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Ángela Kaur, hotel 5 estrellas, ubicación secreta, Miami, Florida
Rodé el carro por el pasillo, lo moví a un lado y me detuve cuando dos mujeres pasaron. Estaban muy cerca mientras susurraban y se reían.
—Yo seré la que suelte a esa bestia —oí decir a una.
La otra se rio y respondió:
—Te refieres a la bestia en sus pantalones.
Ni siquiera me miraron. Era invisible ante sus ojos. Comparada con ellas, sí lo era. Llevaban el cabello peinado y el maquillaje perfecto. Tenían linda ropa, y zapatos aún más bonitos. Yo llevaba unas prácticas zapatillas negras con más suela que sentido de la moda. Eran tan sombrías como la falda negra y la blusa blanca de mi uniforme.
Empujé el carro por el pasillo y me detuve en la habitación presidencial. El cepillo de los sanitarios golpeaba contra un lado del cubo, escondido debajo de la gruesa tela de mi carro de limpieza. Había toallas dobladas, una encima de otra, en la parte superior y apenas podía ver sobre ellas. Desventajas de medir apenas algo más de metro cincuenta.
Había estado limpiando desde la mañana temprano y esta era la última habitación, la más grande. Luego habría terminado. Necesitaba regresar a casa, alimentar a Óscar antes de que destruyera otro par de mis zapatos, tratar de averiguar cómo iba a permitirme tomar dos clases el próximo semestre y pagar el alquiler de mi nuevo apartamento mientras trabajaba menos horas.
Trabajar menos, gastar más. Ese parecía ser mi lema últimamente.
Suspirando, tiré el collar de poliéster lejos de mi cuello y luego llamé a la puerta.
Esperé, luego toqué de nuevo y llamé:
—¡Limpieza!
El ascensor sonó y me giré para ver a otras dos mujeres bonitas salir por las puertas. Este era el piso donde mimaban a las participantes del programa Una cita con la bestia y entrenaban a todo el personal para las transmisiones. No era que estas mujeres necesitaran ayuda para verse fabulosas. Pero no las envidiaba. La competencia era feroz y no tenía ningún interés en tratar de hacer que un idiota se enamorara de mí. Ya había pasado por eso. Y vaya maldito desastre.
Esto sería aún peor. Veinticuatro hermosas concursantes competían por un enorme alienígena de Atlán… y la bestia en sus pantalones. ¿Y hacerlo frente al público de la televisión en vivo? No, gracias. De ninguna manera. No me importaba cuán atractivo pudiera ser el soltero alienígena.
Hablando de solteros ardientes, la puerta que toqué una vez más le pertenecía al inmenso alienígena de Atlán, que estaba aquí para encontrar a su compañera.
Al igual que las chicas, había estado aquí desde hacía unos días, pero hoy era mi primer turno de limpieza en la planta ejecutiva desde su llegada.
Toqué por última vez la puerta y llamé, luego saqué la tarjeta universal de mi bolsillo y la inserté en la cerradura. La lucecita se volvió verde y abrí la puerta.
—¡Limpieza! —llamé una última vez.
Había limpiado esta habitación antes, pues llevaba tres años trabajando en el hotel, pero se me había olvidado su tamaño descomunal. Había dos dormitorios a cada lado de una gran sala de estar, que tenía una mesa de comedor y una pequeña cocina. Con pisos de mármol e incluso una chimenea, resultaba más agradable que ninguna casa en la que hubiera estado. Demonios, probablemente mi piso entero podría caber en uno de los opulentos baños.
La habitación principal estaba perfectamente limpia, como si ni siquiera hubieran movido el mando de la tele en la mesita. Suspiré, complacida de saber que no sería un miserable trabajo de limpieza, aunque con las puertas cerradas de los dormitorios no podía estar muy segura. Los baños eran generalmente el mayor desastre, y esta habitación tenía dos.
Puesto que una de las habitaciones solo requería que pasara la aspiradora, podría salir a tiempo y descansar. Tomar una ducha para no oler a productos de limpieza.
Fui hacia el carro, cogí la pila habitual de toallas limpias y mini jabones, y luego regresé; la puerta se cerró con un clic detrás de mí. Me estremecí. El aire acondicionado debía de estar en el ajuste más bajo. Suponía que al atlán no le gustaba el calor de Florida.
Escogí primero el dormitorio de la derecha y cuando abrí la puerta me detuve en seco.
Me quedé boquiabierta y solté los jabones que se deslizaron de la parte superior de las toallas que sostenía. Había interrumpido a huéspedes antes y les había ofrecido un murmullo silencioso de disculpa antes de marcharme. Hombres de negocios tumbados en ropa interior, mirando la televisión y comiendo del minibar. Parejas en medio del acto que ni siquiera se inmutaban con mi interrupción. ¿Pero este huésped?
Santo cielo.
