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QUÉDATE OTRA VEZ.

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Blurb

«¿A dónde vas cuando quieres escapar de ti mismo?»

Para April Backer, volver a Mar de las Pampas después de diez años no es fácil.

Su familia ya no es la misma.

Sus hermanos ya no son lo mismo.

Todos cambiaron después de esa noche de verano.

Y ella... Las secuelas de ese pasado hicieron que se alejara de la chica que alguna vez fue.

April regresa con preguntas y dudas bajo el brazo. Y está vez, hará lo que sea necesario para obtenerlas. Para obtener lo que alguna vez le privaron: aún si eso podría terminar de desmoronar todo a su alrededor.

Aún si eso termina involucrando al mejor amigo... De su hermano.

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Capítulo uno.
De vuelta en casa, es lo que pensé al tiempo que mantenía la mirada clavada a las vistas que tenía enfrente de mis narices. Respiré hondo, y aún así dentro del coche, podía sentir el olor de la sal del mar y... Ese olor. Ese olor típico de la playa que no sabía describir bien a qué olía, porque era una mezcla de varios componentes: como el sol que quema la arena, la gente alegre y con olor a sal que te queda en el cuerpo al haberse metido al agua, el mar celebrando la llegada del verano con sus olas rompiendo en la orilla. Y ahí estaba yo, después de diez años, volviendo a sentirlo compenetrarse en mis pulmones. Aún habiéndome ido hace diez años de aquí era como si también este lugar me diera la bienvenida. El lugar de donde tuve que despedirme a regañadientes para salvarme. Era extraño volver... Se sentía distinto. No sé si era porque hacían más de cuarenta grados a la sombra o porque yo ya no era una niña y me había acostumbrado tanto a Madrid que... No lo sé. Tal vez era porque la última vez que había pisado esa arena no había terminado del todo bien. Solté el aire contenido y me di cuenta que tenía las manijas de mi cartera aferradas con demasiada fuerza. Mis nudillos se estaban poniendo blancos. Unos golpecitos en el vidrio a mi costado me sacaron de mis propios pensamientos. Giré la cabeza y me encontré con la sonrisa resplandeciente de mi madre. Era mi señal de que tenía que bajar, así que tome el picaporte de la puerta y salí. Fruncí el ceño en cuanto el sol me dio de lleno en la cara. Joder, que calor. Ni una puta gota de aire fresco había. Supuse que la bienvenida que me estaba dando Mar de las Pampas era demasiado ardiente. —¿Necesitas ayuda?—pregunté caminando hacía la parte trasera del coche, donde estaba ella sacando una de mis maletas. —Ayúdame con la otra—pidió entre un resoplido al dejar una de ellas en el suelo. Se pasó la mano por la frente—No recuerdo haberte mandado a España con tanta ropa. Dejé la segunda también en el suelo. Observé rápidamente que ambas eran de color rosa, un color que detestaba pero que no pude rechazar cuando la tía Lía me las regaló en mi primer viaje a Mallorca. Me encogí de hombros. —Eso fue hace diez años, mamá. He crecido. —Lo sé, cariño—suspiró y puso los brazos en jarra contra sus caderas. Sus ojos me observaron detenidamente—No puedo creer que el tiempo haya pasado tan rápido. Estás hecha toda una mujer. Contuve la respiración por unos breves segundos y apreté los labios. El volver a este lugar hacía que los pensamientos salieran a flote como los cubitos de hielo en la bebida. A pesar de que quería mantenerlos ahí abajo, encontrarían la manera de subir. Así que simplemente asentí dándole la razón y esforcé una sonrisa. Sus ojos verdes irradiaron de lo que supuse era felicidad. Hacía tanto tiempo que no la veía en persona que tenerla enfrente también se sintió extraño. Una parte inconsciente de mi se había acostumbrado a la otra vida. Al otro país, a sus costumbres y su lengua. Volver a ver a mi mamá se sintió como si volviera a ver a una conocida de la urbanización. Había una especie de incomodidad en el fondo. —Será mejor que