El nerviosismo de Nathalya crecía con cada amanecer.
Faltaba solo una semana para el gran día. Todo estaba listo: el vestido, las flores, el banquete, los anillos… y, aun así, no podía dormir.
Las noches seguían siendo su peor tormento. Cerraba los ojos y los recuerdos volvían una y otra vez, envolviéndola en el miedo. Sabía que debía contarle a Alex lo que realmente había sucedido aquella noche que marcó su vida, pero temía que esa confesión destruyera la ilusión que ambos habían construido.
Aun así, su deseo de ser suya, de volver a sentir sus brazos rodeándola, era más fuerte que el miedo. Después de tanto sufrimiento, se prometió que nada ni nadie le robaría la felicidad que tanto le había costado alcanzar.
Pero lejos de allí, una sombra acechaba.
Alguien que no había olvidado ni perdonado, alguien que solo conocía el odio y el deseo de venganza, vigilaba cada movimiento de Nathalya desde la distancia. Esperaba el momento perfecto para acercarse, aguardando que alguien bajara la guardia, que una puerta quedara abierta, que la suerte jugara a su favor.
Sin embargo, la seguridad en casa de don Emmanuel era impenetrable, y Nathalya rara vez salía sola. La frustración crecía en el corazón de aquel hombre que, cegado por la maldad, había jurado destruirla.
Los días pasaron, lentos y pesados, hasta que finalmente llegó el día de la boda.
Desde muy temprano, la casa se llenó de risas, perfumes y emoción. Todos se preparaban para vivir uno de los momentos más esperados.
Alex decidió hospedarse en un hotel para arreglarse allí; no quería tentar a la suerte. Decía entre risas que, si veía a su novia antes de la ceremonia, el universo conspiraría para separarlos, y después de todo lo que habían pasado, no estaba dispuesto a correr ningún riesgo.
Nathalya, en cambio, se arreglaba en casa, rodeada del amor de quienes la habían acompañado siempre. Natasha, conmovida hasta las lágrimas, le ayudaba con cada detalle: el velo, el maquillaje, los zapatos. De vez en cuando, una lágrima se escapaba por la emoción de recordar a su madre, imaginándola feliz y orgullosa al verla vestida de novia.
—Mírate —susurró Natasha con voz temblorosa—. Eres la novia más hermosa que he visto en mi vida.
—No digas eso, que me haces llorar —rió Nathalya, secándose las lágrimas antes de arruinar su maquillaje.
Cuando al fin estuvo lista, Natasha se marchó para reunirse con su familia y esperar en el jardín donde se llevaría a cabo la ceremonia. Afuera, la tarde lucía perfecta: el cielo despejado, la brisa suave, las flores recién abiertas. Todo era paz… por fuera.
En el lugar del evento, Alex caminaba de un lado a otro, con los nervios a flor de piel. Max trataba de calmarlo entre bromas.
—Si sigues mordiéndote las uñas, vas a llegar al altar sin dedos —le dijo con una carcajada.
—No puedo, hermano. No sé si llorar, correr o gritar —respondió Alex, riendo nerviosamente.
Su padre observaba la escena con el ceño fruncido. Nunca había tenido buena impresión de Nathalya, a quien consideraba una muchacha inestable y problemática. Pero al ver la felicidad de su hijo, algo dentro de él comenzó a ablandarse. Tal vez, pensó, había juzgado demasiado pronto.
Después de todo, la mujer a la que había aprobado con tanto entusiasmo —Natasha— resultó amar a su otro hijo. Así que, ¿quién era él para impedir que Alex eligiera a quien realmente amaba?
Mientras tanto, don Emmanuel no cabía en sí de orgullo.
Su hija, al fin, estaba cumpliendo el sueño que tanto había anhelado. Llevaba puesto un traje impecable y el corazón rebosante de emoción. El pequeño Emmanuel, vestido como un pequeño príncipe, sostenía con firmeza su mano.
Padre e hijo —abuelo y nieto— serían quienes entregarían a Nathalya a los brazos del hombre que prometía amarla por el resto de su vida.
El reloj marcaba la hora.
La música comenzó a sonar.
Y el destino, en silencio, aguardaba su turno.
