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El clímax de un millonario CEO, lobo, jefe.

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Blurb

Amy Steele es una empleada del café Blue Moon, ubicada en California. Pero, por las noches, se dedica a escribir relatos eróticos que dejan ver sus oscuras y atrevidas fantasías. Quiere convertirse en una gran escritora y vivir de sus libros en algún futuro.

Todo se vuelve un completo caos y entradas de pánico cuando, por error, le envía su relato a Matt Voelklein.

¡Y no es cualquier relato!¡Es uno inspirado en él y desde que lo conoció aquel día en el café no ha podido sacárselo de la cabeza!

La reacción del misterioso y enigmatico Matt Voelklein será el lanzamiento de una propuesta interesante para la joven e inocente señorita Steele.

Orden de la saga:

Soy una sugar baby.

Soy una sugar baby parte 2.

El clímax de un millonario.

Sedúceme si te atreves.

Sedúceme si te atreves parte 2

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Capítulo 1
Es lunes. El sonido insoportable del despertador me hace dar un respingo en el colchón.  Ocho y media. —¡Mierda! —mascullo somnolienta. Hago un gran esfuerzo por separar los ojos.  Demonios.  Me refriego los ojos con los puños cerrados y lanzo un bostezo, el cual retumba en todo el monoambiente. Veo a través de la única ventana que tiene mi piso que el día no se presenta soleado, brillante y celeste. Las nubes dominan aquel cielo porque se aproxima una gran tormenta.  Mierda, eso me provoca menos ganas de levantarme y comenzar mi día. Retiro las sábanas de mi cuerpo y las pateo hasta ver que llegan al borde del colchón. Me apoyo sobre mis hombros.  «Vamos, Amy, levanta tu estúpido trasero de la cama y ve a trabajar». Debo agradecer que mi trabajo se encuentra debajo de mi pequeño y bonito apartamento ubicado en California y que no tengo que tomar ningún autobús para dirigirme a él. Abro mis ojos por completo y miro hacia mi derecha al escuchar el ronronea habitual de mi gata Ronny, que se estira y ocupa la mayor parte de mi cama porque acaba de despertarse, pero no tiene ninguna intención de salir de ella. Ronny tiene el pelaje blanco y sus orejas, patitas y cola grises. Puede llegar a ser confundida con una gata siamés, pero ella y yo sabemos que no lo es, solo aparenta ser una. La adopté en un centro de adopción gatuno. Cuando la vi, fue amor a primera vista. Ella me observa con sus inmensos ojos azules. Tengo ganas de seguir durmiendo a su lado. —Debo ir a trabajar para pagar tu comida. —Me acerco a ella y le acaricio la pancita—. No cabe duda de que soy tu esclava.  Salgo de la cama de dos plazas, me pongo de pie, lanzo otro gran bostezo y me veo obligada a arrastrarme hasta mi baño para darme una ducha, cepillarme los dientes y hacer pipí. Termino de hacerlo y me encuentro un poco más despabilada gracias a la ducha. Salgo del baño con una toalla alrededor de mi cabeza y otra alrededor de mi cuerpo. Me preparo café y enciendo la televisión, justo en las noticias. Uh, atropellaron a alguien en la avenida Maiden Lane. Pobre señora. ¡Hurra! ¡Sigue viva! Me alegro por ella. —Y que Diosito le dé muchos cumpleaños más —le digo a la televisión contenta. Ya me he acostumbrado a charlar conmigo misma por las mañanas.  ¿Acaso estoy loca? Para nada, es sano hablar en voz alta de vez en cuando. Mientras desayuno unos tostados con café, pienso qué pantalón debo colocarme hoy. La cafetería Blue Moon queda debajo de mi monoambiente. Los dueños me alquilan el sitio a un precio razonable en una de las calles más transitadas de California, Santa Mónica. En verano se atasca de gente y en otoño e invierno las personas deciden visitar otros sitios lejos de la playa. Hoy es extraño ver cómo inicia el verano aquella mañana de junio con una gran tormenta de nubes pesadas y negras. Puede sentirse la humedad, sobre todo en mi cabello castaño. Me pongo mis vaqueros azules, los que me favorecen, mis converse negros, una camiseta manga larga blanca y por encima de ella un delantal verde que rodea mi cuello y mi cintura. Este tiene a la altura del corazón su logo; una taza pequeña de café humeante y por debajo de ella el nombre del sitio. Me dirijo al espejo de cuerpo completo que tengo colgado en una pared de mi casa y repaso mi aspecto en él mientras me recojo el cabello con mis dedos para hacerme una coleta alta. Acomodo mi flequillo hacia el costado y suspiro. Mis ojos grises parecen cansados y algo rojizos. No le doy importancia.  