Había visto el programa Una cita con la bestia. ¿Qué mujer podría olvidar cómo el hermoso Wulf había encontrado a su compañera fuera del escenario, la había cargado sobre su hombro y se la había llevado a un camerino? Para tener sexo. Sexo salvaje y bestial. Había sido romántico y jodidamente ardiente.
Oh, el canal no podía mostrar la verdadera acción, pero Chet Bosworth sin duda había llenado los espacios en blancos con sus comentarios sugestivos. Wulf era enorme, corpulento, dominante, terriblemente posesivo y cariñoso. Todos los adjetivos que hacían que los ovarios de cualquier mujer pusieran un óvulo o dos.
¿Pero este tipo? ¿Este atlán?
Vaya. Había visto las promociones para la segunda temporada del programa y a Braun, el siguiente soltero. Esos atlanes tenían una genética fantástica, porque las fotos y los vídeos no les hacían justicia. Ni un poco.
Demonios, no había nada pequeño en él.
Lo supe a ciencia cierta porque acababa de salir del baño, agachando la cabeza para poder atravesar la puerta y girando sus hombros por lo anchos que eran, iluminado por las luces del tocador y rodeado del vapor que había escapado de la opulenta habitación. Usando una toalla. Solo una toalla.
Una toalla de tamaño terrestre.
En un cuerpo atlán.
Estaba muy familiarizada con las toallas de baño grandes. Las doblaba y las apilada durante todo mi turno. Y si bien esta lograba darle la vuelta a su cintura, la tela apenas se sostenía y dejaba su muslo expuesto en una enorme abertura. ¿Y ese muslo? Probablemente era tan grande como mi cintura.
Era como si un hombre humano se cubriera con un paño de cocina.
Gotas de agua se deslizaban por el torso de Braun y observé su camino. Mi boca se hizo agua al pensar en lamerlas.
El deseo me invadió y entré en pánico al darme cuenta de que estaba congelada como una estatua mientras admiraba a un huésped.
Un hermoso huésped de dos metros de alto que me estaba mirando de vuelta.
Levantó una mano y se peinó hacia atrás el cabello mojado mientras sus ojos oscuros me miraban de arriba abajo.
Tragué y me apresuré a dejar las toallas sobre la cama, ahora tratando de mirar a cualquier lugar menos a él.
—Lo siento mucho, no quería molestar. He traído unas toallas.
Dando un paso atrás, pisé uno de los jabones y el envoltorio me sorprendió, por lo que di un salto.
Entonces se movió; rápido, demasiado rápido para su tamaño, y agarró mi codo.
—Cuidado.
Su voz era profunda y resonó a través de mí. Su toque era suave y el calor de sus dedos traspasó mi uniforme. Tuve que inclinar tanto la cabeza hacia atrás que me sentí diminuta.
Aturdida, di un paso hacia atrás de nuevo, luego me agaché para recoger los jabones que había dejado caer.
Un gruñido retumbó a través de él, lo que me hizo levantarme rápidamente.
Su ceño estaba fruncido, sus ojos entrecerrados, su mandíbula apretada, y yo había puesto mi trasero en su cara.
Lo había hecho enfadar. Vaya idiota.
—Lo siento mucho.
Genial. Había molestado a la estrella de Una cita con la bestia. Me despedirían por acoso s****l, y podía dejar que eso sucediera. Claro, ser sirvienta no era mi trabajo soñado, pero me pagaba las facturas y pagaría mis últimos dos semestres de la facultad de enfermería.
Me volví para mirarlo de nuevo y retrocedí como si me retirara luego de reverenciar a la reina.
—Lamento muchísimo molestarlo, señor. Me marcharé ahora. Por favor, avísele a la recepción cuando esté listo para que limpiemos su habitación.
Seguí retrocediendo.
Él dio un paso hacia mí.
Continué retrocediendo hacia la puerta de entrada de la habitación.
—¿Quién eres? —preguntó.
No pude mirarlo a los ojos.
—Soy la camarera de la habitación.
—Una camarera —dijo, como si la palabra «camarera» no existiera en su idioma.
Estaba mortificada por cómo lo había mirado. Estaba casi desnudo. Pero no mirarlo a los ojos quería decir que me había concentrado en su pecho musculoso y sus abdominales de acero. Tenía unos cuantos vellos dorados entre sus planos pezones que se iban en forma de triángulo hasta su ombligo, luego seguían en una línea delgada que desaparecía debajo de la toalla y solo pude imaginar cómo rodeaban su…
Enorme m*****o.
Mis ojos se ensancharon al ver el contorno grueso de su m*****o contra la toalla… al levantarla.
Otro gruñido salió de él y me arrancó de mi estupor. De nuevo.
—¿Limpias para los invitados del programa Una cita con la bestia?
Asentí eficientemente con la cabeza.
—Y otras habitaciones.
—No necesito que hagas tales tareas por mí.
