Salomón la miró desde arriba, con su altura acentuada por la posición caída de ella. Sus ojos se entrecerraron peligrosamente, como los de un depredador evaluando si debería dar el golpe final a su presa o jugar un poco más con ella. —Como siempre te he dicho, no tienes pruebas —respondió con una calma que resultaba más amenazante que cualquier exabrupto—. Y sigues colmándome la paciencia. Se me va a olvidar de que eres la hija del Gran Muftí. Se agachó lentamente hasta quedar a su nivel, en cuclillas, con la elegancia felina que caracterizaba todos sus movimientos. —Deja de fastidiarme tratando de quitarme proyectos —advirtió, con cada palabra destilando una amenaza apenas velada—. Si te descubro en otra cosa más... Se inclinó aún más, invadiendo por completo el espacio personal de S