entremos, me estoy asando. Ella sacudió la cabeza, parecía metida en sus propios pensamientos. —Si, si. Tienes razón. Este calor es insoportable y ni siquiera ha empezado la temporada, ¿puedes creerlo? —Ni me lo menciones—murmuré. Terminé de rodear el auto para encontrarme entonces con la casa que había sido testigo de todos los años de mi niñez y casi adolescencia. Los dos pisos con los cuales estaba construida se alzaban ante mi, intimidándome. Me quedé quieta sin importar que el sol a medida que pasaban los segundos me iba quemando más la piel; no me importaba. Era un recordatorio masoquista de que, de nuevo, volvía. Apreté con más fuerza la manija de la valija. Vi que los ladrillos a la vista, que le daba la fachada a la parte de afuera, habían sido pintados con barniz. Estaban más brillantes. Y el césped de adelante también parecía haber sido cuidado con demasiado entusiasmo, el verde brillaba bajo mis zapatillas converse blancas. Era como si lo hubieran sacado de una revista de jardinería y lo hubieran colocado en el terreno. Todo estaba cambiado. Las plantas con diferentes macetas en el deck de madera, otras colgadas en las pocas columnas de adelante, había un nuevo camino de piedras que te llevaba colina arriba, donde estaba la entrada principal. Si, mi casa estaba hacía arriba. También había varias antorchas que prendían en las noches para iluminar más el lugar y un nuevo estacionamiento con techo de madera. Abajo de este había dos autos aparte del de mi madre, que se encontraba estacionado en la bajada. Volver a ver este lugar, volver a sentirlo, volver a olerlo... Era un revoltijo de emociones, de sentimientos encontrados. Unos cuantos recuerdos vívidos aún con diez años se instalaron en mi cabeza. Cuando solté un pequeño suspiro me dí cuenta de que mis labios habían estado temblando. Ya estás aquí, no puedes darte por rendida. Sinceramente, tenía ganas de huir. —¡April!—escuché el grito de mamá desde la puerta.  Obligué a mi cuerpo a moverse mientras rezaba por dentro que este día no empeorará. Pero para mi mala fortuna, como siempre sucedía, la cosa no fue para mejor cuando entré a la casa. Habían cambiado todo. Y cuando digo todo, es todo. La mesa que se encontraba antes de irme en el descanso al lado de la puerta había sido reemplazada por una más grande, de color n***o mate y varios cuadros lo decoraban por encima; cuadros donde estaban todos los integrantes de mi familia... Menos yo. Tragué duro mientras me acerqué a darles un vistazo. El cumpleaños cincuenta de mi padre, la graduación de la secundaria de Elliot, el primer cumpleaños de Sarah, el último cumpleaños de mi abuelo donde todos miraban a la cámara con una sonrisa de oreja a oreja... Yo no estaba ahí. Me sentí todavía más una extraña que estaban dándole un lugar donde alojarse. Un intercambio. Una extranjera que serviría de niñera. Solo que no era nada de eso, no era una desconocida. Era su hija. Cerré los ojos e intenté con todas mis fuerzas no hacer un comentario al respecto. Intenté no abrir la boca y echar unas cuantas broncas; ¿de qué iba a servirme? Yo no había estado y todo eso ya se encontraba parte del pasado. Yo había estado en la otra punta del mundo y ellos habían seguido sus vidas. Seguí recorriendo el pasillo mientras miraba las fotos colgadas en la pared derecha. Me detuve de golpe al ver, que de todas esas fotografías desconocidas para mi, había una que recordaba muy bien. Éramos los tres hermanos. Adam en lo alto de Elliot y yo, abrazándonos por los hombros. Ellos dos con los cabellos casi rubios, mientras que a mi ya se me estaba empezando a poner caoba como el de mi madre. Sonreí, apenas tenía menos de cuatro años. Elliot me llevaba dos y Adam cuatro. Los tres estábamos en la playa. Esa foto era una de las pocas donde yo aparecía. La única que daba la muestra al parecer de que yo existía. De que seguía viva. Se me instaló un ladrillo invisible en el estomagó. —¡Oh, dios mío! Me giré