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¿Jugamos? Siempre a escondidas

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Blurb

Chelsea Wilson está desesperada por pagar una deuda millonaria que le dejó su padre al morir. Desentendida por completo de su nueva situación, cuando el mafioso más peligroso de la ciudad le exige su pago, se ve obligada a pensar en algo que le permita, al menos, pagar por cuotas su inmensa deuda. Su trabajo de simple contadora ya no es suficiente y tiene claro, que nada de lo que pueda encontrar de empleo extra, le alcanzará.

Una idea descabellada se le ocurre, pero en realidad, no tiene nada que perder. Conoce los “bajos mundos” y sabe cómo se mueven, así que intenta aprovecharlo.

Apuestas. Juegos. Distracciones.

Esos lugares depravados, donde los vicios son conflictivos y el libertinaje está a la orden del día, son su única oportunidad para salir de esta.

Chelsea se confía. A pesar de no ser novata. Y ese es su mayor error.

Un ocho de picas cambia su suerte, obligándola a cumplir lo que sea que él, Demian Tremblay, quiera de ella.

Ahora él no quiere solo dinero. Quiere jugar.

Un trato por diez noches completas. Cada noche, se entregará a ese hombre de rostro desconocido, por la alta suma de cien mil dólares. Eso es lo que vale su cuerpo y la confianza que deberá mantener ciega.

Chelsea no podrá ver, solo sentir.

Y como sabemos, la mayoría de las veces, el corazón siente lo que los ojos no pueden ver.

