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1656 Palabras
BLAIR La noche se traga el camino como si quisiera devorarme a mí también. Conduzco con las manos tensas sobre el volante, los nudillos blancos, mientras el silencio del auto se vuelve insoportable. Mis pensamientos viajan una y otra vez hacia Clove, mi hermana menor. Pienso en llamarla, en escuchar su voz dulce, aunque sé que seguramente ahora está en el baile de otoño, riéndose con sus amigas, disfrutando de lo que yo ya dejé atrás hace tiempo. Ella merece eso: alegría, brillo, inocencia. Yo… yo solo soy la sombra que se preocupa demasiado. Suspiro, dejo el celular a un lado, descarto la idea. No puedo asfixiarla con mi miedo. En cambio, vuelvo a marcar el número de Tobin. Nada. Ni un maldito tono de respuesta. La pantalla se ilumina con su nombre una y otra vez, pero él no atiende. Últimamente todo entre nosotros se ha vuelto intenso, desgastante. Me pregunto si es amor o simplemente una cadena disfrazada de afecto. No lo sé. Lo único que sé es que lo necesito, aunque me aterre admitirlo. La carretera se abre y finalmente la mansión de los Young aparece al fondo, iluminada tenuemente por los faroles que vigilan su entrada. Me estaciono frente a la fuente de mármol, pero un detalle me corta la respiración: un auto elegante, n***o, de lujo, que no pertenece a ninguno de los miembros de la familia de Tobin. Reconozco cada coche de esta casa como si fueran míos. Ese no lo es. Frunzo el ceño. Bajo del auto y el aire nocturno me golpea con su frialdad. Camino con pasos seguros hasta la puerta principal, lista para entrar como siempre lo hago, sin anunciarme, pero me topo con algo extraño: está cerrada con llave. —¿Qué demonios…? —susurro para mí. El auto de Tobin está aquí, lo vi estacionado. Lo lógico es que esté dentro, quizá dormido en su habitación, como suele hacer cuando se aísla del mundo. Camino hacia la maceta de hierro fundido en la esquina del porche, busco la llave de repuesto escondida bajo la tierra seca y la encuentro enseguida. El frío metal me resulta más pesado de lo habitual cuando lo giro en la cerradura. La casa me recibe con un silencio extraño, denso, casi antinatural. Ni un televisor encendido, ni el tic-tac de los relojes antiguos que tanto odia su madre. Nada. Cierro la puerta tras de mí con suavidad, conteniendo la respiración. No pierdo tiempo en inspecciones: subo los primeros peldaños de la escalera rumbo a su habitación. Entonces lo escucho. Un gemido ahogado, femenino, cargado de un placer que me hiela la sangre. Me quedo inmóvil, como si mis pies se hubieran clavado en el mármol. Vuelve a sonar, más fuerte, acompañado de un golpe rítmico, de una respiración agitada. Me tiembla el estómago. Giro lentamente la cabeza hacia la estancia principal y avanzo con sigilo, cada paso sobre la alfombra parece gritar en mi conciencia. Cuando doblo el marco de la puerta, la escena me golpea como una bala directa al pecho. Tobin. Mi novio, está con el torso desnudo, la piel perlada de sudor, moviéndose con fuerza sobre una mujer que arquea la espalda contra el sofá. Una mujer madura, esbelta, de piernas interminables y cabello oscuro que le cae como un río hasta los hombros. Su rostro, iluminado por las lámparas tenues, me resulta tan familiar que el estómago se me revuelve: la profesora de música de nuestra universidad. El mundo se me viene abajo en un segundo. Un sollozo escapa de mi garganta antes de que pueda contenerlo. Tobin levanta la mirada, sus ojos marrones me atrapan con horror. —¡Mierda! —maldice, apartándose bruscamente de ella. La mujer intenta cubrirse con la manta del sofá, sorprendida, mientras yo doy un paso atrás, con el corazón hecho trizas. Me doy media vuelta. Necesito salir de ahí, huir antes de desmoronarme frente a él. Llego hasta el vestíbulo, pero su mano me atrapa con fuerza del brazo. —Blair, espera —el pecho de Tobin subía y bajaba debido al subidón de adrenalina. —¡Suéltame! —le grito, con la voz rota, sintiendo que el veneno de la traición me quema las venas—. ¡Vete a la mierda, Tobin! ¡No me toques! Tira de mí con violencia, obligándome a girar hacia él. Lleva solo los pantalones puestos, su pecho sube y baja agitado. Sus ojos están cargados de rabia y desesperación. —¡Escúchame! —ruge. —¿Escucharte? —suelto una carcajada amarga, con lágrimas ardiéndome en los ojos—. Te acabo de ver… con ella, Tobin. ¡Con ella! ¿Qué más hay que escuchar? Él aprieta los dientes, me sostiene con tanta fuerza que casi me duele. —Esto… esto es tu culpa, Blair. —Su voz es venenosa, cruel—. Te he esperado, te he dado todo, pero tú