con una sonrisa de oreja a oreja en cuanto una voz que conocía demasiado bien lleno la sala silenciosa. Mi abuela estaba parada en el umbral de la puerta de la cocina. Al conectar miradas, pude ver que tenía los ojos brillosos y estos me recorrían sin poder creérselo. Se me ablandó el corazón. —Hola, abuela—saludé sin poder contener la emoción de verla de nuevo. La última vez que la había visto en persona fue en una navidad, hacía tres años, cuando decidió ir a pasarla con mi tía y conmigo. Se llevó una mano al pecho y ahogo una exclamación de alegría. Se acercó y apoyó sus manos ya arrugadas en mis mejillas. —Estás aquí—sonrío y apretó mi piel—¡Oh, cariño!¡Que hermosa estás! No puedo creerlo... Reí. —Se llama crecer—me pellizcó la nariz y fruncí los labios. Me llevé una mano a la zona. —Auch. —Seré vieja pero reconozco el sarcasmo, cielo. Te llevarás uno de esos cada vez que lo utilices conmigo. —Vale, lo siento. Mamá apareció entonces al bajar las escaleras. Nos sonrío y no pude evitar fijarme en la ropa de oficina que tenía puesta. —¿Volverás al trabajo? Asintió y al ver que no emití palabra, me miró con algo de nostalgia. Apoyo ambas manos en mis hombros. —La oficina es un terrible caos. He tenido que encargarme de más de diez renuncias en lo que va de la semana y las obras están tardando más de lo necesario—explicó con un suspiro cansador. Me dio un beso sonoro en la mejilla—Estoy feliz de que estés de nuevo en casa, cariño. Volveré antes de la cena, ¿vale? Y festejaremos tu llegada como es debido. Sonreí a medias. —Vale, de acuerdo—accedí sintiendo un gusto agrió en la boca—Trataré de descansar mientras. Esa respuesta pareció agradarle un poco más, porque sonrío mostrando sus dientes blancos y se alejó para tomar sus pertenencias. —¡Te quiero! Y en cuanto la puerta se cerró tras de ella, mi abuela volvió a hablar. —Estos años no han sido los más fáciles para ella—trató de justificar con un tono dejado. El solo hecho de saber que hasta ella sabía que no era así hizo que algo me atenazara el pecho. Me giré para volver a verla, frunció los labios en una mueca culposa—Pero ya estás aquí. ¿Tienes hambre? Asentí. Mi estomagó pareció retomar su rumbo y gruño en respuesta. —Bastante. Espera... ¿Qué es ese olor? Me separé de su cuerpo en cuanto un aroma que conocía demasiado bien envolvía el lugar. Ese aroma... Caminé hacía la cocina con rapidez y casi que me hecho a llorar al ver lo que había sobre la barra desayunadora. La abuela me siguió detrás. —Recién hecha para ti—dijo con una sonrisa. Parecía orgullosa de ver que esa tarta seguía siendo mi debilidad hasta ahora con veintitrés años. —Tarta de kiwi. j***r, abuela... No pensé que te acordarás. —¿Cómo iba a olvidarme de lo que le gusta a mi nieta favorita? Solté una carcajada mientras me sentaba en uno de los taburetes y apoyaba los brazos en la mesada. Vi atentamente como cortaba una rebanada, dejando salir el leve vapor que demostraba que hacía poco tiempo había salido del horno y lo ponía en un plato frente a mi. Luego sirvió dos tazas de café también recién hecho; mi abuela siempre había sido así. Sus comidas eran un viaje a otra galaxia. —Vale, que si lo escuchan los demás seré chica muerta —corté una rebanada y me la metí en la boca. Gemí de placer y cerré los ojos unos breves segundos antes de seguir hablando—¿Dónde están? —Adam está enseñando a los niños a... Mierda, siempre se me olvida. —Clases de surf—expliqué entre risas. Hizo un breve movimiento con la mano restando importancia. —Tu padre lo ha ayudado a conseguir un pequeño lugar en la playa para que abriera su propia tienda. La inauguró la semana pasada—dijo—Todavía no entiendo la diversión de meterse al agua y hacer maniobras raras, pero él parece feliz. —No son maniobras, abuela. Es un deporte. Hay mucha gente que se dedica a ello. Hizo una mueca de disgusto. —Más que deporte parece que estuvieran jugando con la muerte—masculla. El café entonces se me quedó