―¡No, claro que no! ¡No me puede gustar!―se sentó y abrazó sus piernas mientras miraba hacia la ventana panorámica que ofrecía una vista espectacular del Golfo Pérsico. Las aguas cristalinas se extendían hasta el horizonte como un tapete de diamantes líquidos bajo los primeros rayos del sol matutino.
El aire acondicionado susurraba suavemente en la habitación, manteniendo la temperatura perfecta, pero Nina sentía un calor extraño recorriéndole la piel, un cosquilleo. Sus mejillas aún conservaban el rubor de los momentos íntimos compartidos con Salomón, y sus labios, hinchados por los besos intensos, palpitaban con un eco del placer recién experimentado.
Luego, como una ola que rompe contra la orilla, le vino otro déjà vu tan poderoso que la hizo estremecerse. Cuando Salomón la había carg
