La noche en Praga se desplegaba como un manto de terciopelo n***o salpicado de estrellas indiferentes, el Vltava murmurando secretos bajo los puentes iluminados por farolas que proyectaban halos dorados sobre las aguas turbias. En el ático estrecho de Malá Strana, el apartamento de Elara era ahora un santuario profanado, un limbo entre lo mortal y lo infernal donde el velo rasgado permitía que el pulso del Abismo se filtrara como humo invisible, espesando el aire con un aroma a azufre dulce y jazmín chamuscado. La luz de la luna se colaba a través de las cortinas entreabiertas, tiñendo la habitación de un plateado fantasmal que bailaba sobre las pilas de libros derrumbados y el pentáculo quemado en el suelo, ahora un emblema permanente de la transgresión que había desatado.
Elara yacía en el sofá deshilachado, su cuerpo aún temblando con las réplicas del beso —no un beso común, sino un cataclismo de esencias entrelazadas, donde los labios fríos de Lucifer se habían fundido con los suyos calientes en un intercambio que había rasgado más profundo que cualquier velo. Su camisón de algodón estaba arrugado y pegajoso contra su piel, el calor en su pecho no un fuego residual, sino un incendio vivo que se extendía por sus venas como veneno dulce, haciendo que cada respiración fuera un jadeo entrecortado. Sus dedos aún formaban un eco del roce en su cabello n***o, mechones que habían sido sedosos como humo vivo bajo su tacto, y en su mente, su voz resonaba como un eco perpetuo: Elige, Elara. El velo está rasgado. Cruza, o déjame cruzar a ti.
Él estaba allí, manifestado en el mundo mortal con una solidez precaria que hacía que el aire crepitara a su alrededor, como estática antes de una tormenta. Reclinado en el brazo del sofá opuesto, su forma alta y esbelta ocupaba el espacio con una gracia indolente que lo hacía parecer un rey en un trono improvisado: la túnica de sombra adaptada al velo, ahora una camisa negra ceñida que delineaba los contornos de su torso esculpido por eones de furia divina, y pantalones oscuros que se fundían con las sombras de la habitación. Sus alas rotas se plegaban contra su espalda como un manto de noche rasgada, membranas con vetas de fuego residual que proyectaban siluetas danzantes en las paredes, y sus ojos grises la observaban con una intensidad que era a la vez depredadora y vulnerable, chispas doradas danzando en sus pupilas como estrellas agonizantes en un cielo olvidado. Su cabello n***o caía en ondas perfectas sobre su frente, y una sonrisa ladeada curvaba sus labios, no triunfante, sino curiosa, como si ella fuera el enigma que por fin rompía su eternidad estancada.
"¿Por qué tiemblas, mortal?", murmuró Lucifer, su voz un ronroneo profundo que vibró en el aire cargado, extendiendo una mano para rozar su rodilla con dedos fríos que enviaron una oleada de calor por su pierna. El toque era ligero, casi casual, pero cargado de intención: un recordatorio del lazo que el beso había sellado, un hilo etéreo que unía sus almas en un tapiz de deseo y destino. "El beso fue solo el comienzo. Sientes el pulso del Abismo en tu sangre, ¿verdad? Ese fuego que no quema, sino que ilumina desde dentro". Se inclinó ligeramente, su aroma envolviéndola —azufre mezclado con algo más primal, como tormenta después de la lluvia, o el olor de libros antiguos abiertos a medianoche—, y Elara sintió su aliento rozar su oreja, un susurro que erizó su piel.
