De pronto, un estallido de rabia lo consumió. Golpeó con fuerza el asiento delantero, el impacto de su puño contra el tapizado resonó en el interior del vehículo como un trueno contenido.
—¡Mierda, mierda! —exclamó, con los dientes apretados y la mandíbula tensa. Su voz, desprovista del acento suavizado de "Ahmed", retumbó en el espacio cerrado del auto.
La furia no estaba dirigida a Nina, ni siquiera a la situación, sino a sí mismo. ¿Cómo él, Salomón Al-Sharif, el León de Dubái, un hombre cuyas decisiones calculadas habían construido un imperio, había permitido que esto llegara tan lejos? ¿Cómo había caído en su propia trampa enamorándose?
Tomó su teléfono y abrió la aplicación de ajedrez, buscando refugio en la lógica implacable del juego, en un mundo donde cada movimiento tenía conse