sigues poniéndome límites. ¡Nunca quisiste acostarte conmigo! ¿Qué esperabas que hiciera? Sus palabras son cuchillos que se clavan en mi pecho. —¿Mi culpa? —susurro con incredulidad—. ¡Eres un maldito cobarde! Si no podías esperar, al menos hubieses tenido la decencia de terminar conmigo antes de arrastrarme en tu mentira. —¡No me llames cobarde! —grita, con los ojos enloquecidos—. Tú no entiendes lo que es necesitar a alguien y que esa persona te cierre la puerta una y otra vez. —¡Porque no confío en nadie! —le respondo, la voz quebrada—. ¡Y acabas de demostrarme por qué! El silencio cae por un instante, lleno de odio y dolor. Sus labios se curvan en una sonrisa amarga. —No eres más que una roca sin sentimientos, Blair. Pareciera que estás seca por dentro. Esa frase me desgarra de una manera que no esperaba. Levanto la mano y, antes de pensarlo dos veces, mi palma se estrella contra su mejilla. El sonido seco del golpe resuena en la mansión vacía. —Te odio —susurro, con la garganta ardiendo. Y salgo corriendo, escapando de su agarre, de sus ojos, de su traición. El aire frío me corta el rostro cuando llego hasta mi auto. Con manos temblorosas busco las llaves en mi bandolera. Entonces, mi celular vibra. Veo la pantalla: mamá. Contesto de inmediato. —¿Mamá? —¡Blair! —su voz suena histérica, rota—. ¡Tienes que venir al hospital ahora mismo! Tu padre y yo vamos en camino. Me quedo congelada. El aire abandona mis pulmones, un escalofrío me recorre de pies a cabeza. —¿Qué… qué pasó? —mi voz apenas es un susurro. —Es Clove —solloza ella—. Tu hermana… ha tenido un accidente. Está grave. Siento que el mundo se parte en dos bajo mis pies. Cuelgo y subo, el volante se me escurre de las manos, pero reacciono, arranco el auto y conduzco a toda velocidad. Las luces de la carretera se convierten en líneas borrosas mientras mi mente solo repite lo mismo: lo sabía. Algo malo iba a pasar. Cuando llego al hospital, corro hacia la recepción. Veo a mis padres hablando con una enfermera. Mamá se sostiene de papá como si fuera a desvanecerse. Me acerco de inmediato. —¿Qué pasó con Clove? —pregunto, jadeando. La enfermera me mira con expresión seria. —El doctor saldrá enseguida para explicarles la situación. Mamá rompe a llorar, papá la abraza, intentando consolarla. Cinco minutos eternos pasan. Mi celular vibra sin cesar: llamadas, mensajes de Tobin. No los leo, no los atiendo. Es veneno, y no quiero más veneno. Finalmente, un doctor con bata blanca se acerca. —Familia Evans —dice, con voz grave—. Su hija fue atropellada cerca del campus universitario. Al parecer, un guardia de seguridad la encontró en el suelo, inconsciente y con una hemorragia considerable. La rectora llamó de inmediato a emergencias. Mamá se tapa la boca con la mano. —Actualmente, presenta traumatismo craneoencefálico severo, múltiples fracturas en las costillas y contusión pulmonar. La operación para estabilizarla fue un éxito, pero debemos esperar. Su estado es crítico. Las próximas horas son decisivas. Pero deben prepararse, su columna recibió severos golpes, por lo que es muy seguro que no vuelva a caminar, si sobrevive. Mamá solloza con fuerza, hundiéndose en el pecho de papá. Yo siento que la piel se me eriza. ¿Qué hacía Clove fuera de la escuela a esa hora? ¿Por qué? A ella le gusta el baile, y ahora… no lo volverá a hacer nunca. Me dejo caer sobre una de las sillas de metal, sintiendo que la sangre se me hiela. Las horas se arrastran en la sala de espera. Miro el reloj una y otra vez, hasta que mi celular vibra con un mensaje de un número que no tengo registrado. NÚMERO DESCONOCIDO: Sé quién quiso matar a tu hermana. MT. Las respuestas las encontrarás en Kins Jefferson. Un escalofrío me atraviesa el cuerpo entero. ¿Matar? La palabra me quema los ojos. Antes de que pueda reaccionar, el doctor vuelve a aparecer con un rostro sombrío. —¡Doctor! —exclama mi madre con voz queda—. ¿Cómo se encuentra mi hija? —Lo siento mucho —dice, negando con la cabeza—. Hemos hecho todo lo posible, pero su hija entró en coma. El mundo se congela. El aire deja de existir. Me quedo de pie, inmóvil, mientras un pensamiento oscuro, frío, se instala en mí como un veneno inevitable: Los hombres cometen errores porque se creen invencibles. Los asesinos cometen errores porque creen que nadie los descubrirá. Pero la moralidad es un disfraz inútil frente al dolor. Yo descubriré quién intentó arrancarle la vida a mi hermana, aunque tenga que convertirme en aquello que más temo. Porque si el mundo es lobo, entonces yo también aprenderé a aullar.
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