Criáronle con regalo y exquisitos cuidados, pero sin mimo. D. Baldomero no tenía carácter para poner un freno a su estrepitoso cariño paternal, ni para meterse en severidades de educación y formar al chico como le formaron a él. Si su mujer lo permitiera, habría llevado Santa Cruz su indulgencia hasta consentir que el niño hiciera en todo su real gana. ¿En qué consistía que habiendo sido él educado tan rígidamente por D. Baldomero I, era todo blanduras con su hijo? ¡Efectos de la evolución educativa, paralela de la evolución política! Santa Cruz tenía muy presentes las ferocidades disciplinarias de su padre, los castigos que le imponía, y las privaciones que le había hecho sufrir. Todas las noches del año le obligaba a rezar el rosario con los dependientes de la casa; hasta que cumplió los veinticinco nunca fue a paseo solo, sino en corporación con los susodichos dependientes; el teatro no lo cataba sino el día de Pascua, y le hacían un trajecito nuevo cada año, el cual no se ponía más que los domingos. Teníanle trabajando en el escritorio o en el almacén desde las nueve de la mañana a las ocho de la noche, y había de servir para todo, lo mismo para mover un fardo que para escribir cartas. Al anochecer, solía su padre echarle los tiempos por encender el velón de cuatro mecheros antes de que las tinieblas fueran completamente dueñas del local. En lo tocante a juegos, no conoció nunca más que el mus, y sus bolsillos no supieron lo que era un cuarto hasta mucho después del tiempo en que empezó a afeitarse. Todo fue rigor, trabajo, sordidez. Pero lo más particular era que creyendo D. Baldomero que tal sistema había sido eficacísimo para formarle a él, lo tenía por deplorable tratándose de su hijo. Esto no era una falta de lógica, sino la consagración práctica de la idea madre de aquellos tiempos, el progreso. ¿Qué sería del mundo sin progreso?, pensaba Santa Cruz, y al pensarlo sentía ganas de dejar al chico entregado a sus propios instintos. Había oído muchas veces a los economistas que iban de tertulia a casa de Cantero, la célebre frase laissez aller, laissez passer... El gordo Arnaiz y su amigo Pastor, el economista, sostenían que todos los grandes problemas se resuelven por sí mismos, y D. Pedro Mata opinaba del propio modo, aplicando a la sociedad y a la política el sistema de la medicina expectante. La naturaleza se cura sola; no hay más que dejarla. Las fuerzas reparatrices lo hacen todo, ayudadas del aire. El hombre se educa sólo en virtud de las suscepciones constantes que determina en su espíritu la conciencia, ayudada del ambiente social. D. Baldomero no lo decía así; pero sus vagas ideas sobre el asunto se condensaban en una expresión de moda y muy socorrida: «el mundo marcha».
Felizmente para Juanito, estaba allí su madre, en quien se equilibraban maravillosamente el corazón y la inteligencia. Sabía coger las disciplinas cuando era menester, y sabía ser indulgente a tiempo. Si no le pasó nunca por las mientes obligar a rezar el rosario a un chico que iba a la Universidad y entraba en la cátedra de Salmerón, en cambio no le dispensó del cumplimiento de los deberes religiosos más elementales. Bien sabía el muchacho que si hacía novillos a la misa de los domingos, no iría al teatro por la tarde, y que si no sacaba buenas notas en Junio, no había dinero para el bolsillo, ni toros, ni excursiones por el campo con Estupiñá (luego hablaré de este tipo) para cazar pájaros con red o liga, ni los demás divertimientos con que se recompensaba su aplicación.
