Capítulo 1

2700 Palabras
1 Quinn McCaffrey, Oficina Central de Noticias 9 —Me enteré de que mide casi dos metros y medio. Ellen usaba una brocha suave para empolvarme un poco más la nariz y las mejillas, pero seguía distrayéndose con un cartel que colgaba del espejo del tocador de maquillaje junto a nosotras. —Todos miden dos metros y medio —dije. Y eran musculoso y condenadamente guapos. Y alienígenas. Tenía que esforzarme más en recodar eso. No estábamos hablando de chicos de la playa o de un equipo de jugadores de hockey. Este grupo ni siquiera era humano. —Me gusta este. Susan señaló un guerrero atlán que estaba de pie en el extremo derecho del cartel. Tuvo que haberlo cogido de la pared de dos pisos más abajo de nosotras. Allí se preparaban para filmar el programa de televisión Una cita con la bestia, o al menos lo intentaban, por tercera vez. El rascacielos alojaba varias producciones televisivas, pero el programa de telerrealidad del momento era lo único que nos había interesado. En la primera temporada, Wulf era el soltero. Encontró a su compañera, pero no entre las concursantes, pues era una maquilladora del set, y quizás por eso Ellen y Susan tenían esa mirada anhelante en sus rostros cuando miraban al grupo de chicos guapos. El segundo soltero, Braun, encontró a su compañera en una de las camareras del hotel. Ni siquiera habían empezado a grabar el programa cuando se la llevó al espacio. Debido a las quejas dentro del edificio, los productores no estaban entusiasmados con el progreso. Una cosa era que un hombre humano no sintiera conexión con una mujer, pero estos atlanes tenían bestias dentro de ellos que sabían exactamente lo que querían; cuando lo encontraban. Cosa que sí hacían, aunque no de la manera que el programa quería. Si bien Wulf y Olivia habían conseguido un índice de audiencia exorbitante, y habíamos hablado día tras día de su relación, si así se la podía llamar; había sido, sin duda, ARDIENTE. —Tiene el cabello n***o azabache —continuó, mirando el cartel con ojos soñadores—. ¿Ves esa sonrisa? Juro que mis bragas se prenderían fuego si me mirara así. —¿Ese cartel es de abajo? Me senté en la silla del tocador mientras intentaba estudiar las últimas impresiones de datos meteorológicos, haciendo todo lo posible por ignorar la plática de las expertas en cabello y maquillaje —y el glorioso cartel de no solo uno, sino cinco guerreros alienígenas muy atractivos—. Debido a los dos primeros incidentes en el programa, y luego de dos intentos fallidos de controlar a los alienígenas después de su llegada a la Tierra, los productores entendieron que sus bestias llevaban aquel nombre por una razón. Solo debían echarle una mirada a la mujer que querían y se acababa el juego, o el programa de televisión, ya que el rodaje tenía que detenerse. Una y otra vez. Aparentemente, estas bestias no creían en la negociación una vez que habían elegido a una compañera. Bastó con una mirada y todo terminó para Wulf y Braun. ¡Ay! Vaya mujeres tan afortunadas, siempre y cuando la atracción fuera mutua. Así había sido para Olivia y Ángela. ¿Pero si no? Bueno, esa era una caja de Pandora en la que no tenía ganas de pensar por el momento. Los productores de televisión agudizaron la inteligencia. Esta vez, encerraron a los cinco atlanes en este mismo edificio. No más hoteles para ellos. Ni siquiera se les permitía salir del set antes de que el programa comenzara. Había oído que la compañía de seguros del programa, así como sus anunciantes, habían amenazado con cortarles la pasta si esta vez no llevaban un romance a la pantalla. Las palabras claves eran «a la pantalla». No se había anunciado cuál de los cinco sería el último soltero, pero uno de ellos tenía que funcionar esta vez. —Bueno, dejaron esta impresionante obra de arte en el pasillo, ¿no? —Susan acababa de terminar con el cabello y el maquillaje del presentador, quien nunca hablaba ni se quedaba más de lo debido y se iba tan rápido como llegaba. Era un buen tipo, pero