Capítulo 1 ⚔️

1432 Palabras
Las olas del mar se mecían con una calma engañosa, una serenidad tan inusual que solo los guerreros más viejos y experimentados sabían desconfiar de ella. El mar no estaba solo; la quietud venía acompañada de una neblina densa que se extendía por todo el puerto, arrebatando la vista a cualquiera que se acercara. Era como un presagio enviado por los dioses que, hacía ya tantos años, habían abandonado aquellos reinos. Solo los ancianos conservaban memoria de esas señales. En la torre construida con roca pulida, erguida sobre el acantilado más alto de Valmeren, un hombre de bigote espeso y armadura de plata dormitaba sentado en una silla revestida con piel de res. Desde allí, en noches normales, podía observarse el horizonte; sin embargo, la niebla volvía inútil cualquier vigilancia. Solo eran visibles las antorchas de los soldados en las zonas bajas y, de vez en cuando, la luz temblorosa de alguna casa de las costureras que vivían junto al mar. Aquellas mujeres trabajaban hasta pasada la medianoche y apenas dormían unos minutos antes de levantarse al canto del primer gallo para retomar sus labores domésticas. A esas horas, la mayoría del pueblo descansaba profundamente; Valmeren, con sus dos mil trescientos habitantes, se sumía en la tranquilidad que traía la madrugada. Horas antes habían celebrado el festival de la cosecha y de la lluvia; por ello, no era extraño ver hombres borrachos tirados en las calles de piedra, abrazados a botellas vacías mientras dormían. También había perros peleándose por los restos que el carnicero había desechado esa mañana y gatos discutiendo sobre los tejados de madera. El viejo guardián de la torre tenía los párpados pesados. Una joven del pueblo lo había visitado y lo dejado satisfecho… y sin monedas. Él no lo lamentaba; a su edad, consideraba que era un intercambio justo. Comercio por placer no era nada extraño en aquellos tiempos. Finalmente, sus párpados cedieron, y se quedó dormido, roncando suavemente. Mientras él descansaba, una flota de barcos avanzaba hacia el puerto, ocultos por la neblina. Eran navíos enormes, coronados con dragones de platino en sus proas. Sus tripulantes, hombres de cuerpos colosales cubiertos con pieles para repeler el frío, ardían en furia. Venían a reclamar lo que le habían arrebatado a su rey. Y pagarían la ingratitud con sangre. Los barcos chocaron contra el muelle, haciendo crujir las viejas tablas. Los guardias que patrullaban se sobresaltaron al ver siluetas emergiendo de la bruma. Uno de ellos buscó apresuradamente su cuerno de alarma, pero una flecha de punta acerada atravesó su cabeza antes de que lograra hacerlo. El joven que lo acompañaba se quedó paralizado. Valmeren siempre había sido un reino pacífico: pequeño, sin riquezas que justificaran una invasión, con su mayor tesoro siendo sus tierras y su familia real. Cuando intentó huir, un látigo lo atrapó por la pierna y lo arrastró sobre la madera astillada del muelle. Cuando finalmente se detuvo, vio el rostro del guerrero que lo había capturado. La vejiga del muchacho cedió ante el terror; cerró los ojos, esperando su fin. —Este no es un guerrero —murmuró el invasor. Lo tomó del cuello y lo arrojó dentro de su barco—. ¡Será mi esclavo! El joven cayó inconsciente. —Señor, ¿cuáles son sus órdenes? —preguntó otro soldado, un hombre de ojos negros y una cicatriz cruzándole la frente. El líder, Kaelrik Draven, sonrió con frialdad. —Disparen las flechas bañadas en aceite. Nuestro rey desea sangre… y ustedes saben cómo es. A su lado, una mujer de cabello rubio oscuro soltó una risa sombría mientras preparaba sus espadas cortas. —No le gustan las guerras fáciles —dijo, esperando a que la lluvia de flechas iluminara el camino hacia el castillo donde se escondía el bastardo que había osado robar al Rey de Asterfell. Solo un necio provocaría a ese hombre. Un necio o un suicida. La primera flecha cayó sobre una casa, y la madera ardió con rapidez, como si esperara ser devorada por el fuego. En cuestión de segundos, las campanas de emergencia resonaron, el pueblo despertó entre gritos y los soldados corrieron al puerto. Pero cuando llegaron, los invasores ya estaban allí. —¡El Rey de Asterfell exige