Ella se incorporó, apartando su mano no por rechazo, sino por el torrente abrumador que ese simple roce desataba: un deseo crudo que la hacía ruborizarse, el calor en su vientre tensándose como un arco a punto de disparar. "TiemBlo porque... porque eres real", jadeó, su voz un hilo frágil en la penumbra, los ojos oscuros fijos en los suyos, devorando cada detalle de su rostro trágico —pómulos altos, labios que aún saboreaba en fantasma, la curva sutil de una cicatriz invisible en su mandíbula, eco de la espada de Miguel—. "He soñado contigo toda mi vida, te he estudiado en libros polvorientos como un mito, un símbolo de rebelión y caída. Pero ahora estás aquí, en mi sofá mugriento, con alas que proyectan sombras en mis paredes baratas, y yo... no sé si besarte de nuevo o huir gritando". Su risa salió ahogada, un sonido entre histeria y liberación, y se pasó una mano por el cabello revuelto, mechones castaños cayendo sobre sus hombros como una cascada desordenada.
Lucifer rio con ella, un sonido bajo y musical que reverberó en la habitación como campanas de cristal roto, haciendo que las sombras en las esquinas se agitieran en respuesta, como demonios menores despertando de un letargo. "Huir? ¿De mí, Elara Voss? El velo que has rasgado no permite huidas fáciles; el lazo nos ata como cadenas de fuego, dulce y ardiente. Y huir de un beso... sería como negar el aliento después de ahogarte". Se levantó con fluidez felina, su presencia llenando el espacio como un pulso vivo, y caminó hacia la ventana del balcón, apartando la cortina con un dedo que dejó un rastro de escarcha etérea en el vidrio. Afuera, la niebla de Praga se arremolinaba más densa, formas vagas merodeando en el patio como ecos de su corte infernal, y él contempló la ciudad con una expresión melancólica, sus ojos grises reflejando las luces lejanas del puente Carlos. "Este mundo tuyo... es frágil, efímero, como un sueño que se desvanece al amanecer. Casas de piedra que se desmoronan en siglos, ríos que cambian curso con las lluvias, almas que arden y se apagan en décadas. En el Infierno, todo es eterno: el fuego no se agota, las sombras no se disipan. Pero tú... tú eres el cambio que he anhelado, mortal. Tu calor humano enciende lo que mi luz perdida dejó frío".
Elara se levantó, atraída por él como por un imán, sus pies descalzos pisando el pentáculo frío que aún humeaba ligeramente, un recordatorio punzante del ritual que lo había traído. Se acercó por detrás, su mano temblorosa rozando su espalda entre las alas plegadas —la membrana era fría como noche profunda, pero pulsaba con un calor residual que la hizo jadear, como tocar el núcleo de una estrella apagada—. "El Infierno... lo describes como un reino, no como un castigo", murmuró, su aliento cálido contra su nuca, el aroma de su piel —jabón barato y sudor de deseo— contrastando con el suyo sobrenatural. "En los libros, es azufre y gritos, pero en mis visiones... es hermoso, trágico. Como tú". Sus dedos trazaron el borde de una ala, sintiendo las vetas de fuego que se avivaron bajo su toque, y Lucifer se tensó, un gruñido bajo escapando de su garganta —no de dolor, sino de placer reprimido, un sonido que vibró en su pecho y se transmitió a través del lazo, haciendo que el calor en el vientre de Elara se intensificara.
Él se giró lentamente, acorralándola contra la ventana con su cuerpo, sus manos apoyadas a cada lado de su cabeza, enjaulándola sin tocarla aún. Sus ojos grises la perforaron, chispas doradas ardiendo con una intensidad que la dejó sin aliento, y su sonrisa se profundizó, revelando un atisbo de colmillos sutiles —no monstruosos, sino elegantes, como los de un depredador que juega con su presa—. "Hermoso, dices? El Infierno es mi creación, Elara, forjado de mi rabia y mi soledad en el Abismo donde caí. No es castigo; es lienzo. Ríos de lava que susurran himnos corrompidos, torres de obsidiana que tallé con uñas ensangrentadas, un trono de hueso donde reino sobre ecos de mi orgullo. Pero es vacío sin... esto". Su mano se alzó, rozando su mejilla con el dorso de los dedos, un toque que envió ondas de placer por su espina dorsal, haciendo que sus rodillas flaquearan. "Sin tu curiosidad, que aviva mis llamas. Sin tu duda, que refleja la mía. Bésame de nuevo, mortal, y te mostraré no visiones, sino verdades".
