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Por ti, por mí, por ellos...

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¿Qué pasa cuando un policía es obligado a quitarle los hijos a una mujer acusada de maltrato por su propio esposo? ¿Qué pasará si este policía se da cuenta que fue engañado y que todo fue una trampa? ¿Qué pasará si este policía se percata que esa situación no fue más que la punta del iceberg de corrupción en su tan querida Institución? ¿Qué posibilidades hay de que, huyendo de la justicia, se encuentre de nuevo con la mujer a la que tanto daño le hizo?

Esto es lo que le ocurre a Camilo Espinoza. Después de tres años, sin querer, llega a refugiarse a la casa de Paola Donoso, acusada por su violento y poderoso marido de maltrato a sus hijos y la que había escapado de él.

Rolando Meneses, amigo y compañero de Camilo, trabaja para Bernardo Echeverría, el ex esposo de Paola, que la reconoce como la mujer de su jefe, por lo que Camilo y Paola deciden huir juntos, pues saben que él la delatará.

De aquí en adelante, todo se torna confuso. Por una parte, Camilo debe seguir reuniendo las pruebas en torno a la corrupción y a los oficiales vendidos a empresarios y políticos; y solo entonces se da cuenta que no solo existe corrupción, también trata de blancas, tráfico de drogas y otras situaciones que él ni siquiera imagina. Toda una telaraña que no solo implica a su Institución o a su país, es una red de varios años y que abarca más lugares de los que se imaginan.

Una historia donde el amor, la familia y la justicia son puestos en jaque por hombres sin escrúpulos, cuya única motivación es el dinero y el poder.