trabado a la mitad de camino. Aferré con más fuerza de la necesaria la taza, mis dedos fueron cubiertos con lo caliente de la bebida, que tal vez era raro que tomara algo caliente con tanto calor, pero no era nada comparado con el ardor que empezaba a sentir por dentro. Sabía por defecto que mi abuela no era una persona que se callara la boca antes de opinar, sino todo lo contrario; los años no hicieron más que agrandar lo que sería algo grave para algunos y para otros una diversión. Para mi siempre había estado bien, creía que mientras se dijera lo que se pensara con respeto, todo era valido. Excepto esa mañana. Se hizo un silencio casi tenso entre las dos. No porque hubiera dicho algo malo, porque no, yo también creía algunas veces que el surf era algo peligroso... Si no por la fibra sensible que había tocado sin querer hacerlo realmente. Y por lo que significaba en nuestra familia la palabra muerte. Bajé la mirada y la sostuve en la tarta, que ya estaba fría. El color verde claro que reposaba arriba de la masa mostraba un ligero brillo. —Lo siento... No era lo que quería decir, cariño. Respire hondo. No iba a servir que dijera algo. Nunca había hablado después de aquel incidente aunque varias veces había tenido el impulso de abrir la boca y mandar a la mierda a unos cuantos, pero nunca sucedía; nunca lo llevé a cabo. Nunca alcé la voz. Simplemente... Dejé que las cosas se calmarán, se enfriaran... Tomó mi mano entre las suyas y apretó. Sabía, en el fondo, que era una de las únicas personas que nunca haría nada para lastimarme. Nunca podría haberme enojado con mi abuela, a decir verdad. —No tienes que pedir perdón, abuela—aseguré con una pequeña sonrisa. Ella me observó cautelosa. Di un apretón para refutar mi respuesta—No tienes que esquivar la realidad, ya no soy una niña. —Mi bella niña... Para mi siempre seguirás siendo esa pequeña con rulos de fuego. Sonreí. Solía llamarme así sobre todo cuando llevaba el pelo más largo. Todos lo hacían. Mi cabello había sido protagonista en casi toda mi existencia, antes de que me lo cortara. —¿Te gusta como me lo he cortado? —Se te ve diferente, menos peligrosa—guiñó un ojo con picardía. Rodé los ojos sin ocultar la diversión—Todavía no puedo creer que tú seas la única con ese color tan peculiar. Encogí los hombros. —Yo tampoco lo entiendo. Tal vez alguna genética de ante pasados. Tú sabes mucho de eso. Levantó ambas tazas vacías y las llevó al fregadero. —Mi mente de vieja ya ha borrado algunos recuerdos, cariño. Tendrás que revisar en los álbumes de fotos de parte de tu abuelo, puede que encuentres algo. Me bajé del taburete para llevar la tarta a la parte de arriba de la nevera. Me mordí el labio, saboreando todavía el gusto agrió de la fruta con lo dulce de la masa. —Tal vez en estos días, estaré sin planes así que... —¿Porqué no ayudas a tu hermano en el local? Le vendría bien una mano extra. Estoy segura de que te la pasarás bien. Me lo pensé. No sería mala idea si hablara con Adam. Tenía todo el verano libre, tal vez el ir algunos días a ayudarlo me serviría para volver a conectar con este lugar. —Pensé que ya tenía gente ahí. —Si, un par de amigos que necesitaban empleo, ya sabes—comentó al secarse las manos con el trapo de la cocina. Me dio una mirada cómplice—Pero siempre hay lugar para uno más. —Vale, lo pensaré. Encaminé hacía la ventana que daba al patio de atrás. Me encontré con miles de juguetes de distintos tamaños adornando el gran terreno que teníamos. Había muñecas, una casita de madera que solo alguien de la estatura de Sarah podría caber, una bicicleta rosa... Estaba segura de que si salía y buscaba, me encontraría aún con más cosas de ella. No había podido conocerla apenas nació, tampoco estuve en el embarazo de mi madre que fue siete años después, mucho menos cuando cumplió un año. Pero este verano si estaría para su octavo. Apenas había podido hablar con Sarah por videollamada. Ella sabía que tenía una hermana, sabía