—¿Jugamos? Siempre a escondidas

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Capítulo 1. As bajo la manga.
La lluvia cae sobre mí, pero no me muevo. Me mantengo quieta, mirando fijamente la lápida gris que poco a poco se va humedeciendo, oscureciendo su opaco color. Podría pensarse que lágrimas de dolor se confunden con las gotas de agua que ahora empapan mi cuerpo; pero no. Estoy aquí porque nadie más en su sano juicio hubiera venido a despedir a Mathias Wilson, en su lecho de muerte. Nadie más que yo, su hija. Quien, a pesar de todas las malas acciones y los conflictos internos provocados por la ausencia de ese hombre que ahora yace a sus pies, no quiso que su paso a mejor vida quedara en la soledad de un cementerio; donde nadie asoma y solo el encargado de cubrir de tierra la sepultura, tendría la decencia de decir adiós. Pero aquí estoy. Con las pestañas húmedas, aunque no de llanto, tampoco de dolor. La frialdad en mi pecho nada juega con lo que debería sentir. Por momentos, mis dedos semi congelados se sacuden y dan indicios del inicio de un estímulo, pero nada sucede. Sigo mirando, con la misma poca nostalgia de siempre, el epitafio de quien algún día dijo que era padre, pero nunca lo fue. Sin ganas de permanecer en este lugar que me da grima, miro una última vez el nombre de mi padre y vagamente, hago un croquis en mi cabeza de la ubicación de su tumba. Pero a quién quiero engañar, en mis intenciones futuras no está, ni remotamente, considerar el hecho de regresar aquí. Hoy, ahora, cuando dé la media vuelta y me dirija a la salida, no será con el propósito de regresar. Camino sin ánimos a través de los panteones y cuando me acerco a la inmensa puerta de hierro que delimita el territorio, dos imponentes figuras me obstruyen el paso. Una alarma interior resuena con fuerza en mi cabeza y trato de mantenerme tranquila para evitar mostrar el miedo que atenaza mis sentidos. Al acercarme inevitablemente a esos dos gorilas que, me doy cuenta, vigilan mis movimientos, las ganas de correr en dirección contraria me embargan. —¿Con permiso? —murmuro, con voz baja y ronca. Y lo que pretendía que saliera como una orden que no dejara dudas, me sale como una pregunta que no cumple ninguna función. —¿Chelsea Wilson? —pregunta uno de ellos, en vez de acatar mi orden. La voz gruesa y turbia me estremece, aún más al decir mi nombre. ¿Será que me buscan a mí? No veo los motivos para que así sea, porque para nada me relaciono con este tipo de gente; pero Chelsea Wilson es mi nombre, de eso no hay dudas. Trato de negar mi identidad, podría hacerme pasar por otra persona en lo que me alejo lo suficiente de este lugar; sin embargo, el otro gorila, el que se mantuvo en silencio, alza una ceja. Supongo que su gesto es por la ironía presente en mi desafortunada intención de escapar. —Tienes una deuda con mi jefe. Una deuda que tienes que pagar. —¿Deuda? ¿Yo? ¿Tu jefe? —Hago preguntas sin parar, todas retóricas, y es que, cuando estoy nerviosa o molesta, reacciono así. Los gorilas asienten una vez y ponen en sus rostros una mueca de irritación. Mi parte más estúpida, esa que no se queda callada ni en los peores momentos, no puede evitar hacer acto de presencia. —Miren —resoplo, con evidente molestia—. Yo no sé quién carajos será su jefe, pero está más que equivocado. Nunca me he metido con gente de su calaña, precisamente, porque nada bueno puede traer relacionarse con gente como ustedes. Así que, no me jodan más y déjenme salir de una puta vez. Por lo menos, deberían respetar que estamos en un cementerio y que acabo de enterrar a mi padre. —¿Su padre era Mathias Wilson? Me quedo congelada. He aquí la razón de que estos dos me anden persiguiendo y que ahora exijan un pago del que no tengo idea. «Ay, papá, hasta después de muerto me sigues dando dolores de cabeza». Ya conozco mi destino y aún así, no pienso rendirme. Estos locos que reclaman una deuda, y que por puro milagro no reaccionaron a todo lo que dije antes, no me conocen y no saben lo terca que puedo ser. —Sí, era mi padre. —Levanto mi cabeza con altanería—. ¿Qué hay con él? —Pues su padre le debía a mi jefe una gran suma de dinero. Deuda que usted, como su hija, tiene que asumir —explica uno de ellos, el más comunicativo de los dos. —Yo no tengo que asumir nada, lo que mi padre debía se lo llevó a la tumba. No seré yo quien se joda en este juego. —No creo que tenga opciones, señorita Wilson. El que habla ahora es el otro, el que me alzó la ceja hace un rato. No obstante, el gesto que hace ahora no es tan inofensivo como lo fue el otro. Lleva su mano a la cinturilla de sus pantalones y por debajo de la chaqueta del traje que lleva puesto, se puede ver que carga un arma. Mi sangre abandona mi cuerpo y creo que caeré desmayada como un pollo, al ver como ese hombre sin escrúpulos insinúa lo que puede suceder de yo no ceder a su pedido. Trago saliva y no muevo mis ojos de la pistola. Nunca había visto un arma tan de cerca y debo decir, que era algo que quería permaneciera así. Mis manos se cierran en puños e intento normalizar mi respiración. Creo que no me quedará más remedio, que acompañar a estos dos señores y dejar que la suerte tome las riendas de mi vida. Espero, ruego, que ese tal “jefe” no tenga muchas expectativas con lo que yo pueda lograr y que podamos llegar a un entendimiento. Aunque desde ya tengo claro que, creer eso, sería demostrar mi ingenuidad. —¿Y si no quiero ir? —me atrevo una última vez, un último intento de escaquearme. —No será bueno para usted. Vuelvo a tragar saliva y asiento. Doy un paso cerca de ellos y uno de los dos, me empuja de mala manera para hacerme caminar al frente. Ganas me dan de voltearme y gritar, hacerle entender que a las mujeres no se les trata así, mucho menos si estoy siendo dócil ante su exigencia; pero nada lograría con eso, más que ver otra vez la pistola que me aterroriza. Me guían hasta una Minivan negra de cristales polarizados y al subir en la parte trasera, uno de los dos gorilas me cubre la cabeza con un saco n***o, para que no vea hacia dónde nos dirigimos. El miedo corta mi respiración y me arrepiento mil veces de haberme quedado sola en el cementerio. Tal vez, si me hubiera ido antes, a estos dos se les hubiera dificultado un poco más encontrarme. No obstante, ahora no es momento de pensar en lo que pudo haber sido de haber actuado diferente; es momento de planear una salida victoriosa en todo este embrollo. No entiendo del todo lo que sucede, tampoco espero nada bueno de lo que viene. Pero no pretendo rendirme tan fácil. Al menos, pelearé para buscar la forma de salirme de todo esto. A fin de cuentas, soy la hija de Mathias Wilson, el jugador de póquer más cotizado de Las Vegas. Y algo tuve que aprender durante mi vida a su lado. «Siempre hay que tener un as bajo la manga».

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