Elara no resistió; no podía, no quería. Sus manos se enredaron en su túnica, atrayéndolo hacia abajo, y sus labios se encontraron en un beso que fue incendio: profundo, devorador, sus lenguas danzando en un tango de fuego y sombra donde el frío de él se fundía con su calor, creando un vapor etéreo que empañó el vidrio detrás de ella. Lucifer gruñó contra su boca, un sonido primal que vibró en su pecho y se transmitió a través del lazo, haciendo que visiones compartidas inundaran su mente: flashes de su caída —plumas ardientes lloviendo en el vacío, el silencio de Dios como un cuchillo—, intercalados con ecos de su vida —la muerte del padre, la soledad en el museo, el anhelo de algo más—. El beso se profundizó, sus manos en su cintura levantándola contra la ventana, sus alas desplegándose ligeramente para envolverlos en un c*****o de sombra que bloqueaba la luna, creando un mundo privado donde solo existían ellos.
Pero el placer era un filo de doble cara; en el beso, Elara sintió no solo deseo, sino el peso de su eternidad: la soledad que lo carcomía como ácido, el orgullo que lo había condenado, el anhelo por redención que él negaba incluso a sí mismo. Se apartó jadeante, sus labios hinchados y rojos contra su piel pálida, los ojos oscuros brillando con lágrimas no derramadas. "Muéstrame", susurró, su voz ronca de pasión y miedo. "Muéstrame tu Infierno, Lucifer. No en visiones, sino de verdad. Si este lazo es real, llévame allí. Déjame ver el reino que forjaste de tu caída".
Él la miró, su expresión una tormenta de emociones —sorpresa, deleite, un destello de vulnerabilidad que suavizaba sus rasgos trágicos—, y por un instante, el rey exiliado pareció casi humano, sus ojos grises nublados por un velo de duda. "Me pides el abismo, Elara? Es un lugar de belleza y horror, donde el placer y el dolor son amantes inseparables. Pero si insistes... el lazo lo permite. Toma mi mano, y cruza". Extendió la palma, y ella la tomó, sus dedos entrelazándose en un agarre que selló el pacto más profundo: no solo sangre, sino voluntad.
El mundo se inclinó. El apartamento se disolvió en un vórtice de sombras y llamas, el velo rasgándose con un chasquido audible como tela divina desgarrada, y Elara sintió el tirón —un túnel de oscuridad bordeado de luz residual, donde el tiempo se estiraba y comprimía en eones y instantes. El viaje fue un torbellino sensorial: el frío de Praga dando paso al calor abrasador del Abismo, el aroma a río y niebla reemplazado por azufre y metal quemado, y en su mente, la voz de Lucifer guiándola como un faro: Siente el pulso, mortal. El Infierno no devora; revela. Salieron del vórtice en un pasillo de obsidiana pulida, las paredes latiendo con venas de lava que proyectaban un resplandor rojo sangre, y Elara jadeó, sus pies tocando un suelo que crujía como cristal vivo bajo sus botas.
Estaban en el Palacio de las Sombras Eternas, el corazón del reino de Lucifer: un coloso de arcos retorcidos y salones abovedados donde el techo era un domo de cristal n***o que filtraba constelaciones invertidas, estrellas caídas girando en espirales hipnóticas. El aire era espeso, cargado de un zumbido bajo como el latido de un leviatán, y ecos de lamentos lejanos se entretejían con susurros seductores, una sinfonía que hacía erizar la piel de Elara. Demonios menores merodeaban en las sombras —criaturas de escamas y ojos como brasas, inclinándose ante Lucifer con reverencia temerosa—, y en la distancia, el rugido de ríos de magma serpenteaba como venas expuestas. "Bienvenida a mi dominio", dijo él, su voz resonando en las paredes como un decreto, soltando su mano pero manteniendo el lazo invisible que la anclaba a él. "Aquí, el tiempo es mío: eones en un suspiro, instantes en eternidad".