que quería conocerla y sabía que, de una forma media extraña, la adoraba; pero aún así seguía siendo un tanto desconocida en su vida. Había estado no estando. Era una niña hermosa, con los mismos rasgos faciales de mi padre y los ojos verdes pardos de mi madre. Era inteligente, extrovertida, divertida... Sabía manipular las palabras a su antojo siempre que quería algo y, claro, era la niña más consentida de la casa. Solo que yo nunca había podido ser parte de ese malcrío. La abuela pareció notar que me había quedado viendo los juguetes de mi hermana menor porque se acercó por detrás y aferró sus manos en mis hombros. Un movimiento para darme más confianza. —Está ansiosa por conocerte—aseguró con convicción. —¿Sabe? Me removí de sus brazos para verla a los ojos. Sabía a qué me estaba refiriendo. A si sabía la verdad de porqué su hermana no vivía con los demás. —Es muy pequeña para que pueda entenderlo—explicó suavemente—Tus padres decidieron decirle que te habías ido por estudios. Claro. Conocía esa mentira a la perfección. Y conocía a las personas que habían implementado que mentir era la única forma de proteger al otro. O por lo menos proteger a los demás, porque hasta ese día, tenía mis dudas de si realmente me habían protegido o, simplemente, habían querido alejarse de la hija fallida. Pero eso era algo que tenía muy en claro. Sabía que mis padres siempre habían actuado en vista a los ojos de afuera. Al qué dirán si se enteran, al qué dirán de sus hijos, de su estatus. Porque no era ningún secreto que nuestra familia era conocida por muchos y odiada por otros pocos. Mis padres, ambos arquitectos, habían hecho muchos trabajos importantes que terminaron con otorgarles bastante importancia, convirtiéndonos a todos en un apellido importante. Una etiqueta social elevada e importante. En esta ciudad todos sabían de nosotros. Suspiré. Obligué a mi interior calmarse y repetir varias veces que no valía la pena sentir rabia por lo que le habían ocultado claramente a Sarah. No era más que una cría. ¿Cómo se le puede explicar a alguien tan pequeño algo tan complicado? Ella tenía que vivir una vida normal, con sus hermanos unidos, sus padres unidos; una familia común y corriente. —Lo entiendo—aseguré en un murmuro bajo. Forcé una sonrisa y me escabullí de sus ojos interrogatorios mirando hacía la cocina—Iré a ordenar las maletas. ¿Precisas que te ayude en algo? Negó con la cabeza, todavía con una sonrisa que desconocía en su rostro. —Todavía puedo mover este cuerpecito—respondió moviendo un poco sus caderas. Reí—Así que puedes ir tranquila. Te llamaré en cuanto esté el almuerzo, ¿vale? —Vale. —¡Mierda! Solté de mala gana el suéter que tenía entre manos y lo lancé a la cama de una plaza que seguía estando en el mismo lugar de siempre. Si era cierto que muchas cosas habían cambiado, una de ellas mi antiguo ropero; ya no entraban mis prendas. Ni siquiera la mitad de ellas. Pasé por alto el hecho de que cuando tenía trece llevaba otro cuerpo mucho más esbelto. Por lo tanto, la ropa era más pequeña. Resoplé logrando que unos ligeros mechones que descansaban a los costados de mi cara por el moño que llevaba se movieran y me quedé mirando un buen tiempo esas maderas unidas de color blanco tiza. Toda la habitación seguía igual que siempre. Nada parecía haber cambiado. Era como si la hubieran mantenido en el tiempo. Opté por buscar otra manera de colocar los montones de prendas que se hallaban encima del cubrecama lila. Si, tendría que cambiarlo en cuanto fuera al centro. Necesitaba hacer unas cuantas compras y re decorar este lugar. Tenía suerte de haber hecho unos cuantos ahorros o de lo contrario no podría haber tenido la confianza suficiente para pedirle a mi padre. No lo haría nunca. Sabía que ellos fueron los que le pasaban una cantidad desconocida a mi tía mientras vivía con ella, pero en cuanto cumplí dieciocho, no quise seguir con eso. Conseguí un empleo en una pequeña cafetería cerca