Yulian
—Oh, qué raro. No sabía que podían doblarse así —dice Maksim, observando mientras doblo el meñique hacia atrás hasta que toca la parte posterior de mi muñeca.
—Antes de que me dispararan no lo hacían —respondo con una risa—. Pero no duele.
—Te tienen con tantas pastillas que dudo que algo te duela —replica, sacudiendo la cabeza—. Tal vez no deberías hacer eso.
Suelto el meñique y lo veo volver a su posición con un resorte. No siento absolutamente nada, pero es una sensación buena. Mi cuerpo está más relajado de lo que ha estado en mucho tiempo.
Si hubiera sabido que recibir un disparo se sentiría así de bien, lo habría hecho hace mucho.
Empujo las mantas que cubren mis piernas, me siento y me giro hasta el borde de la cama del hospital.
—Supongo que estoy lo suficientemente bien para irme. No me interesa quedarme en Sciacca y recibir otro disparo.
—No saben que estamos aquí —dice Maksim, con las cejas gruesas arqueándose con preocupación mientras salto de la cama—. Tal vez deberías esperar unos días.
—Estamos en una misión contra reloj —respondo—. Ya lo sabes.
—No es tan contra reloj —dice encogiéndose de hombros.
Me vuelvo hacia él con brusquedad, quedando a pocos centímetros de su rostro.
—Y tu vida no es tan valiosa para mí —digo en un susurro—. Podría meterte de nuevo en esa maldita furgoneta en un segundo si quisiera.
Maksim se queda rígido, con la postura congelada por la incertidumbre. Conoce las cosas que he hecho y sabe que en un lugar como este sería fácil hacer que alguien desaparezca si me molestan.
La lealtad importa, pero también la obediencia.
Me alejo de Maksim y camino lentamente hacia el dispensador de agua.
Mis piernas están rígidas por haber estado tanto tiempo en cama, pero aún puedo moverme. Sé con certeza que, una vez que se me pasen los efectos de las drogas, me voy a sentir como si me hubiera atropellado un auto. Con suerte, para ese momento ya estaremos camino a Roma. Podré dormir durante el viaje.
—¿Dónde están Artyom y Zakhar? —pregunto, tomando un pequeño vaso de plástico del dispensador y llenándolo de agua.
—Expresaste interés en que Zakhar te comprara unos tragos —responde con calma—. Salieron a buscar un lugar adecuado para esta noche, aunque les aconsejé que no lo hicieran, ya que dudo que estés en condiciones, considerando tu estado.
—¿Qué estado? —pregunto, bebiendo un sorbo del agua fría.
—Tu hombro —responde.
Pongo los ojos en blanco.
—Sí, Maksim, sé lo del hombro. Por eso estamos aquí, pero los médicos modernos pueden hacer milagros. No estoy muerto, y eso es suficiente para justificar salir esta noche.
—¿Entonces quieres beber o quieres irte?
—Nunca rechazo una noche en la ciudad —respondo con una sonrisa—. Tal vez nos vayamos mañana.
—Muy bien —dice, juntando sus grandes manos y haciendo una leve reverencia—. Le diré al doctor que estás listo para salir.
—Dale una propina e intenta conseguir más de esas pastillas —digo mientras camino hacia la ventana—. Nos reunimos en las ruinas del Castillo Encantado al anochecer.
—Espera —dice mientras abro la ventana y saco una pierna—. ¿A dónde vas?
—A buscar a Zakhar y Artyom —respondo con un guiño, y luego me deslizo hacia el patio del hospital.
La Luna no se toma ningún descanso esta semana. Brilla sobre mi cabeza, más resplandeciente que una fogata empapada en gasolina. Casi puedo oler el compuesto químico cheRuslanl en el aire mientras corro por el césped del hospital.
Me gusta imaginar que parezco un paciente psiquiátrico en fuga, aunque me falta la camisa de fuerza. Llevo solo un pantalón blanco de hospital y sin camisa, atravesando el césped perfectamente cortado en dirección a la verja de hierro forjado.
No está cerrada, ¿por qué habría de estarlo? Este es un hospital modesto, no una prisión de máxima seguridad.
Zakhar pagará la cuenta con fondos de la organización, así que en realidad no estoy haciendo nada ilegal. Solo quiero evitar una visita de la policía si llegan a ser avisados por mi herida de bala.
Y así, estoy en fuga como tantas veces en mi vida. Esta vez, no hay órdenes de arresto, ni detectives siguiéndome, ni mujeres que me distraigan. Estoy enfocado en mi objetivo, y la muerte es lo único que podría interponerse en mi camino.
Eso o mi padre, pero no voy a pensar en él hoy. Me estoy tomando un respiro para recomponerme antes de continuar. Ya me encargaré de ese hombre traicionero cuando llegue el momento.
Disminuyo el paso y camino rápido mientras salgo por la puerta principal. No hay nadie más cerca, pero aun así trato de no parecer un loco que acaba de escapar.