no estaba para charlas de chicas. No era como si pudiéramos hablar así cuando él estaba cerca. Susan limpió su tocador mientras hablaba—. Si no querían que alguien se lo llevara, no deberían haberlo dejado afuera. Contuve una sonrisa porque realmente no podía discutir. Disfrutaba mucho más del cartel en el tocador que si estuviera dos pisos más abajo. —Esos alienígenas son bonitos de ver —coincidió Ellen mirándolos soñadoramente. Susan suspiró como una colegiala enamorada, lo cual era el doble de gracioso porque tenía que estar en su sexta década y había estado casada durante cuatro de ellas. —Cariño, si no tuviera un marido esperándome en casa, bajaría ahora mismo y averiguaría si puedo provocarle la fiebre de apareamiento a una de esas bestias yo solita. —Bueno, yo estoy soltera, así que tal vez me desaparezca un rato después del trabajo —dijo Ellen con una risita mientras me aplicaba los toques finales de maquillaje. No pude evitar sonreír. Si no hubiera jurado alejarme de los hombres —humanos o alienígenas, no había diferencia para mí si tenían pene—, podría haber pensado en hacer lo mismo. Porque ella tenía razón. El atlán de cabello muy, muy oscuro que había elegido del cartel se llamaba Bahre, y había algo en él que hacía que todo mi cuerpo lo deseara, lo cual era un avance inoportuno. Había dejado Chicago atrás —y el programa de noticias nacional— por una razón. Ese motivo no había cambiado en el año que llevaba en Florida. Fruncí el ceño ante la idea. Los hombres de ninguna especie eran una opción en este momento. No, gracias. Trabajaba en el canal —y con Ellen— desde que me uní al equipo de noticias local, y ella sabía mis gustos. Siempre me tomaba este tiempo para repasar los datos meteorológicos una vez más mientras ella se ocupaba de mi cara y mi cabello. Odiaba titubear en cámara, especialmente porque mi parte de la transmisión era en vivo. La charla sobre el último soltero me hizo pensar en aquel atlán atractivo —sí, en Bahre— que había visto más temprano en el vestíbulo en lugar del frente frío que se había situado al sur de la ciudad. Y por frente frío, quería decir alrededor de los veinte grados centígrados. El canal donde trabajé previamente estaba en Chicago, una ciudad donde el clima cambiaba constantemente, así que las temperaturas sostenidas del sur de Florida no eran tan complicadas. Parecía que en la Florida o había sol y veintiséis grados o llovía como si las nubes quisieran ahogarnos. Levanté la mirada y miré a Ellen por el espejo. Tenía atrevidos mechones de color púrpura en su cabello rubio que coincidían con su personalidad. Traté de imaginarla con uno de los colosales atlanes. No, no podía hacerlo. ¿Pero imaginarme a mí con esa inmensa bestia llena de cicatrices y a la que había visto cuando venía al trabajo? Dios. Mis pechos se volvieron pesados y supe que mis nuevas bragas de encaje estarían empapadas. No me había visto, por supuesto, ya que estaba rodeado de fanáticas y guardias; aunque un alienígena tan imponente no necesitara a alguien que lo protegiera. Ellen malinterpretó mi mirada por completo. Afortunadamente. —¿Qué? —me preguntó con una sonrisa—. ¿Quieres bajar conmigo más tarde? Tú también estás soltera, señorita. Y eres hermosa. —No, gracias. Cuando vi a Bahre en persona, casi me tropecé en las escaleras. Prefería subir por ellas en lugar del ascensor porque me gustaba la manera en que mis pantorrillas se veían con tacones altos, y esa escalada de cinco pisos todos los días era lo más lejos que llegaba para hacer ejercicio. Hoy la pequeña ventana de vidrio que daba hacia el vestíbulo me había salvado de hacer el ridículo enfrente de ese dios del sexo alienígena. No volvería a acercarme a él o me vería como estúpida. —Vamos, Quinn —me insistió Ellen, pasándome una brocha grande por la cara una última vez—. Hay cinco atlanes guapísimos. No me digas que ninguno de ellos te derrite como mantequilla. Sus refranes sureños concedían con su marcado acento de Georgia. No pude