de la casa y todo lo que ganaba, más las propinas, fueron al chancho que rompí al volver. Tomé algunos sueters y comencé a apilarlos. Tal vez no entrarían pero iba a ser más fácil para distinguirlos de las sudaderas. Me anoté mentalmente un nuevo placard. Una vez terminé una de las pilas, la tome entre mis brazos e hice todo el esfuerzo en meterla en una de las repisas. Empujé queriendo ubicarlos a la fuerza, pero uno se resbaló y los demás siguieron sus pasos para caer al suelo. Gruñí con frustración. Me agaché para volver a ordenarlos. —No me jodas—escuché una exclamación ahogada. Me sobresalté y, de nuevo, la ropa cayó. Pero esa vez no me importó y levanté la mirada rapidamente hacía la voz proveniente del umbral de la puerta. Adam me observaba con los ojos como platos, estupefacto. —¡Podrías llamar la proxima!¡Me has asustado! Él ni se inmutó con mi mal humor. Cortó la distancia entre ambos y me tomó entre brazos, para girarme en el lugar. Chille aferrándome a sus hombros. —¡Estás aquí!—comenzó a decir como si necesitara todavía terminar de creérselo—¡Has venido! —No me había dado cuenta—ironicé con una sonrisa en el rostro. Me bajó y volvió a abrazarme. No perdí la sonrisa mientras sentía la mezcla de mar, sudor y colonia contra su pecho. —No puedo creerlo... Mierda, Aps, no puedo creer que a la que estoy abrazando seas tú—aseguró con un tono emocionado. Me separé de su cuerpo algo humedo. Sus ojos verdes pardos desprendían un brillo de alegría. —Pues creetelo. He crecido. —Ya veo. No quedan más rastros de la delgaducha cabello de fuego—señaló en tono burlón. —Sigues siendo el mismo imbécil de siempre. —Si, bueno. Que haya crecido no significa que vaya a dejar de molestar a mi hermana menor. Eso es ley. Me crucé de brazos y entorné los ojos. —Pues puedes meterte esa ley en el culo. He vuelto y ten por seguro que estoy mucho más preparada para tus jugarretas. Sonrío ampliamente, sacudió la cabeza sin salir del todo de su trance de alucinación y tiró de mi brazo para rodearme con los brazos. —Estoy feliz de que hayas vuelto, Aps. Y sabía que eso lo decía enserio. Cerre los ojos lentamente, disfrutando del momento. Le dí mi respuesta en silencio abrazando su cintura. —Yo también. Los he echado de menos. Esa... Esa era una verdad a medias, claro. Pero Adam entraba en esa verdad. —Mamá me dijo que llegarías después de las tres de la tarde, lo siento. Si lo hubiera sabido antes...—se separó de mi por completo para poder verme. Negué con la cabeza, restando importancia. —Esa era la idea, pero el vuelo se adelantó unas horas. —Siento que haya tenido que ir ella a buscarte. ¿Porqué no me llamaste? —No quería molestarte—admití. Me giré para volver a retomar mi proposito con la ropa—Y en cuanto a mamá... Bueno, podría haber sido peor. Estaba demasiado entusiasmada. Recogí los sueters una vez más, ya estaba empezando a hartarme de esto y las ganas de dejarlo todo en una silla incrementaban a cada segundo. Pero no. Tenía que ser ordenada. Las dejé en la cama al tiempo que Adam soltaba una risa pequeña. —Si... Estuvo alterada toda la noche anterior por tu viaje. Alterada. Ansiosa. Entusiasmada. Eran palabras que se me hacían extrañas en cuanto a describir la actitud de mi mamá conmigo. No encajaban en nuestro diccionario. Pero supuse que, tal vez, estos años lejos la una de la otra habían servido para algo. Quizá no algo tan grande como lo que deseaba muchas veces, sobre todo cuando era más pequeña, pero no me quejaba. Si eso ayudaba en nuestra convivencia, mejor. —Ya veo—asentí—Le ha dicho a la abuela que quiere festejar mi llegada está noche. Solo espero que sea algo entre nosotros o me volveré loca. Adam se apoyó contra una de las puertas del ropero y suspiró sonoramente. —Lo reservado no va con mamá, lo sabes—indicó. Tenía razón. Mi mamá no conocía la palabra intimidad. Para ella siempre algo había que celebrar. Fruncí los labios y me pasé las manos por el rostro. Estaba agotada y apenas era el mediodía. Mi hermano mayor se acercó a mi y me tomo de los hombros—Pero no es importante ahora. Lo que sí es importante es que ya estás aquí, en casa. Y disfrutaremos del verano como corresponde. Como hemos hecho siempre. Escondí una sonrisa al tiempo que volvía a recordar todos esos momentos de los tres en la playa. Viendolo a él aprender a surfear, a Elliot nadar... Y a mí mantenerme sentada, respirando el aire y las buenas vibras que emanaban mis hermanos con sus alegrías, con un lienzo y pinturas. —¿Vienes del nuevo local?