Era el polo opuesto de la piel áspera y descuidada de Driztan, quien se bañaba cuando le daba la gana y cuyo aliento rancio la había hecho apartarse instintivamente tantas veces. Ambos permanecieron en silencio, cada uno sumido en pensamientos que no se atrevían a compartir, en sensaciones que escapaban a la capacidad limitante de las palabras. Y por primera vez en su vida adulta, Salomón Al-Sharif experimentaba una extrañeza desconocida, un desconcierto frente a las reacciones que esta mujer sencilla provocaba en él. Una parte de su mente analizaba con frialdad habitual este nuevo escenario: quería poseerla de todas las formas imaginables, explorar cada centímetro de su cuerpo con una minuciosidad que bordeaba la obsesión. Pero simultaneamente, surgía un impulso desconocido, un deseo in

