Nina, con su instinto femenino agudizado por meses de aprender a leer cada micro-expresión de este hombre complejo, observaba preocupada cómo Salomón permanecía sumido en un silencio que cortaba el aire como una navaja. Sus ojos marrones estudiaban cada línea de tensión en su rostro mientras sus manos se movían automáticamente para enjabonar su cuerpo, aplicando el gel de baño de lujo que costaba más que lo que ella había ganado en un mes entero durante sus días como empleada doméstica. «¿No me dijo que me amaba cuando se lo dije dos veces?» —pensaba Salomón con una vulnerabilidad que jamás admitiría en voz alta, con su orgullo masculino arrugándose como papel mojado—. «¿Solo me quiere por el sexo?» Era desconcertante para un hombre que había construido un imperio con sus propias manos,