—pregunté, mirandolo con ambas cejas elevadas. Él se sentó en el borde de la cama donde no había ropa. Soltó un pequeño quejido culpable. —Sé que me debes odiar por no haberte contado... —No estoy del todo contenta con eso, para que lo sepas, peeeeero... No estoy molesta. Alzó la cabeza, mirandomé con cautela. Entornó los ojos. —¿Debería creerte? —¿Porqué no lo harías? —Eres la hermana menor y has cambiado; podrías estar mintiendo y no lo sabría. —Ya no soy la menor—lo corregí al tiempo que le lancé una sudadera a la cara. La agarró a tiempo—Y eso nunca lo sabrás. Es una ventaja que te llevaré de ahora en más. —Ya no estoy tan contento de que vivamos bajo el mismo techo. —Tendrás que vivir con ello. —Maldición—resopló. Solté una carcajada. Y mis niveles de entusiasmo subieron cuando la pila quedó impecable en la estantería. —¿Qué planes tienes para estos meses? Suspiró. Tiró de su cuerpo hacía delante para sentarse en el colchón. Los resortes de la cama rechinaron. Ya no estaba para soportar el peso de Adam. Menos teniendo en cuenta que esté medía más de uno ochenta y, aunque estaba bien entrenado, su masa corporal seguía siendo de contextura ancha. Un gen que sacó de mi padre. —Prentendo seguir con las clases a los niños pequeños. Esté verano hay muchos turistas y la mayoría son con hijos queriendo hacer todo tipo de actividades—comentó—Además, está la tienda. No hace mucho que la he abierto pero, va por buen camino. Le tengo fe. Asentí. —Verás que irá mejor de lo que crees. Tenlo por seguro. Sonrío y se levantó. No me había dado cuenta de que abajo de sus pantalones de playa llevaba su traje de color azul. —¿Y tú?¿Tienes planes? Dejé de hacer lo que estaba haciendo y me mordí el labio mientras negaba con la cabeza. Quise restarle importancia al hecho de que, en realidad, no tenía planes. No los había hecho. Ni tenía con quién hacerlos, además de quizá con alguno de mis hermanos, mi madre o mi abuela. Al lado de la vida activa de Adam, sentía que tal vez lo mío sería más... Solitario. Pero no me quejaba. Siempre había sido una persona introvertida. Mi hermano no. Y eso seguía estando bien. —Nada especial. Pensaba en ir a la playa por las mañanas, leer algunas novelas pendientes, visitar el centro... Ya sabes.  —Deberías venir a la tienda conmigo—sugirió. Y tuve una breve duda de si la abuela había tenido algo que ver con esa idea—Te la pasarás bien, hay personas que podrían llegar a agradarte y podríamos irnos con las tablas después del cierre. ¿Qué dices? Moví mi pie, indecisa. —¿Tendré que relacionarme? Rodó los ojos y me tomo de los hombros con una sonrisa burlona.  —Tienes que vivir la vida, Aps. Salir de tu zona de confort no siempre es malo. Tal vez el que hoy estés de nuevo aquí sea la oportunidad perfecta para hacerlo—me tocó la nariz con el dedo y se alejó hacía la puerta—Tengo que volver a las tres. Espero ver que estés lista para esa hora o juro que te pondré yo mismo el bañador. —No te atreverías... —Oh, si. Sabes muy bien que si. Hice una mueca de disgusto. —Por si no lo has notado, he crecido. Podría denunciarte. Rodó los ojos con diversión. —Eso no lo decías cuando te cagabas y tenía que cambiarte los pañales. —¡Era una bebé! No le dio importancia a mi clara indignación mientras empezaba a desparecer por el pasillo. —¡A las tres!—exclamó a lo lejos, terminando la conversación.

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