evitar reírme. —¿Bahre? Ellen y Susan asintieron al mismo tiempo como muñecas cabezonas en un salpicadero. —Así que es Bahre, ¿verdad? Susan levantó las cejas y me dio esa mirada maternal de «sé lo que estás pensando». —Bahre, ¿eh? —preguntó Ellen y luego se encogió de hombros—. Vale. Puedes tener a Bahre, yo me quedaré con uno de los otros. Parecía que íbamos a dividir a los alienígenas sexis como si escogiéramos compañeros de golf. Abrí la boca para protestar, porque esto era simplemente una tontería, pero ella se acercó con la brocha de brillo labial en la mano y me calló al poner otra capa sobre mis labios. —Oh, no, no lo hagas. Vendrás conmigo a echar una ojeada. Tenemos nuestros pases para entrar en el edificio. Le debemos a las mujeres de todo el mundo el ir hasta allá y babearnos. Y tampoco vengas con la charla de «no puedo estropear mi cabello» —añadió Ellen—. Todo el mundo se despeina y suda en momentos excitantes, incluso «la reina del hielo, Quinn McCaffrey». Fruncí los labios que ella acababa de pintar. El apodo poco favorecedor venía de mi tiempo en Chicago. No era porque hiciera el segmento meteorológico para el canal nacional de noticias, sino porque hacía unos años un exnovio había hecho públicos nuestra ruptura y nuestro pobre desempeño en la cama, solo por egoísmo y falta de habilidad. Muy público. Muy, muy público. El arrogante actor, Jeff Randall, me había apodado «la reina del hielo» en una entrevista promocional en vivo en el mismo canal de televisión donde trabajaba. Tenía tanta clase como un burro. Y luego hasta tuvo el coraje de exigirme que me casara con él y decir que yo era de su propiedad. En sus sueños. Ya había pasado por eso. Así que me alejé, pero él me siguió. Todavía me seguía, a pesar de la orden de restricción. Susan y Ellen me miraban, por lo que me despejé la garganta y traté de recordar de qué diablos habíamos estado hablando. —¿Qué? —Me oíste. Si se te despeina solo un mechón, se convierte en una emergencia nacional. —No soy tan exigente con mi cabello. Ambas mujeres rodaron los ojos. Resoplé. —Vale, no me gusta cuando está desprolijo. Pero solo estoy tratando de proteger tu trabajo duro —añadí exagerando un poco. Ellen se las arreglaba para hacerme ver hermosa en el trabajo todos los días, sin importar lo cansada que estuviera. Valoraba su talento. El hecho era que me gustaba verme lo mejor posible. Cabello. Maquillaje. Zapatos. Eran mi armadura contra el mundo. Cuanto mejor me veía, más segura me sentía. Ellen se rio poco convencida. —Buen intento, amiga. —Además, dijiste «echar una ojeada». No vamos a ir allí para tener sexo con ninguno de ellos —contesté—. Y me sorprende que pienses que soy tan sofisticada que no me gustaría un echar un polvo salvaje. —Eres sofisticada, pero no virgen —dijo Susan, mirándome de arriba abajo. Me preguntaba si todos estos arreglos me hacían parecer más una devoradora de hombres que una meteoróloga haciendo su trabajo en la televisión local. Bufé. No importaba. Estaba fuera del mercado. Sin hombres, sin amantes, sin sexo. No necesitaba ese tipo de problemas en mi vida. Mi vibrador no trataba de controlarme. Yo lo controlaba. Las dos seguían observándome, así que rodé los ojos. —No soy virgen. Me gusta el sexo como a cualquier otra mujer. —Vas a ir conmigo, Quinn. Quieras o no. Ellen aplaudió con sorprendente alegría considerando que el tema era mi vida s****l. Mi inexistente vida s****l. Había tenido una en el pasado, pero no era digna para ninguna clase de reportaje, eso era seguro. Ahora me daba cuenta de que cuando Don y yo habíamos estado saliendo, habría necesitado pararme frente a una pantalla verde y señalarle el camino a mi clítoris. El único chico con el que había salido después de él no había sido mucho mejor. En realidad, había sido peor. Estaba obsesionado, loco, y era la clase de chico peligroso por el que tenías que pedir una orden de restricción en la corte. Jeff Randall era un auténtico acosador. «Sí que sabes escogerlos», me