Mientras estudió la segunda enseñanza en el colegio de Masarnau, donde estaba a media pensión, su mamá le repasaba las lecciones todas las noches, se las metía en el cerebro a puñados y a empujones, como se mete la lana en un cojín. Ved por dónde aquella señora se convirtió en sibila, intérprete de toda la ciencia humana, pues le descifraba al niño los puntos oscuros que en los libros había, y aclaraba todas sus dudas, allá como Dios le daba a entender. Para manifestar hasta dónde llegaba la sabiduría enciclopédica de doña Bárbara, estimulada por el amor materno, baste decir que también le traducía los temas de latín, aunque en su vida había ella sabido palotada de esta lengua. Verdad que era traducción libre, mejor dicho, liberal, casi demagógica. Pero Fedro y Cicerón no se hubieran incomodado si estuvieran oyendo por encima del hombro de la maestra, la cual sacaba inmenso partido de lo poco que el discípulo sabía. También le cultivaba la memoria, descargándosela de fárrago inútil, y le hacía ver claros los problemas de aritmética elemental, valiéndose de garbanzos o judías, pues de otro modo no andaba ella muy a gusto por aquellos derroteros. Para la Historia Natural, solía la maestra llamar en su auxilio al león del Retiro, y únicamente en la Química se quedaban los dos parados, mirándose el uno al otro, concluyendo ella por meterle en la memoria las fórmulas, después de observar que estas cosas no las entienden más que los boticarios, y que todo se reduce a si se pone más o menos cantidad de agua del pozo. Total: que cuando Juan se hizo bachiller en Artes, Barbarita declaraba riendo que con estos teje-manejes se había vuelto, sin saberlo, una doña Beatriz Galindo para latines y una catedrática universal.
-v-En este interesante periodo de la crianza del heredero, desde el 45 para acá, sufrió la casa de Santa Cruz la transformación impuesta por los tiempos, y que fue puramente externa, continuando inalterada en lo esencial. En el escritorio y en el almacén aparecieron los primeros mecheros de gas hacia el año 49, y el famoso velón de cuatro luces recibió tan tremenda bofetada de la dura mano del progreso, que no se le volvió a ver más por ninguna parte. En la caja habían entrado ya los primeros billetes del Banco de San Fernando, que sólo se usaban para el pago de letras, pues el público los miraba aún con malos ojos. Se hablaba aún de talegas, y la operación de contar cualquier cantidad era obra para que la desempeñara Pitágoras u otro gran aritmético, pues con los doblones y ochentines, las pesetas catalanas, los duros españoles, los de veintiuno y cuartillo, las onzas, las pesetas columnarias y las monedas macuquinas, se armaba un belén espantoso.
Aún no se conocían el sello de correo, ni los sobres ni otras conquistas del citado progreso. Pero ya los dependientes habían empezado a sacudirse las cadenas; ya no eran aquellos parias del tiempo de D. Baldomero I, a quienes no se permitía salir sino los domingos y en comunidad, y cuyo vestido se confeccionaba por un patrón único, para que resultasen uniformados como colegiales o presidiarios. Se les dejaba concurrir a los bailes de Villahermosa o de candil, según las aficiones de cada uno. Pero en lo que no hubo variación fue en aquel piadoso atavismo de hacerles rezar el rosario todas las noches. Esto no pasó a la historia hasta la época reciente del traspaso a los Chicos. Mientras fue D. Baldomero jefe de la casa, esta no se desvió en lo esencial de los ejes diamantinos sobre que la tenía montada el padre, a quien se podría llamar D. Baldomero el Grande. Para que el progreso pusiera su mano en la obra de aquel hombre extraordinario, cuyo retrato, debido al pincel de D. Vicente López, hemos contemplado con satisfacción en la sala de sus ilustres descendientes, fue preciso que todo Madrid se transformase; que la desamortización edificara una ciudad nueva sobre los escombros de los conventos; que el Marqués de Pontejos adecentase este lugarón; que las reformas arancelarias del 49 y del 68, pusieran patas arriba todo el comercio madrileño; que el grande ingenio de Salamanca idease los primeros ferrocarriles; que Madrid se colocase, por arte del vapor, a cuarenta horas de París, y por fin, que hubiera muchas guerras y revoluciones y grandes trastornos en la riqueza individual.