que le devuelvan lo que le robaron! —gritó Kaelrik. Sacó su espada, la alzó y rugió: —¡Asesinen a esos ladrones bastardos! Los hombres de Asterfell avanzaron con un frenesí salvaje. Espadas chocaron contra lanzas, el fuego se extendió como agua desbordada y las calles se llenaron de gritos, humo y sangre. Aquella noche, Valmeren cayó en caos. En el castillo, el Rey Aldren Valmeren despertó sobresaltado por las alarmas. Al asomarse al balcón, vio su ciudad envuelta en llamas. Ordenó a su servidumbre prepararle la armadura y su esposa, la Reina Seraphine, lo besó en la frente. —Volveré con victoria, mi reina —prometió él. —¿Qué ocurre, hermano? —preguntó el Duque Marcellus, entrando medio dormido, cubierto apenas con una bata amarilla. Al ver el fuego desde la ventana, el color abandonó su rostro. —¡Vístete! Debemos defender nuestro hogar. —¡Esos no son invasores comunes! —escupió el duque—. ¡Son guerreros de Asterfell! —¿Qué dices? —preguntó Seraphine, rodeada por sus doncellas temblorosas—. Siempre hemos tenido buenas relaciones con Asterfell. Sus telas son de primera calidad; les hemos dado frutos a cambio… Marcellus evitó su mirada y huyó a su habitación. Los guardias reales se formaron detrás de Aldren; era hora de defender a su gente. Mientras tanto, el duque abrió su armario y sacó una cuerda vieja que envolvía una gema de tormenta. La había robado del mismo palacio de Asterfell, durante una fiesta en la que todos, incluso los guardias, estaban ebrios. Había sido fácil colarse gracias a una amante que trabajaba en la nobleza. Desde que vio la gema, quedó obsesionado con ella. Pero nunca imaginó que lo descubrirían. O que vendrían por él. Aldren luhó con valentía en las calles, pero los soldados de Asterfell eran ágiles, brutales y sorprendentemente fuertes pese a llevar solo pieles ligeras y cuero. En un instante, una sombra gigantesca cayó frente a él, obligando al rey a retroceder. El enorme enemigo sonrió, dejando ver una cicatriz que atravesaba su rostro. —¡Eres el rey de Valmeren! Tu vestimenta te delata. Los guardias reales intervinieron, pero sabían que no tenían oportunidad. —Nuestro rey quiere lo que es suyo —bramó el invasor—. Si lo devuelves, quizá perdonemos a tus hombres. Si no… bañaremos tus calles en sangre. —No entiendo… —jadeó Aldren, presionándose una costilla herida—. No tengo pertenencia alguna de su rey. —Mi señor, no lo escuches —dijo un guardia—. Son bárbaros. Inventan excusas para atacar. El invasor lanzó una daga que atravesó la garganta del soldado que había hablado. El rey gritó al verlo caer, su sangre desbordándose como un río oscuro. Supo entonces que no podía ganar. Supo que su deber era salvar a los demás. Hincó una rodilla en la tierra. —¡Detente! Te daré lo que quieras. Solo… solo deja de matar a los inocentes. Es gente noble. Te lo imploro. El enorme hombre rio y lo arrastró de la armadura hasta el castillo. —¡Duque de mierda, ven a ver lo que provocaste! —vociferó Kaelrik. El pueblo observó aterrado desde ventanas y balcones. La Reina Seraphine llegó impulsada por corrientes de aire, su poder elemental rodeándola como un velo tempestuoso. —¡Quita tus manos de mi marido! —rugió. Una ráfaga de viento lanzó a los invasores por el suelo. Las doncellas aprovecharon para llevar a Aldren dentro del castillo. Pero la segunda lluvia de flechas impactó contra la barrera de aire. La tercera, bañada en fuego y veneno, logró atravesarla. Seraphine cayó. Sus hijas lloraron desgarradas. Kaelrik avanzó satisfecho… hasta que un rugido poderoso quebró el cielo. Un dragón n***o descendió entre llamas, derribando las murallas con un solo exhalar. La bestia aterrizó, provocando pánico absoluto. Todos sabían la verdad: solo un ser en Asterfell poseía ese poder. El dragón cambió de forma, la piel reemplazando escamas, el fuego plegándose en sus huesos. Cuando la transformación terminó, Lorian Drakenhart Von Asterfell, el Rey Dragón, estaba de pie con una capa cubriendo su cuerpo humano. Nadie se atrevió a respirar. Su mirada era fuego contenido, furia hecha carne. —¿Qué debo hacer —preguntó con voz profunda— con un reino que se atreve a robar… aquello que me pertenece?
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