Trabajar duro me llevará lejos, solo es cuestión de encontrar algo mejor a qué dedicarme. —Eres lista, bonita y buena persona, nunca te olvides de ello, Amy Steele —me digo a mí misma.  Repito aquellas palabras que resultan ser un mantra para mí cada mañana. Procuro que mi gata tenga todo lo necesario para sobrevivir este día. Su arenero se halla del todo limpio y tiene comida y agua en sus cuencos, así que está todo bien para que sobreviva un día sin mí. Le doy un beso a la dormilona y me marcho. Cierro la puerta con llave antes de irme. Salgo directo al pasillo que da a la escalera para bajar directo a la calle. Mientras bajo, escucho que la puerta que da al otro monoambiente se abre y sale mi compañero Patrick, que se mueve con lentitud para ponerle llave a su casa. Se da cuenta de mi presencia y me saluda con la mano. Tiene los ojos marrones algo entrecerrados por el sueño, el cual aún sigue en su cuerpo. —Verte me dan ganas de vivir —me burlo y lo espero para que bajemos juntos. —¿Sabes qué me daría ganas de vivir? Un aumento de sueldo —me confiesa y empieza a bajar las escaleras conmigo. Él debe ir detrás de mí porque la escalera no es muy ancha que digamos. Patrick es alto, de cabello oscuro y de cuerpo delgado. —Debes agradecer que nos hacen un favorable descuento por vivir arriba de la cafetería y que nos den dos días a la semana libres —lo aliento para que no decaiga. —Me gustaría obtener una beca en la universidad y marcharme lejos. Estar trabajando aquí es como estar atascados, Amy. Aprieto los labios, que decaen hacia un costado. De cierta manera le doy la razón, pero cada quien tiene su visión en ello. Cada quien tiene su visión sobre la vida. —¿Sabes algo sobre la beca? —Trato de no tocar el tema laboral. Bajamos hacia la puerta que da a la calle, la cual él abre con su llave. Vivimos en dos monoambientes del sitio. Cuando sales al pasillo, debes bajar por la escalera para llegar a la puerta. No hay ventanas, pero sí ventilas. Las paredes no están pintadas, tienen un raro gris en ellas, y esa parte es iluminada por un foco que cuelga en lo más alto del techo. Incluso las arañas de las esquinas te saludan con sus ocho patas si no limpias a menudo. Patrick es mucho más alto que yo y las mata con la escoba para que no me intimiden. Le tengo mucho miedo a las arañas. —No, aún no, pero sigo esperando la confirmación. La ansiedad a veces me gana y no me permite dormir por la noche; pienso en un futuro mejor para mí —contesta apenado y dirige su mirada hacia el cielo con los ojos bien abiertos—. ¡Demonios, qué clima tan perfecto! —exclama como si aquello le hubiera levantado el ánimo. —Eso significa que hoy no habrá muchos clientes y será un día muy tranquilo —le comento. Entrelazo mi brazo con el suyo y lo miro—. Será un gran día, Patrick. A las 10:35 a.m., el café tiene varias mesas ocupadas con clientes, quienes en vez de mirar los televisores colgados en las paradas con el canal de noticias puesto miran el clima a través de los grandes ventanales que dan a la calle asfaltada. Las palmeras se agitan un poco por la llegada de la gran tormenta. Mi turno es desde las 9:30 a.m. hasta las 2:00 p.m. Salgo e ingreso de nuevo a las 4:30 p.m. hasta las 7:00 p.m. Los fines de semana trabajan otras personas, pero de lunes a viernes trabajamos solo Patrick, Wendy y yo. Wendy es una compañera nueva que inició hace ya un mes y ha logrado desempeñarse a la perfección en el sector de caja. Es excelente para los números. Patrick y yo aún intentamos sacar las cuentas rápido y entregar todo a la perfección a los clientes. Él y yo hemos trabajado en Blue Moon hace ya dos años. Wendy es una joven de cabello n***o lleno de rastas largas decoradas con algunos anillos en varias de ellas, una piel pálida y unos ojos negros tan