No llevo camisa, y los pantalones de hospital no ayudan a que luzca menos sospechoso. Necesito encontrar una tienda de ropa o algo por el estilo para vestirme. Preferiblemente un traje.
Doblo en la esquina de una calle y me adentro en el bullicio normal de la ciudad. No es un lugar grande, pero hay suficientes personas en las calles como para no destacar demasiado.
La policía nunca fue mi amiga en Estados Unidos, y no serán diferentes en Italia.
Mantengo la cabeza baja, intentando no sobresalir como suelo hacerlo. Mido más de un metro noventa, lo cual me hace fácil de identificar. A veces es útil caminar encorvado para evitar miradas.
Y… eso es un policía.
Me meto en una tienda a mi izquierda, con los pezones perforados endureciéndose por el aire frío. No creo que el oficial me haya visto, pero en un momento ya no importará. Me veo completamente diferente con un traje. Casi como si no fuera un criminal profesional.
—Ropa formal —gruño al empleado sorprendido detrás del mostrador.
Hace un gesto hacia el fondo de la tienda, y le doy una rápida inclinación de cabeza antes de dirigirme con prisa entre los estantes de ropa hasta la pared trasera.
Hay trajes típicos de los estilos italianos más tradicionales, pero agarro lo único que parece de mi talla: un esmoquin completo. Normalmente solo usaría algo así para una boda, pero hoy lo consideraremos una ocasión especial.
Quién sabe, tal vez esta noche hasta encuentre novia.
Arranco las etiquetas del traje, dejando de lado el moño mientras me cambio en la parte trasera de la tienda. No hay nadie aquí que vaya a decirme nada, y no hay cámaras. Los locales pequeños en Italia todavía no se han vuelto estados de vigilancia.
El empleado del mostrador parece aún más sorprendido cuando regreso con uno de los trajes puesto. Yo pensaría que preferiría verme vestido.
Lanzo las etiquetas sobre el mostrador.
—Cobra esto —digo.
Frunce el ceño pero hace lo que digo, deslizando las etiquetas por el lector. Presiona algunos botones en la caja registradora y me mira.
—Ciento cuarenta y nueve euros.
—¿Tan barato? —pregunto, sacando un fajo de billetes del bolsillo con una carcajada—. Tal vez debería hacer todas mis compras en Italia.
El dependiente sonríe de forma incómoda pero no dice nada.
Probablemente solo quiere terminar con esto, y no lo culpo. Rusos sin camisa y con heridas de bala en el hombro no son algo común por aquí, y seguro que está bastante asustado.
Saco 50 euros extra del fajo para completar 200 y le digo que se quede con el cambio. Nadie reporta a personajes sospechosos cuando reciben buenas propinas. Solo asumen que eres excéntrico.
Excéntrico o simplemente jodido, pero no importa cuando tienes dinero. Todo se perdona con unos cuantos miles de euros, o quizá con un millón. Así fue como salí de la cárcel tan rápido y volví al negocio de la mafia.
La luz de la luna me recibe con un nuevo respeto mientras salgo de la tienda con un esmoquin completo, sin moño.
Nunca me han gustado esas cositas. No tienen el mismo poder que una corbata de seda roja.
Supongo que Maksim y Artyom ya están en el centro, buscando algún lugar decente para beber. Prefieren el licor fuerte a la cerveza, así que probablemente no los encuentre en las afueras de la ciudad. Lo serio siempre está en el centro.
Paso junto a una iglesia y digo una oración rápida a un dios en el que perdí la fe hace años. Tal vez esté ahí, así que todavía soy cuidadoso, pero he pasado por demasiada mierda como para que la iglesia sea una gran parte de mi vida.
El dolor te cambia.
A algunas personas les da fe. A otras, se la quita.
Yo todavía camino por esa línea.
Paso frente a un pequeño bar encajado entre dos edificios más grandes. Está tan metido que casi lo paso de largo, pero me doy la vuelta cuando veo a alguien salir por el rabillo del ojo.
Lindo trasero.
No puedo evitar quedarme mirando mientras una mujer sale en dirección opuesta a la mía, sus caderas balanceándose como si rogara que alguien se le acercara, y su cabello rubio recogido de manera descuidada, como si normalmente fuera una mujer muy ocupada que decidió tomarse el día libre.
Bueno, si está bebiendo durante el día, no puede estar tan ocupada, ¿no? ¿Qué tengo que perder? Me gustan las mujeres italianas casi tanto como las americanas.
—Hey —le llamo, caminando hacia ella con rapidez.
No se da vuelta al principio, pero cuando me acerco más, noto algo familiar en ella. No logro identificar qué es, pero ese trasero se parece muchísimo a uno del que estuve completamente obsesionado en el pasado.
Pero no hay forma de que ella esté en Italia. Sería demasiada coincidencia.