Me escabullí sin intentar siquiera acercarme a ella. Regresé al día siguiente, y en la puerta me comunicaron que la señora Haldin se encontraba mejor. La criada me contó que mucha gente —rusos— había pasado por allí, pero la señorita Haldin no había querido recibir a nadie. Quince días después, al hacer mi visita diaria, se me invitó a entrar y encontré a la señora Haldin sentada en su lugar de costumbre, al lado de la ventana. A primera vista cabía pensar que nada había cambiado. Observé desde la puerta el perfil familiar, cuyos contornos se habían afilado y teñido con la palidez propia de una persona inválida. Pero ninguna enfermedad justificaba la transformación de los ojos negros, que ya no sonreían con esa dulce ironía. Los levantó al darme la mano. Distinguí la edición del Standard