Elara giró, los ojos abiertos de asombro y terror, absorbiendo el espectáculo: pilares de obsidiana tallados con runas que brillaban como venas de fuego, tapices de sombra tejidos con hilos de almas etéreas que contaban la historia de su caída —el desafío ante el trono, la batalla con Miguel, la lluvia de plumas ardientes—. "Es... hermoso", murmuró, tocando una pared que latió bajo su palma, enviando una oleada de visiones: ecos de ángeles rebeldes cantando himnos corrompidos, almas danzando en valses grotescos. Pero la belleza era un velo sobre el horror; en un rincón, un alma gritaba en un laberinto de espejos, su forma reviviendo pecados en loops eternos, y el aire llevaba un hedor sutil a carne quemada y lágrimas cristalizadas.
Lucifer la tomó del brazo, guiándola por un pasillo que se curvaba como una vena, sus alas rozando su hombro en un toque que era a la vez protector y posesivo. "Hermoso y cruel, como yo", admitió, su voz un susurro confidencial que solo ella podía oír, el lazo amplificando cada matiz emocional. "Forjado de mi agonía: cuando caí, el Abismo se moldeó a mi imagen —rabia en las llamas, orgullo en las torres, soledad en los ecos—. Condeno almas no por maldad, sino por justicia retorcida: un usurero encadenado a monedas que queman, un traidor perdido en laberintos de mentiras. Pero nada llena el vacío, Elara. Hasta ti".
Llegaron a un balcón elevado que daba a un cañón vasto, donde ríos de lava fluían como arterias rojas, iluminando cañones de roca vítrea y puentes de hueso petrificado que cruzaban abismos sin fondo. Al fondo, el trono de Lucifer se erguía en una plataforma de obsidiana, flanqueado por estatuas de ángeles caídos con alas chamuscadas, y demonios arrodillados en reverencia silenciosa. Liriel estaba allí, su forma feroz materializada como una sombra viviente: piel escamosa iridiscente, ojos ámbar llameantes fijos en Elara con desconfianza palpable, alas coriáceas desplegadas en un abanico de amenaza. "Mi Señor", gruñó, su voz un rugido sedoso que reverberó en el cañón, garras arañando el aire. "La mortal ha cruzado. ¿Es aliada o presa? Su sangre huele a pacto, pero su fragilidad... podría romperte".
Lucifer soltó a Elara, avanzando hacia su protectora con una sonrisa que no llegaba a sus ojos. "Liriel, mi garra eterna, ella es el llamado que sentimos. No presa, sino igual en el lazo. Su curiosidad es mi luz, su duda mi eco". Liriel se enderezó, su melena de fuego trenzado agitándose como llamas vivas, y olfateó el aire, sus ojos ámbar entrecerrándose al captar el aroma del beso compartido. "Igual? Una mortal, mi Señor? Su carne se pudrirá en décadas, mientras tú reinas por eones. Si el Cielo envía cazadores por esta... unión, la empalaré como a los veinte que mancillaron a Seraphina". Su mirada se clavó en Elara, un desafío que era a la vez amenaza y evaluación, las garras extendidas como hoces listas para segar.
