En ese momento, las lágrimas amenazaban con formarse en sus ojos, ardientes y pesadas, pero Nina las contuvo con fiereza, tapándose la boca con una mano temblorosa. El sabor salado de su angustia se quedó atrapado en su garganta. No podía permitirse el lujo de derrumbarse ahora, no cuando necesitaba que cada rincón de su mente funcionara con la precisión de un reloj suizo. El pánico, ese viejo conocido, en su vida comenzaba a trepar por su espalda como dedos fríos y húmedos. «¿En serio? ¿No te acordaste de lo que dijo el médico? ¡Qué tonta eres, Nina!» La voz de su autocrítica resonaba en su cabeza con la crueldad que solo uno mismo puede infligirse. Sus pupilas, dilatadas por la oscuridad y el miedo, escudriñaban la penumbra de la habitación como si buscaran una salida a un laberinto in