profundos como la noche. Es bellísima. Tiene tatuajes en los brazos y varias marcas de piercings en la cara. Cuando termina su horario laboral, vuelve a colocárselos. Tiene una perforación en la nariz, uno en el labio inferior y otro en su ceja izquierda. Es de baja estatura, delgada, joven y muy simpática. —Me encanta cuando todos ya tienen su café y puedo ver las noticias desde el mostrador sin que nadie me interrumpa —me confiesa. Deja caer su mentón sobre la palma de la mano con el codo apoyado en el mostrador y contempla a las personas gozar de su desayuno—. Este día es perfecto, es como si no trabajaras en realidad. —Digo lo mismo —manifiesto y observo lo mismo que ella—. Me gusta este clima porque no hay tantos clientes y trabajas sin estrés. Algunas gotas comienzan a caer sobre la vidriera y azotan el cristal poco a poco hasta que el cielo se rompe y por fin la lluvia cae. Llega para quedarse. Algunos clientes deciden marcharse al ver que el clima empieza a empeorar. Toman sus pertenencias con rapidez, dejan algo de propina sobre las mesas y se van hacia sus coches para desaparecer del café. Este sitio tiene un aire vintage; las sillas y mesas son de madera caoba oscura. Hay varias porque el lugar es amplio. Hay un sector de barras contra una pared y otras pegadas contra los ventanales inmensos. En las paredes de ladrillos a la vista y barnizados, dándole un toque más oscuro y brilloso, cuelgan plantas artificiales y otras que son de interior, como algunas marantas leuconeras, crotones, helechos frondosos y frescos, los cuales le dan un aire más natural a la estancia. Cuadros con frases motivadoras adornan los muros y hay un sector de sofás Chesterfield de cuero ecológico con sus respectivas mesas ratonas. Me gusta tener todo bajo control y que ninguna imperfección con respecto a la limpieza se me escape de las manos. Agarro un paño y un rociador para ir a limpiar las mesas desocupadas. Cuando camino en dirección a ellas, la campanita de la puerta suena y advierte que un nuevo cliente ingresó bajo la intensa lluvia torrencial que no logra opacar al ruido. Mis pasos se vuelven algo lentos y mi vista se centra en ese cabello oscuro. Él no tarda en echarlo hacia atrás para quitar algunos mechones empapados y pegados de su frente. Sus ojos grises, serios e inexpresivos, se ocupan de buscar algún lugar desocupado para sentarse. Creo que tiene un mal día, ya que parece estar molesto. Tiene unas cejas grandes y espesas, que por poco logran hacer que sus ojos pasen desapercibidos, pero sé que eso es imposible, pues no podrían ocultarse con facilidad. Encuentra un lugar, se sienta y afloja su corbata gris como si lo asfixiara, como si no quisiera saber nada de ella. Apoya su espalda contra la silla, cierra los ojos agotado y lanza un suspiro que indica que algo está mal en su vida. Al parecer, la silla le queda algo chica, dado que sus piernas están estiradas para más comodidad. Es alto, muy alto, y parece un muñeco sacado de las revistas de trajes para hombres. Incluso hasta el maletín que lleva en su mano parece carísimo. Su piel es blanca y su mandíbula es recta. En ella hay una barba muy pero muy rebajada. Casi imita una sombra. Nariz respingona y pómulos altos.  Es tan atractivo que se me ha quitado el aliento con tan solo verlo. Trago con fuerza. Mierda.  Gira hacia algún punto del sitio y sus ojos grises me encuentran. Se dio cuenta de que lo estudio. Mis piernas flaquean. Aparto la mirada con rapidez y me concentro en mi trabajo. «Concéntrate. Concéntrate, por favor». Dios. Llego a una mesa que está llena de pequeñas servilletas machucadas y una taza blanca vacía con restos de café en su interior, manchándola con su amarronado. Tomo una bandeja, desocupo la mesa para dejarla vacía y comienzo a limpiar con el trapo, no sin antes rociarla dos veces. No me atrevo a mirar hacia atrás porque sé qué él está allí. ¿Qué demonios me ocurre? Hombres como él no se fijarían en chicas como yo. ¿Por qué? No hay un por qué. Seguro ya tiene novia y debe ser preciosa. Debe ser la chica más afortunada del mundo. Centro mi atención en limpiar aquella mesa como si no lo hubiera hecho ya antes.  «Tranquila, Amy, es solo un cliente. Cuando se marche del café, no volverás a verlo y tus nervios se esfumarán». Tengo la maldita costumbre de ponerme así cada vez que ingresa un chico guapo al café. Sin embargo, debo admitir que aquel tipo destaca por sí solo. Miro por el rabillo del ojo para ver qué hace y lo único que logro ver es que está con su celular, con la mandíbula tensa y como si ocultara un gran enojo. Las venas de su cuello se le marcan, sus ojos están bien abiertos puestos en la pantalla de su iPhone y sus dedos teclean con gran agilidad. Que alguien se apiade de aquel que se encuentre detrás de la pantalla. Aún no ha tocado la carta y no tiene intenciones de pedir nada. Tengo el presentimiento de que solo ha venido para poder charlar tranquilo a través de su celular. Cuando termino de limpiar las mesas y me percato de que él sigue allí, sentado y enojado, me veo en la obligación de tener que preguntarle qué desea ordenar para desayunar. Me acomodo el cabello más de lo normal; arreglo mi fleco hacia un costado para que ningún mechón travieso haga una revolución en mi apariencia. Me aliso el delantal verde con las palmas de las manos y saco el anotador y un bolígrafo del bolsillo. Aunque sé qué con otros clientes puedo memorizar los pedidos sin problema alguno, con ese hombre tan intrigante tengo miedo de que se me olvide hasta el apellido. Tomo una bocanada de aire y me acerco a su mesa. —¿Señor? —Mi voz sale como un pitido y tengo ganas de darme una golpiza. El hombre levanta la mirada hacia mí, como si hubiese salido del trance que había entre el móvil y él. Pestañea un par de segundos con sus ojos puestos en los míos.  Me estremezco un poco al ver la profundidad de su mirada tan viril. Mierda.  «Concéntrate, Amy». —¿Puedo prepararle algo para desayunar? —logro preguntarle sin gesto alguno. ¿Acaso quiero demostrarle que no me afecta en absoluto? —Sí. —Su voz es gruesa, profunda, sonora y potente—. Un cortado, por favor. Trago con fuerza. Su gesto es tan frío que me sorprende que alguien sea así de distante. —¿Desea algo para comer? —Maldita sea mi voz cantarina—. Porque hay unos ricos brownies con los que podría acompañar su… Cuando veo que su pantalla se ilumina, mi voz se apaga poco a poco porque sé su respuesta antes de escucharla. —No, gracias. Solo el cortado. No me mira y sus palabras son tan filosas que ahora me siento incómoda por ofrecerle algo tan simple como un brownie. —Enseguida traeré su café, señor. —No puedo evitar apretar los labios al final de mis palabras. Apenas nota que me marcho a preparar su café.  Jamás odié tanto un celular. ¿Se imaginan que aquel tipo se hubiese tomado la molestia de mirarme y que hayamos tenido un flechazo de cupido? «¡Basta, Amy, ponte a trabajar!». Luego de regañarme a mí misma por llevarme una gran embestida contra la pared, voy detrás de la barra y me acerco a Wendy, que está muy tranquila atendiendo a un par de clientes. No me di cuenta de que entraron. Termina de colocar un par de vasos desechables con café dentro de las bolsas de papel y se las entrega con una sonrisa a dos ancianitos que suelen venir bastante seguido por aquí. —Sí, yo también lo vi —suelta sin mirarme y saluda con la mano a los dos viejitos. —¿Eh? —Me acerco a ella sin saber a qué se refiere. —Que vi cómo estabas mirando a aquel tipo de la mesa ocho, y no te culpo. —Me sonríe pícara. Ella también le ha echado el ojo—. ¡Su carita parece tallada! ¿Y viste sus brazos? —exclama por lo bajo. Me dirijo a la máquina y selecciono la parte de cortados, no sin antes poner una taza debajo de ella. Le sonrío a Wendy. Un calor inexplicable me sube a las mejillas. —Tu silencio significa afirmación —susurra. —¿Cómo llevarte la contraria? —La miro a través de mi hombro. —¿Señorita?  Me sobresalto al escuchar aquella voz. Cuando me doy vuelta, encuentro al hombre de traje detrás del mostrador. Él me escruta. No puedo evitar remojar mis labios, pues se han secado. Es imposible no ponerme algo nerviosa por su presencia. Intrigado, me mira con aquellos ojos grises que demuestran una frialdad que no puedo justificar. Apoya sus manos en el mostrador y espera una respuesta de mi parte.  