Al llegar al lugar de la ceremonia, Nathalya sintió un leve escalofrío recorrerle la espalda. A lo lejos, un hombre vestido completamente de n***o la observaba desde cierta distancia. Evitó comentarlo con su padre para no preocuparlo y trató de convencerse de que sólo era su imaginación. Aun así, no pudo evitar sentir que algo andaba mal.
Pero la música comenzó, y el brillo en los ojos de Alex disipó sus temores. Todo transcurría como debía: los enamorados habían unido al fin sus vidas ante Dios y sus seres queridos. Ahora era momento de celebrar.
Horas después, Nathalya se dirigió al baño para retocarse el maquillaje. No imaginaba que allí la esperaba el hombre misterioso. Apenas cruzó la puerta, su corazón se paralizó: Ángel estaba frente a ella, con esa sonrisa cínica que la había perseguido en pesadillas.
—Pensé que me extrañabas —susurró, acercándose con paso lento y amenazante.
—Te equivocaste —respondió ella, intentando dominar el temblor de su voz—. Ya ni siquiera me acuerdo de ti.
—Entonces será necesaria otra noche como la anterior, para refrescarte la memoria —dijo él, tomándola del cuello con fuerza.
—¡No te atrevas a tocarme! —exclamó ella con desesperación.
En ese momento, alguien golpeó la puerta del baño.
—¿Todo bien? —preguntó una voz femenina del otro lado.
Ángel apretó su cuello un poco más, acercando sus labios a su oído.
—Shhh… haz que se vaya, o alguien morirá. Y no serás tú.
—¡Está ocupado! —gritó Nathalya con dificultad—. Enseguida salgo, sólo… necesito acomodar el vestido.
El silencio volvió. Ángel la miró con una sonrisa torcida.
—Bien hecho, mi amor. —Trató de besarla, pero ella giró el rostro con repulsión—. Volveré por ti muy pronto.
—Por favor, vete… y no vuelvas nunca —suplicó, conteniendo las lágrimas.
—Shhh… ya te dije que volveré. Y si no te vas conmigo, me llevaré a nuestro hijo. Así seguro querrás venir.
—No… ¡mi hijo no! —gimió, quebrándose por completo.
—Eso es lo que esperaba escuchar. —La soltó despacio, sin dejar de mirarla—. Espera mis instrucciones, cariño.
Y desapareció tan rápido como había llegado.
Nathalya quedó temblando, con las manos en el cuello y las lágrimas contenidas. Se obligó a recomponerse: debía volver a la boda y fingir que todo estaba bien. No podía permitir que ese hombre lastimara a su hijo.
Al regresar al salón, todos reían y aplaudían mientras Don Emmanuel tomaba el micrófono.
—Quiero aprovechar este hermoso momento para compartir algo —anunció, sonriendo—. Hace poco inicié una relación con una mujer maravillosa, a quien muchos de ustedes conocen: Matilde.
Los invitados reaccionaron con sorpresa y aplausos.
—Cuando la conocí, me conquistó con su sazón —bromeó él—, pero lo que más me enamoró fue su nobleza. Durante años la vida me pidió enfocarme en mi hija, y ahora que ella ha formado su propio hogar, puedo darme una nueva oportunidad.
—Papá, no me esperaba esta noticia —dijo Nathalya, conmovida—, pero me alegra tanto por ti. Y sí… Matilde cocina delicioso.
La velada continuó entre risas, brindis y música. Nadie sospechaba la tormenta que se escondía tras la sonrisa de la novia.
Al finalizar, el pequeño Emmanuel se fue con su abuelo para que Alex y Nathalya disfrutaran su primera noche de casados. No habían querido viajar; preferían quedarse cerca de los niños y atender los nuevos proyectos que tenían juntos. Pero Nathalya tenía otra razón: debía proteger a su hijo de las garras de Ángel.
Aquella noche, mientras Alex la abrazaba con ternura, ella se debatía entre el deseo y el miedo. No se había atrevido a contarle la verdad, pero necesitaba entregarse al hombre que amaba, borrar los fantasmas del pasado.
Alex besó su cuello, le ayudó a despojarse del vestido, y la delicada lencería blanca quedó al descubierto. Sus miradas se cruzaron, encendidas por el amor y la necesidad de sentirse vivos. Poco a poco, la ropa fue cayendo al suelo hasta que no hubo más barreras entre ellos.
Y allí, entre caricias y lágrimas, consumaron su amor, sellando con pasión la promesa de un nuevo comienzo.