quejé mentalmente. No, gracias. —Como el clima, estoy en periodo de sequía —admití. —Cariño, eres el desierto de Sahara —murmuró Susan. Me mordí el labio. —Bueno, un acosador ciertamente puede quitarle a una mujer las ganas de tener citas. Ambas mujeres se quedaron en silencio porque sabían que tenía razón. Los hombres habían sido unos idiotas e inseguros que no habían podido manejar el ascenso meteórico de mi carrera o unos acosadores. El último había sido demasiado, así que decidí dejar mi trabajo y mudarme al otro lado del país para alejarme de él. —Bueno, no estamos hablando de hombres de la Tierra, sino de Bahre. Quiero decir, está a otro nivel —dijo Ellen, volviendo a los guapos alienígenas. —¡Es de otro mundo! —agregó Susan, y no pude evitar reírme con ellas ante su tonto juego de palabras. —Si ese hombre quiere meterse en mis pantalones, me los quitaré por él —admitió Ellen. Sí, probablemente yo también lo haría. Los atlanes que habían enviado para el programa eran hermosos, sin lugar a dudas. Robustos. Enormes. Fuertes. Serios. Intensos. —Si no estuviera casada… —dijo Susan, sacudiendo la cabeza como si fuera una pena que estuviera enamorada de quien fue su novio de la secundaria. De pronto, un pasante del set asomó la cabeza en la sala. —¡Diez minutos! Su recordatorio hizo que mirara el reloj de la pared. Las noticias de la noche ya habían comenzado, pero mi segmento meteorológico iba a mitad del programa. Ellen roció un poco más de aerosol en mi cabello y luego me quitó la capa del cuello. Me miré una última vez al espejo para asegurarme de que todo estuviera en su lugar. Por supuesto que me veía guapísima. Ellen era muy buena en su trabajo. Un hecho que adorada y le había comentado al director cuando preguntó mi opinión durante su evaluación. Le habían dado un aumento y había hecho feliz a una buena amiga. Me puso una mano en el hombro, se inclinó y me miró en el espejo. —Vamos, admítelo. Solo entre nosotras. ¿Un chico con cicatrices como Bahre? Te estás preparando para lanzarte a ese galán. Rodé los ojos otra vez. Me paré y me volví para mirarlas. Con mis tacones altos me sentía empoderada y lista para mi segmento. —¿Alguna vez te has dado cuenta de que dices todas esas metáforas sureñas cuando te emocionas con algo? Cruzó los brazos sobre el pecho y dio golpecitos con el zapato mientras esperaba. Arrojé los brazos al aire y los papeles en mi mano se agitaron. —¡Vale! Es… increíble. Pensé que Wulf y Braun eran atractivos, pero tienes razón: esas cicatrices de batalla hacen que Bahre parezca peligroso, la clase de hombre que le daría una paliza a cualquiera que quisiera hacerte daño. Varonil, aunque no es un hombre. Él es… —Un alienígena —dijeron ellas al unísono. —Exactamente. Caminé hacia la puerta y la abrí, pero las miré por encima del hombro. —Y sí, mis bragas probablemente estallarían en llamas si alguna vez lo conociera en persona. No es lo mejor para la televisión en vivo. Susan se rio. —Yo pagaría por verlo, así que creo que estás equivocada. Me reí también. No podía evitarlo. —Las dos son unas alborotadoras. —Ya lo creo —reconoció Ellen, pero sonriendo, pues no parecía arrepentida en lo más mínimo—. Te veo después del trabajo. Vas a ir allí abajo conmigo. Hay cinco de ellos, necesito una compañera. —De ninguna manera. Me guiñó un ojo y supe que estaba en problemas. Era solo un par de años más joven que yo y no quería que bajara sola. Era demasiado peligroso. Ella lo haría. Era soltera, divertida y linda, y se merecía encontrar la felicidad, incluso si era con un alienígena. No podía decir que no. —Te daré cinco minutos y luego nos vamos de ahí —le ofrecí—. Y lo digo en serio: cinco minutos. Aplaudió de alegría mientras me marchaba. Atravesé el laberinto de pasillos hasta el estudio principal y esperé entre bastidores por mi señal. Tenía que hacer a un lado todos los pensamientos de ese hermoso alienígena. Era la hora del espectáculo.
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