La penetración fue fuerte, brutal, sin preámbulos, sin una pizca de caricia. Un impacto sordo y seco resonó con cada embestida inicial. El gemido de la rubia se transformó en un grito de dolor desesperado, un lamento roto que se perdía en la inmensidad de la habitación. Sus caderas se elevaron incontrolablemente y cayeron con un gemido amortiguado. —¡¡¡Aaaah!!! —gritó la mujer, su voz era un ruego. Dante, con el rostro inexpresivo, miró por encima del hombro de la mujer y fijó sus ojos en los míos. No era lujuria en su mirada; era una conexión forzada, una agresión. Me estaba obligando a ser testigo, a ser cómplice, a ver cómo la posesión era sinónimo de dolor y control absoluto. La mirada decía: Esto es lo que te espera si te atreves a desobedecer. Tú eres la siguiente en la cola. Come