Asentí de nuevo, sintiéndome cada vez más como una muñeca cabezona.
—Vale. Las toallas limpias están en su cama. Llame a la recepción si necesita algo más.
Tenía la mano en la manija.
—¿Adónde vas?
Fruncí el ceño y levanté mucho la mirada para verlo a los ojos.
—Dijo que no necesitaba que le limpiara la habitación.
—Eso es correcto. ¿Cuál es tu nombre?
Noté cómo su mirada bajaba y subía por mi cuerpo. Pensé en las dos chicas que había visto antes, las mujeres que habían hablado de Braun tan crudamente. Se sentiría atraído por cualquiera de ellas. No me avergonzaba de mi trabajo, pero había momentos en los que no quería ser invisible ni limpiar los desastres de otras personas. No quería usar este uniforme de poliéster que no estaba diseñado para mi cuerpo redondeado y pequeño. No había una pastelería que no me gustara, y no importaba cuánto ejercicio hiciera —que no era mucho porque mis piernas eran cortas y mis pechos necesitaban dos sujetadores deportivos—, no perdía peso.
Examinó mis zapatos, mis piernas debajo de la falda negra y la parte superior abotonada del mismo color. Luego la placa con mi nombre, lo cual me hizo recordar su pregunta.
Toqué el prendedor sobre mi pecho izquierdo.
—Me disculpo de nuevo.
Hui entonces, dándome cuenta de que estaba en grandes, grandes problemas. Dejé en el comedor los jabones que justo recordé que estaba sosteniendo y me fui.
Abandonando el carro de limpieza, me apresuré al ascensor de servicio en el otro extremo del pasillo. Afortunadamente no había nadie alrededor.
—¡Espera! —retumbó la voz profunda.
Me estaba siguiendo. Oh, Dios, esto era malo. Él era la persona más importante que se alojaba en el hotel. ¿Cómo podía haber hecho enfadar a alguien tan especial que ni siquiera era de la Tierra?
Bajaría al área de limpieza en el sótano y le rogaría a uno de mis compañeros de trabajo que buscaran mi carro. Presioné el botón de llamada.
—¡Espera! —dijo Braun de nuevo, esta vez mucho más cerca—. ¿Por qué estás corriendo?
Me di vuelta con lágrimas en los ojos. No podía evitarlas. Él era hermoso. Yo no era nada. Lo había hecho enfadar. Dios, nunca me había perseguido un huésped.
—Le he pillado saliendo de la ducha. Siento haber invadido su privacidad.
—¿Cómo se invade la privacidad? Mi inglés no es muy bueno, pero me confunde.
Fruncí el ceño.
—Señor Braun, haré que el jefe de limpieza suba a su habitación y se asegure de que esté muy satisfecho con el servicio del hotel.
Me miró otra vez.
—Estoy muy satisfecho con mi camarera, te lo aseguro. Si te quedas, también te puedo satisfacer.
Me ruboricé y mi mente fue directo a la imagen lasciva. ¿Se refería a lo que pensaba? ¿Satisfacer? Cerré los ojos y luché para contener el escalofrío que me recorría de arriba abajo la columna vertebral, lo que hizo que mis pezones se endurecieran como dos duras aristas de diamante.
El ascensor sonó, gracias a Dios.
Negué con la cabeza.
—Tengo que irme.
—No.
¿No? Oí las puertas abrirse detrás de mí, así que me volví, corrí dentro y presioné el botón para el sótano. Girándome, miré al atlán y vi su cara cuando se dio cuenta de que la puerta se iba a cerrar.
Detrás de él, un grupo de chicas habían oído la conmoción y estaban saliendo al pasillo. Su reacción ante la escena estaba causando revuelo. Mientras las miraba, otras tres mujeres aparecieron, cada una de ellas dirigiéndose hacia Braun.
—Lo siento mucho.
La puerta del ascensor comenzó a cerrarse y vi una mano perfectamente cuidada y de piel suave envolverse alrededor de los bíceps de Braun por detrás. Uñas de color rojo intenso, ojos azules brillantes y cabello n***o como la medianoche. Era la mujer de la habitación 1214. Lo sabía perfectamente porque había llamado al responsable de limpieza para solicitar tres pequeñas botellas adicionales de champú y acondicionador todos los días. Parecía una princesa de la vida real.
Demonios, quizás lo fuera.
—¿Braun? ¿Está todo bien? —preguntó la mujer de la 1214 y su voz me hizo temblar.
Era tan culta y perfecta. Como si hubiera crecido en un internado con la reina de Inglaterra.
—No.
Se soltó y corrió a las puertas para detener el ascensor o subirse, no tenía idea. En su prisa, la toalla se le resbaló de la cintura. Mientras las puertas se cerraban, pude ver cada centímetro de la bestia atlán.
Incluyendo lo que estaba entre sus piernas.