El sol de Miami me golpea mientras conduzco mi auto deportivo por calles laterales, evitando la avenida principal. Nadie puede verme buscarla; nadie debe enterarse de que estoy aquí. Cinco años han pasado, pero mi corazón y mi mente no la han olvidado. Cada kilómetro me acerca a Alya Marchesi, la mujer que sigue dominando mis pensamientos, a pesar del tiempo, de las familias, de la distancia. La veo aparecer por una puerta lateral de su oficina. Camina sola, con la elegancia y seguridad que siempre la caracterizó, pero noto algo más: su postura tensa, los hombros ligeramente encogidos, como si llevara un peso invisible. Mi pecho se aprieta. —Alya —susurro para mí mismo mientras estaciono el auto a distancia—. Hoy no puedo esperar más. Ella se detiene al escuchar mi voz. Sus ojos marrone