También la casa de Gumersindo Arnaiz, hermano de Barbarita, ha pasado por grandes crisis y mudanzas desde que murió D. Bonifacio. Dos años después del casamiento de su hermana con Santa Cruz, casó Gumersindo con Isabel Cordero, hija de D. Benigno Cordero, mujer de gran disposición, que supo ver claro en el negocio de tiendas y ha sido la salvadora de aquel acreditado establecimiento. Comprometido éste del 40 al 45, por los últimos errores del difunto Arnaiz, se defendió con los mahones, aquellas telas ligeras y frescas que tanto se usaron hasta el 54. El género de China decaía visiblemente. Las galeras aceleradas iban trayendo a Madrid cada día con más presteza las novedades parisienses, y se apuntaba la invasión lenta y tiránica de los medios colores, que pretenden ser signo de cultura. La sociedad española empezaba a presumir de seria; es decir, a vestirse lúgubremente, y el alegre imperio de los colorines se derrumbaba de un modo indudable. Como se habían ido las capas rojas, se fueron los pañuelos de Manila. La aristocracia los cedía con desdén a la clase media, y esta, que también quería ser aristócrata, entregábalos al pueblo, último y fiel adepto de los matices vivos. Aquel encanto de los ojos, aquel prodigio de color, remedo de la naturaleza sonriente, encendida por el sol de Mediodía, empezó a perder terreno, aunque el pueblo, con instinto de colorista y poeta, defendía la prenda española como defendió el parque de Monteleón y los reductos de Zaragoza. Poco a poco iba cayendo el chal de los hombros de las mujeres hermosas, porque la sociedad se empeñaba en parecer grave, y para ser grave nada mejor que envolverse en tintas de tristeza. Estamos bajo la influencia del Norte de Europa, y ese maldito Norte nos impone los grises que toma de su ahumado cielo. El sombrero de copa da mucha respetabilidad a la fisonomía, y raro es el hombre que no se cree importante sólo con llevar sobre la cabeza un cañón de chimenea. Las señoras no se tienen por tales si no van vestidas de color de hollín, ceniza, rapé, verde botella o pasa de corinto. Los tonos vivos las encanallan, porque el pueblo ama el rojo bermellón, el amarillo tila, el cadmio y el verde forraje; y está tan arraigado en la plebe el sentimiento del color, que la seriedad no ha podido establecer su imperio sino transigiendo. El pueblo ha aceptado el oscuro de las capas, imponiendo el rojo de las vueltas; ha consentido las capotas, conservando las mantillas y los pañuelos chillones para la cabeza; ha transigido con los gabanes y aun con el polisón, a cambio de las toquillas de gama clara, en que domina el celeste, el rosa y el amarillo de Nápoles. El crespón es el que ha ido decayendo desde 1840, no sólo por la citada evolución de la seriedad europea, que nos ha cogido de medio a medio, sino por causas económicas a las que no podíamos sustraernos.
Las comunicaciones rápidas nos trajeron mensajeros de la potente industria belga, francesa e inglesa, que necesitaban mercados. Todavía no era moda ir a buscarlos al África, y los venían a buscar aquí, cambiando cuentas de vidrio por pepitas de oro; es decir, lanillas, cretonas y merinos, por dinero contante o por obras de arte. Otros mensajeros saqueaban nuestras iglesias y nuestros palacios, llevándose los brocados históricos de casullas y frontales, el tisú y los terciopelos con bordados y aplicaciones, y otras muestras riquísimas de la industria española. Al propio tiempo arramblaban por los espléndidos pañuelos de Manila, que habían ido descendiendo hasta las gitanas. También se dejó sentir aquí, como en todas partes, el efecto de otro fenómeno comercial, hijo del progreso. Refiérome a los grandes acaparamientos del comercio inglés, debidos al desarrollo de su inmensa marina. Esta influencia se manifestó bien pronto en aquellos humildes rincones de la calle de Postas por la depreciación súbita del género de la China. Nada más sencillo que esta depreciación. Al fundar los ingleses el gran depósito comercial de Singapore, monopolizaron el tráfico del Asia y arruinaron el comercio que hacíamos por la vía de Cádiz y cabo de Buena Esperanza con aquellas apartadas regiones. Ayún y Senquá dejaron de ser nuestros mejores amigos, y se hicieron amigos de los ingleses. El sucesor de estos artistas, el fecundo e inspirado King-Cheong se cartea en inglés con nuestros comerciantes y da sus precios en libras esterlinas. Desde que Singapore apareció en la geografía práctica, el género de Cantón y Shangai dejó de venir en aquellas pesadas fragatonas de los armadores de Cádiz, los Fernández de Castro, los Cuesta, los Rubio; y la dilatada travesía del Cabo pasó a la historia como apéndice de los fabulosos trabajos de Vasco de Gama y de Alburquerque. La vía nueva trazáronla los vapores ingleses combinados con el ferrocarril de Suez.