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PARTE I 1.- Escapando
CAMILO No puedo detenerme. Debo seguir huyendo. De eso depende mi vida. Fui traicionado por mi compañero y ahora debo escapar. —¡Mierda! —resoplo desesperado, y con espanto veo que el camino se termina; sin darme cuenta, me había metido a un callejón sin salida. Miro hacia todas partes en busca de un lugar seguro. No me queda tiempo. Apenas tengo unos pocos minutos de ventaja sobre mis perseguidores. No lo pienso dos veces y me encaramo a la pared que tengo enfrente. Si no hay un buen escondite en el patio, tomaré rehenes. No me queda opción. —Mierda, mierda, mierda —protesto en voz baja. Todo el mundo tiene cachivaches en sus patios, muebles, cajas, escombros... juguetes. Menos en esta casa en la que se me ocurrió meterme. Nada. Ni un solo papel. Nada. ¡Vieja conche...! No, no dije la palabra. Mi padre me enseñó a respetar a las mujeres y por él es que siempre cumpliría la promesa que me hizo hacer de nunca faltarles el respeto. Los seis metros de largo y los cuatro de ancho no me dan mucha seguridad, la puerta trasera de la casa está abierta y aprovecho de entrar. Si no puedo esconderme, intentaré escapar por el frente. O la dueña de casa tendrá que ser secuestrada. Así de simple. No permitiré que me cacen ahora que estoy tan cerca de la verdad. La música en un pequeño reproductor es lo único que da señales de vida. Desde el umbral puedo ver la casa completa. Al menos el primer piso. Todo está en un solo lugar. Es una vivienda básica del Estado donde living, comedor, cocina y baño se amontonan en dieciséis metros cuadrados. La puerta del baño se abre y yo me parapeto tras la pared que divide el baño de la cocina. La mujer no me ve, sube al segundo piso, corriendo, envuelta en una toalla. Tengo un poco de tiempo para salir de esa casa sin que me vea. Ella al menos. Me dirijo a la puerta de calle, pero, antes de abrirla, las luces de la torreta del auto de Rolando Meneses me detienen. Está afuera. Esperando por mí. ¡Malditos traicioneros y vendidos! Me devuelvo y entro al baño, que sigue con la puerta abierta, puedo sentir los pasos de la mujer que se acercan a la escalera. No tengo opción. Tendré que tomarla como rehén. Al exacto momento en el que ella pasa por la puerta del baño, salgo, la tomo por asalto y la arrincono contra la pared. Le cubro la boca con una mano, le sujeto el cuerpo con el mío y le aprisiono ambas muñecas con la otra. Alzo mis ojos a su cara y, por poco, la dejo escapar. Su rostro y sus ojos horrorizados son iguales a otros que conocí hace unos tres años, solo que estos son marrones y los otros eran de un extraño violeta. —No grite, no le quiero hacer daño —aseguro con la voz más suave que puedo imprimir. Es verdad, no quiero lastimarla, solo quiero un lugar seguro donde esconderme hasta que pueda salir y escapar. Ella asiente con la cabeza. —¿Con quién vives? —interrogo y suelto un poco mi mano para que me conteste. Ella no contesta, dos gruesas lágrimas corren por sus mejillas y mojan mi mano. Su terror es evidente. ―No te preocupes, no te voy a lastimar, tampoco quiero hacerle daño a tu familia, solo quiero estar seguro de que nadie dará mi ubicación. Mi corazón late desbocado ante esa mujer que me recuerda demasiado un pasado que esperaba volviera un poco después. No ahora. ―¿Con quién vives? ―repito. ―Sola —contesta en un hilo de voz. ―¿Seguro? ¿No hay un marido? ¿Hijos? ―No. ―Espero que no me mientas. ―Vivo sola y usted debería saberlo bien —espeta casi molesta. Ya no llora. Su frente tiene dos arrugas de enojo, sus cejas están casi juntas; sus ojos, entrecerrados, emiten miedo y odio; sus mejillas, pálidas, me demuestran lo atemorizada que está; sus labios los siento en mi palma, húmedos, cerrados, y su mentón tiene un leve temblor que me provoca culpa. Terminada esta inspección a su rostro, ella baja la vista. La dejo libre. Algo me dice que no escapará de mí. —Usted me quitó a mis hijos —me refriega en la cara, intenta no demostrar su miedo, lo que no logra. Yo le doy la espalda y cierro los ojos. Sí, no me había equivocado, esta mujer es Paola Donoso. ―¿Yo te los quité? ―pregunto con recelo a la respuesta, no quiero admitir que sé muy bien quién es ella. Abro los ojos y ella está justo frente a mí, eleva su mentón para enfrentarme. Si se colocara de puntillas, quizás su rostro quedaría cerca del mío, sin embargo, su cabeza quedaba justo debajo de mi cara.  ―Sí, mi exesposo, un tipo con mucho dinero y poder, me acusó de abuso y usted, como detective, lo corroboró y se llevó a mis niños con él, dejándome como a un perro atada a una silla —declara con lujo de detalle ―Estás distinta ―admito sin querer recordar ese instante. ―Usted también, no lo reconocí enseguida. Aparta su mirada de mí y se voltea. Viste tan solo una polera larga y pantuflas y puedo apostar que no lleva ropa interior. ―Las cosas han cambiado, vengo huyendo de la policía ―explico para olvidar el curso de mis pensamientos. ―¿Y eso? —pregunta interesada y gira su cabeza para mirarme. ―Fui traicionado ―respondo encogiéndome de hombros como si gran cosa―. Te queda bien el pelo corto, ¿qué les pasó a tus ojos? ―pregunto y me siento a la mesa, no soy capaz de mantenerme en pie. Estoy cansado, agotado de seguir huyendo y, encima, por haber venido a dar, precisamente, a este lugar.   ―¿Por qué se vino a meter aquí? ―Ella se sienta ante mí y clava su mirada de odio en mí―. ¿Usted cree que me interesa salvarlo de alguien? Usted se vendió y me arrebató a mis niños, ¿cree que tengo algo que perder? ¿Sabe cuántas veces he deseado morir y no he sido capaz de hacerlo? Si usted lo hiciera por mí, juro que se lo agradecería. Su voz natural e intensa me hace sentir una punzada de lástima por ella. Le había hecho daño, mucho, y estoy seguro de que ella nunca creerá que ese fue el punto de partida para lo que hoy estoy viviendo. Quise arreglar ese entuerto y por ello fui traicionado, así que ahora estoy huyendo como un delincuente cualquiera cuando hasta hace unos días era el comisario de mi división: Crimen organizado. Una verdadera ironía. El timbre nos sobresalta, sobre todo a mí. Ella aguanta el aire, yo la miro con desconfianza, ¿esperaba a alguien y no me había dicho? ―Debe ser alguna vecina ―me indica con voz temblorosa. ―No le digas a nadie que estoy aquí ―advierto, estoy seguro de que podría ponerme en evidencia en el momento en que lo quisiera, no le había mostrado un arma ni tampoco la había amenazado, no en un sentido formal. Paola alza el mentón, al parecer es un gesto característico de ella, y sale a abrir; yo me escondo tras la puerta, al menos así puedo amedrentar un poco a la dueña de casa. ―Doña Berta, ¿cómo está? ¿Pasó algo? ―saluda con voz demasiado alta antes de salir hasta la reja. ―Ando de pasadita, vecina ―responde una mujer de voz madura, una voz que me recuerda a mi antigua entrenadora―, le venía a decir que anda un delincuente por acá, lo mostraron en las noticias y como sé que usted no ve televisión ―censura la vecina―, le vine a avisar, además, usted siempre pasa con la puerta del patio abierta... Digo, para que cierre todo, dicen que es muy peligroso y la policía ya anda por acá, dicen que revisarán todas las casas, para que esté atenta y no la pille de sorpresa. ―Gracias, doña Berta, voy a cerrar todo enseguida ―responde con un leve temblor en su voz. ―La gente anda muy mala en estos días, hay tanto delincuente suelto, aunque los peores son los de cuello y corbata, ¿no? Con esos sí hay que tener cuidado. El silencio se torna incómodo. Quiero salir, quizás Paola me delató y ahora vienen por mí. ―Nos vemos, doña Berta, gracias. ―Cuídese y recuerde que van a pasar por todas las casas. Molesto silencio otra vez. La puerta se abre despacio. Yo cierro los ojos. Espero. El sonido del cerrojo me obliga a volver a la realidad. Paola me está observando, en su rostro hay confusión. Yo hago un gesto, no quiero demostrar lo vulnerable que soy en esta situación. Aunque la haya acorralado y la haya amenazado, sería incapaz de lastimarla. ―Creo que llegó algo tarde la recomendación ―comenta de mal modo. ―Gracias ―respondo lacónico. ―No lo hice por usted, lo hice por ella, tiene familia y aunque es la vecina "copuchenta" del barrio, la que riega todas las noticias, es muy querida, pues siempre lo hace por la preocupación por los demás. Como ahora. No podía permitir que la secuestrara igual que a mí. No digo nada. No sé qué decir. 

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