Elara sintió el peso de esa mirada, un fuego que la evaluaba como a una intrusa, pero el lazo con Lucifer la ancló, infundiéndole una valentía que no sabía que poseía. "No soy frágil por ser mortal", replicó, su voz firme pese al temblor en sus rodillas, dando un paso adelante con la cabeza alta. "Mi sangre invocó a tu rey no por debilidad, sino por anhelo. Si el Cielo viene, lo enfrentaré con él". Liriel rio, un sonido gutural que resonó en el cañón como truenos, pero había un destello de respeto en sus ojos ámbar. "Valiente, invocadora. Quizás sobrevivas. Pero recuerda: en el Abismo, el amor es un arma de doble filo". Se inclinó ante Lucifer, alas plegándose en sumisión, y se desvaneció en una ráfaga de humo escamoso, dejando solo el eco de su advertencia.
Lucifer tomó la mano de Elara de nuevo, guiándola al borde del balcón, donde el viento del cañón azotaba su cabello y hacía flamear su túnica. "Liriel es mi sombra, forjada en venganza como yo en orgullo. Su odio por los violadores es un fuego que el Abismo avivó; cayó protegiéndome, empalando a sus verdugos en un acto que el Cielo no perdonó. Te vigilará, pero te protegerá si el lazo lo exige". Su pulgar rozó el dorso de su mano, un gesto distraído que envió ondas de calor por su brazo, y Elara sintió el lazo profundizarse: visiones compartidas de la batalla de Liriel, veinte ángeles corruptos cayendo en espinas luminosas, su hermana Seraphina un eco roto en el viento.
"Muéstrame más", pidió ella, su voz un susurro contra el rugido del magma, el calor del cañón subiendo por sus piernas como una caricia prohibida. "Tu reino, tu historia. Si estoy aquí, quiero entender". Lucifer la miró, su expresión suavizándose en algo casi tierno —un rey exiliado permitiendo vulnerabilidad por primera vez—, y con un gesto de la mano, invocó un tapiz etéreo en el aire: hologramas de sombra y luz que contaban su epopeya. Primero, el Cielo: salones de nácar y cristal, jardines flotantes donde flores cantaban, él como Morningstar guiando coros con alas de fuego blanco. "Era el favorito", narró, su voz un eco melancólico. "Dios me forjó como su reflejo: luz pura, orgullo como corona. Pero vi la injusticia: humanos con libre albedrío, ángeles encadenados a obediencia. Desafié al trono: 'Otorga libertad o comparte el tuyo'".
La visión cambió: la rebelión, legiones chocando en un ballet de furia, espadas de luz cortando éter, plumas ardientes lloviendo como nieve infernal. Miguel enfrentándolo, "Hermano, enloqueciste", y Lucifer parando su espada con un rugido: "¡Por justicia!". La caída: el Abismo abriéndose como fauces, el silencio divino como sentencia, eones de descenso donde sus alas se chamuscaban, el vacío moldeándose a su agonía. "Aterricé en lava hirviente", continuó, su mano apretando la de ella, el lazo transmitiendo el dolor como un eco compartido. "Forjé el Infierno con rabia: torres de mi uñas, ríos de mi sangre. Reino, pero solo".
Elara sintió lágrimas calientes en sus ojos, el peso de su soledad aplastándola a través del lazo, un vacío que reflejaba el suyo: la pérdida del padre, la apatía del museo, el anhelo de conexión. "No estás solo ahora", susurró, atrayéndolo hacia ella, sus labios rozando los suyos en un beso suave, exploratorio, que contrastaba con el anterior incendio. Él respondió con ternura sorprendente, sus manos en su cintura levantándola al borde del balcón, alas envolviéndolos en privacidad mientras el beso se profundizaba, lenguas danzando en un ritmo que era a la vez tierno y hambriento. El cañón rugió abajo, pero en su c*****o, solo existían ellos: su calor humano avivando su frío eterno, su deseo mortal despertando su anhelo divino.
