¿Alguna vez has sentido que, cuando todo está en calma, es porque algo malo está por venir?
En la capital, por el momento, todo parecía mantenerse en equilibrio… aunque ese equilibrio estaba sostenido por la ausencia de Nathalya y de Max. Una calma falsa, frágil, como el silencio previo a la tormenta.
Alex había recibido una guitarra nueva, regalo de su padre. Don Emmanuel estaba convencido de que su hijo necesitaba volver a aquello que tanto amaba, algo que lo ayudara a liberar el dolor que llevaba acumulando en el pecho desde la desaparición de su hermana y su sobrino.
—Vuelve a la música, hijo —le había dicho don Emmanuel—. La constructora está creciendo, yo puedo encargarme. Tú canta otra vez… como antes.
Alex había permanecido pensativo. La idea le ilusionaba, sí, pero su inspiración estaba rota. Sentía un hueco enorme en el alma, el tipo de vacío que no se llenaba con aplausos ni con melodías. Natasha también insistía, suplicándole con los ojos que lo intentara; ella sabía lo que la música significaba para él.
Pero Alex no podía evitar recordar que antes, siempre, en cada presentación, al alzar la vista encontraba a Natasha y a Nathalya juntas, escuchándolo, apoyándolo, emocionándose con él. ¿Cómo cantar ahora, sabiendo que una de esas dos presencias ya no estaría allí?
Mientras pensaba en eso, sus hijos se acercaron corriendo, tomaron la guitarra nueva y, entre risas y torpeza, se la pusieron en las manos.
—Papá, enséñanos. Queremos hacer música contigo.
Ese gesto, tan inocente, tan puro, le atravesó las defensas. Alex soltó un suspiro, uno de esos que liberan un poco de lo que pesa adentro. Y por primera vez en semanas, se permitió sonreír.
Quizá… quizá sí podía intentarlo.
Aquel día regresó al grupo de su padre. No cantó mucho, solo un par de acordes, una pequeña armonía, pero fue suficiente para que todos sintieran una pizca de esperanza. Como si, poco a poco, las piezas de su vida intentaran volver a acomodarse en su lugar.
Fue un día especial.
Un respiro.
Una pequeña luz en medio del túnel.
Pero en el fondo, muy en el fondo, todos tenían la misma sensación:
esa calma… no podía durar demasiado.
Cuando Alex por fin estuvo a solas, dejó que sus dedos recorrieran las cuerdas sin pensar. Una melodía suave, profunda, melancólica, comenzó a nacer desde lo más hondo de su alma. En cuestión de segundos, estaba cantando. No era una canción cualquiera: era una súplica. Una oración en forma de música. Una promesa.
Era una canción para Nathalya.
En cada verso rogaba a Dios que se la devolviera.
En cada línea explicaba todas las razones por las que la amaba.
Don Emmanuel, que pasaba cerca, se detuvo al escucharlo. Las palabras de su hijo le abrieron una herida antigua; lo hicieron recordar su propio dolor cuando su esposa murió. Sin poder contenerlo, lloró. Lloró por su hijo, por su nieta desaparecida, por aquella sensación de perder quien más amas. Después, se acercó lentamente y se sentó a su lado.
—Hijo… no había pensado en lo mucho que te duele todo esto —murmuró con la voz quebrada—. Al escucharte cantar… me hiciste recordar cuánto me dolió la vida cuando tu madre se fue. Nunca imaginé que tú te sintieras igual.
Alex bajó la cabeza, como si confesara un pecado.
—Ella está viva, lo sé… pero igual siento que muero poco a poco, papá. Cada día me lleno de ocupaciones para no pensar en ella… pero todo me la recuerda.
Cuando alguien sonríe, pienso en su sonrisa.
Cuando veo un libro, pienso en ella.
Cuando yo mismo sonrío… ella viene a mi mente.
Y siento que la vida no tiene sentido sin ella.
Siento que quiero morirme.
—No digas eso, hijo —dijo Emmanuel, tomándolo del hombro—. Tienes dos niños hermosos que te necesitan.
—Lo sé, papá… y solo por ellos sigo de pie.
Don Emmanuel guardó silencio unos segundos, respiró hondo, y habló con una suavidad que pocas veces usaba.
—Te voy a contar un secreto… Poco antes de morir, tu madre me hizo jurarle que sonreiría cada vez que pudiera. Que seguiría haciendo música. Que sería feliz solo por haberla conocido.
Me pidió que cada cosa que hiciera para mí mismo fuera como mandarle un mensaje al cielo, como si le dijera: aún te amo.
Y a cambio, ella nos mandaría bendiciones.
Y lo hizo, hijo.
Tuve dos hijos maravillosos, dos nietos preciosos, una familia que adoro.
Por eso, tú también tienes que hacerlo. Tienes que vivir.
Tu madre no regresará… pero tu esposa sí. Lo sé. Mi corazón lo sabe.
Alex no pudo evitar quebrarse.
—Papá… no sé si pueda.
—Claro que puedes. Solo mira a tus hijos. Esas sonrisitas reviven a cualquiera, te lo digo yo, que crié a dos niños sin su madre.
Alex lo abrazó fuerte.
—Eres el mejor, papá. Te admiro tanto.
Don Emmanuel sonrió, limpiándose las lágrimas.
