenía de que le hicieran daño a su prima, por eso obedeció automáticamente. Sin dejar de apuntarle a Isabel, Heredia ordenó: —Samuel, apoyate contra la pared. El joven de rastas miró a la señorita Medina. Tenía los ojos vidriosos, parecía a punto de echarse a llorar. Vaciló unos instantes. —¡Apoyate contra el muro si no querés que le vuele los sesos a tu prima! —aulló Heredia, cansado de esperar. Samuel obedeció. En ese instante, Horacio sacó un dispositivo de su bolsillo y configuró la pantalla. De repente, se abrió un agujero en la pared y unas cadenas enormes y pesadas aprisionaron las cuatro extremidades del joven Aguilar. Isabel estaba llorando. Temblaba de pies a cabeza ¿Qué le harían a él? ¿Podría rescatar a Juan Cruz? ¿Para qué la habían hecho ir hasta allí? —Se han estado portando muy mal ustedes tres últimamente. Me he cansado de sus travesuras. Les hemos pedido que se detuvieran y no lo hicieron ¡No escucharon nuestras advertencias! Samuel —se volvió hacia su hijo—, vos eras consciente del peligro que corrían los Medina al seguirte durante las noches… y los has expuesto de todas formas… —No es culpa de él —intervino Isabel, temblando de ira y de miedo—, he sido yo quien lo ha seguido a pesar de que él me pedía que no lo hiciera. —Samuel podría haberte asustado para que te alejaras de él… Pero ¿Qué hizo en realidad? Iba a calentarte la cama todas las noches. A pesar de que Salomé, Ezequiel y mi hijo son mutantes, no son capaces de controlar sus emociones. Al fin y al cabo, no dejan de ser un grupo de adolescentes. —Vamos al grano —masculló Isabel, con lágrimas en los ojos—, ¿Qué querés de mí? ¿Qué tengo que hacer para que mi hermano pueda volver a mi hogar? —Tenés que dejar de investigar. —¿Sólo eso? Lo haré con gusto. Heredia sacudió la cabeza, y se acercó hasta Samuel, quien no dejaba de sollozar silenciosamente contra la pared. Sacó una navaja, y le rasgó la piel del brazo, haciéndolo sangrar. Fluido rojo oscuro comenzó a deslizarse por su brazo. —¿Qué mierda pensás hacer? —bramó el joven Aguilar, enseñando los dientes. Se sacudió para intentar liberarse, pero las cadenas eran a pruebas de mutantes. —Si Isabel quiere que su hermano regrese a su vivienda, tendrá que tocar tu sangre. De lo contrario, Juan Cruz morirá.
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