—¡Hey, tú! ¡Muchacho alto! —llamó con voz cascada pero sorprendentemente firme—. Ven, ayúdame por favor a subir las escaleras, te lo imploro. Tengo un calambre. Ven, ven, ayúdame por favor. Salomón se volteó de inmediato, maldiciendo internamente su descuido. «Ah, mierda»― pensó, evaluando rápidamente sus opciones. La anciana lo miraba con expectación, con su mano arrugada extendida hacia él en un gesto suplicante. Rechazarla sería sospechoso, especialmente en un edificio donde todos parecían conocerse. Con una resignación apenas disimulada, Salomón se acercó a ella. —¿Puedo cargarla? —preguntó, ajustando su voz para que sonara más grave y áspera—. Debo irme pronto. —Sí, sí, claro que sí, hijo —respondió la anciana, con una sonrisa que revelaba varios dientes faltantes. Salomón, a re