—Y no te preocupes si no compones como antes. La música no es para complacer a nadie… es para hablar desde el corazón. Tú no sabes cuánta gente allá afuera podría sentirse identificada con tu dolor. Escríbele a ella, hijo. Escríbele todo eso que no puedes decir en voz alta. La música sana… créeme.
Alex siguió los consejos de su padre.
Volvió a componer, y aunque cada letra terminaba en lágrimas, también terminaba en alivio. Poco a poco, la música volvió a ser un refugio.
Por las mañanas se levantaba temprano para hacer ejercicio. Don Emmanuel tenía un pequeño gimnasio en casa, y con gusto empezó a acompañar a su yerno. Alex solo iba a la oficina un par de horas para revisar que todo siguiera en orden, y salía justo a tiempo para recoger a los niños en la escuela.
Las tardes se llenaron de acordes, risas tímidas y pequeños dedos intentando formar notas. Los niños querían aprender a cantar, querían hacer una canción para su mamá Nathalya y para su papá Max, una canción que les contara cuánto los extrañaban.
Alex los guiaba con paciencia… hasta que un día, mientras componían juntos, los tres comenzaron a llorar.
Lágrimas de dolor.
De amor.
De angustia.
De impotencia.
Era demasiada carga para corazones tan pequeños… y él lo entendió.
Tenía que sanar a sus hijos igual que su padre lo había sanado a él y a Max cuando perdieron a su madre.
Harían música juntos.
Gritarían su dolor cantando.
Convertirían la ausencia en notas y el miedo en melodías.
Y así, poco a poco, Alex comenzó a reconstruirse… mientras el destino, silencioso, seguía moviendo las piezas que pronto cambiarían todo.
Matilde había comenzado un nuevo tratamiento para su enfermedad. Una vez al mes debía ausentarse por varias horas, y aunque intentaba disimularlo, cada sesión la dejaba exhausta. Cada vez le causaba más molestias, pero se obligaba a ser fuerte. Don Emmanuel, atento como siempre, ya había notado sus largas ausencias y la manera en que su apariencia comenzaba a desmejorar. No creía que le fuera infiel; la mirada de Matilde seguía siendo la misma de siempre. En cambio, algo en su rostro le hablaba de dolor y cansancio.
Un día decidió seguirla. La vio bajar de un taxi frente al hospital de oncología, y un estremecimiento le recorrió el cuerpo. No quería pensar lo peor, pero la sola posibilidad le heló el alma. Sin dudar, aparcó el auto y la siguió hasta la entrada. La observó entrar en un área especial para tratamientos, así que interceptó a un médico que pasaba por el pasillo.
—Disculpe, doctor. ¿Este lugar qué es?
—Es una zona de radio y quimioterapia —respondió con seriedad—. No puede estar aquí.
—¿Podría decirme si mi esposa está tomando uno de esos tratamientos? La vi entrar hace un momento.
—Si su esposa no le ha comentado nada, yo no puedo hacerlo. Mi ética profesional me obliga a guardar el secreto médico.
—Entiendo. Gracias.
Don Emmanuel dio un paso atrás, fingiendo retirarse. El médico avanzó y entró justo al mismo lugar donde Matilde había desaparecido. Le informó lo ocurrido, y luego se preparó para iniciar el procedimiento. En ese instante, movido por el impulso y el miedo, Emmanuel entró sin previo aviso. Encontró a su esposa conectada al equipo, frágil, vulnerable… demasiado delgada. La imagen lo golpeó en el pecho, pero se acercó a ella de inmediato.
—Emmanuel… ¿qué haces aquí? Deberías estar trabajando —murmuró Matilde, avergonzada.
—Te seguí, porque presentí que algo no estaba bien —su voz se quebró—. Debiste decírmelo.
—No quería ser una carga para ti…
—De ninguna manera lo eres —respondió él, tomando su mano—. Soy tu esposo. Quiero estar contigo cada vez que me necesites.
Matilde trató de sonreír, pero las lágrimas la traicionaron.
—Perdóname… es tan difícil hablar de esto. No quería que me vieras así. Ya estoy vieja y con todo esto… —se señaló las vendas, los tubos— me da pena. Mira, parezco una momia.
—De ninguna manera —le aseguró él, acercando su frente a la suya—. Sigues siendo mi Matilde, la misma mujer hermosa de la que me enamoré.
El médico carraspeó con suavidad.
—Los dejo un momento para que hablen.
—Por favor, doctor, quédese —pidió don Emmanuel sin soltar la mano de su esposa—. Quisiera saber la situación de mi mujer.
El médico accedió, y durante varios minutos le explicó el diagnóstico, los riesgos, las opciones de tratamiento, las posibilidades de recuperación. Emmanuel escuchó con el alma en la garganta, haciendo preguntas, buscando soluciones, agarrándose a cualquier rayo de esperanza. Matilde, mientras tanto, recibía el amor de su esposo en cada caricia y cada palabra.
Al final, ella le suplicó entre susurros:
—Por favor… que nadie en casa se entere todavía. No estoy lista.
Y Emmanuel, con el corazón hecho pedazos, le prometió guardar su secreto… mientras la envolvía con la misma ternura de aquel día en que le pidió que fuera su esposa.