Se apartaron jadeantes, frentes pegadas, y Lucifer la llevó de la mano por un puente de hueso que cruzaba el cañón, el magma lamiendo abajo como lenguas ávidas. "Ven, te mostraré mis jardines", dijo, su voz ronca de emoción contenida. Los jardines privados eran un laberinto de espinas negras y flores carmesíes que sangraban néctar venenoso, el aire oliendo a decadencia dulce y promesas rotas. En el centro, un estanque de agua negra reflejaba visiones invocadas: ilusiones de sus hermanos alados en días de gloria, pero torcidas en sombras. "Aquí, invoco lo perdido", confesó, arrodillándose junto al estanque, su ala rozando su pierna. "Miguel riendo antes de la espada, Gabriel tocando su lira. Pero se desvanecen, como todo".
Elara se arrodilló a su lado, sumergiendo una mano en el agua —fría como el vacío, pero viva, susurrando su nombre en lenguas olvidadas—. "No se desvanecerán conmigo", prometió, su mano saliendo para rozar su mejilla, trazando la línea de su mandíbula. El toque encendió algo en él: sus ojos se oscurecieron, chispas doradas ardiendo, y la atrajo a su regazo, sus labios capturando los suyos en un beso que fue devoción y desesperación. Sus manos exploraron su espalda bajo el suéter, frías contra su piel caliente, enviando ondas de placer que la hicieron arquearse contra él, un gemido escapando de su garganta. "Elara", gruñó contra su cuello, mordisqueando la piel sensible, "tu fuego... me quema como el Cielo nunca pudo". Ella respondió enredando dedos en su cabello, guiándolo a su pecho, el beso bajando por su clavícula mientras sus alas se desplegaban, envolviéndolos en un c*****o impenetrable.
El jardín se convirtió en su santuario privado, el néctar de las flores goteando como lágrimas dulces mientras sus cuerpos se entrelazaban en un baile de sombras y luz. Lucifer la desvistió con reverencia, su túnica de sombra disolviéndose en humo para revelar su forma divina —músculos tensos por eones de contención, cicatrices etéreas que brillaban como constelaciones bajo su toque—. Elara exploró con manos temblorosas, trazando las vetas de sus alas que se agitaban con cada caricia, el placer amplificado por el lazo: cada roce suyo era un eco en su alma, un placer compartido que los hacía jadear en unisono. Él la besó por todo el cuerpo —labios fríos en su vientre, lengua trazando patrones de runas en su piel—, despertando nervios que no sabía que tenía, el calor en su centro explotando en oleadas que la hacían clavar uñas en su espalda, rasgando membranas que se regeneraban en chispas de fuego.
"Te necesito", susurró ella, guiándolo dentro de ella con un gemido que resonó en el cañón, sus cuerpos uniéndose en un ritmo ancestral que era a la vez tierno y feroz. Lucifer se movió con ella, sus alas envolviéndolos como un cielo privado, el placer construyéndose en una sinfonía de jadeos y gruñidos, el lazo amplificando cada sensación hasta que el clímax los golpeó como una supernova: fuego y sombra explotando en éxtasis compartido, visiones de paraísos perdidos inundándolos mientras sus almas se fundían en un instante eterno.
Yacieron entrelazados después, el néctar de las flores pegajoso en su piel, el estanque reflejando sus formas unidas como un tapiz profético. "Esto es el comienzo", murmuró Lucifer, su cabeza en su pecho, escuchando el latido de su corazón mortal —efímero, pero vivo—. "Pero el Cielo no perdona uniones como esta. Miguel vendrá, con legiones de luz que purgarán el velo". Elara lo abrazó, sus dedos enredados en su cabello, el lazo infundiéndole una paz feroz. "Que vengan. Si el amor es rebelión, lucharemos juntos".
Pero en la distancia, un trueno retumbó —no del cañón, sino del Cielo—, y Liriel emergió de las sombras, ojos ámbar alertas. "Cazadores en el horizonte, mi Señor. El velo sangra". Lucifer se levantó, alas desplegándose, y tomó la mano de Elara. "El juego se complica, mortal. ¿Estás lista para la guerra?". Ella sonrió, fuego en sus ojos. "Por ti, por nosotros... siempre".