No soy capaz de conectar la boca con el cerebro. —Quiero cancelar el café, ya que debo marcharme, pero ¿puedo pedirle un favor? Qué seriedad —Sí, por supuesto. —Apago la máquina y me acerco a él. Mete la mano en el bolsillo del interior de su traje y saca una tarjeta, la cual me tiende con dos dedos. Lo miro, analizo la tarjeta y luego mis ojos vuelven a los suyos. —Quería darle mi número para que me haga el favor de tener un café listo antes de que llegue cada mañana —me explica—. ¿Podría hacerlo por mí, por favor? —Frunce divertido sus perfilados y sensuales labios. «¡Amy, no le mires la boca!». Nuestros dedos se rozan un segundo cuando tomo la tarjeta. Me provoca una leve corriente que me recorre el cuerpo como si hubiera tocado un cable suelto.  Me siento una estúpida.  No puedo evitar mirar su nombre en la tarjeta blanca, de hoja muy gruesa y pequeña. Su nombre en n***o resalta.  Matt Voelklein. Debajo de él está su número de celular, el correo electrónico y una dirección. —Por supuesto, señor Voelklein. —Leo su apellido, lo observo y asiento. Intento sonar formal, y deseo sonar así, pero mi tono de voz es ronca y algo entrecortada. Voelklein, que apellido tan intenso como su presencia, incluso suena bien cuando lo digo. —Hágame el favor de enviarme un mensaje para que yo pueda agendar su número —me pide con tanta amabilidad que es imposible decirle que no. —Apenas pueda le enviaré un mensaje —le digo para que se quede tranquilo. ¿Por qué demonios me falta el aliento?  Asiente y deja un par de billetes sobre el mostrador para saldar el café que no bebió. Con una última mirada sobre mí, se marcha del sitio con su maletín y cruza la puerta de vidrio. Es cuando se marcha cuando mi respiración vuelve a la normalidad. El corazón me palpita con fuerza. No puedo dejar de mirar la puerta a pesar de que él ya no está. —¡Dios mío, te gusta! ¡Te he visto desde la cocina! La exclamación de Patrick no se hace tardar y me provoca un respingo. Se posa detrás de mí y me toma por ambos hombros con sus manos. —¿Qué? ¡No! Ruego que mi bobalicona cara no me haya delatado frente a aquel hombre. Patrick y Wendy cruzan miradas divertidas y yo pongo los ojos en blanco. —Te dio su número y no a mí —justifica Wendy y levanta las cejas varias veces. —Porque quiere su café listo antes de pisar el lugar y yo lo he atendido —contraataco. Dejo caer mi mejilla en la palma de mi mano y me apoyo en el mostrador—. Tiene pinta de ser un hombre muy ocupado. —Y sacado de una revista de modelos —agrega y no puede evitar echarse a reír—. Deberías enviarle tu número, así te agenda en su móvil. Tienes una gran excusa para crear un tema de conversación, ¿no crees? —opina ansiosa. —Lo haré más tarde. Yo también estoy ocupada. Me encojo de hombros y acomodo los folletos sobre el mostrador con las ofertas de la semana. Trato de refugiar mi desinterés en los folletos. Es muy claro: es un desinterés que no existe si se trata de aquel hombre. —Debo ir al baño —les aviso y me escabullo antes de que vengan más clientes. Aunque lo dudo, porque el clima delata que lloverá todo el día. Llego al baño de empleados después de sacarme el delantal y me encierro en él, no con una intención de hacer mis necesidades, sino con la intención de agendar el número de ese tal Matt Voelklein, que aún merodea por mi cabeza. Llega la noche y al fin me encuentro frente a la puerta de mi apartamento un poco empapada porque sigue lloviendo a cantaros. La abro luego de saludar con un abrazo a Patrick, mi gata viene a recibirme con su cola levantada y estira sus patitas en mi dirección. —Hola, bonita. —La tomo en mis brazos y cierro la puerta. Hogar, dulce hogar. Pongo algo de música, me preparo la cena y me sirvo una copa de vino. Cada tanto tengo que sacar a mi gata, que quiere subirse a la mesada y robarme alguna pata de pollo para la salsa, hasta que a lo último me convence y le pongo una en su tazón, que está en suelo. La gata, contenta, deja de acecharme y comienza a comer. Pico cebolla y morrón y opto por rayar una zanahoria para no dejarla morir en la nevera. Mientras la salsa se cocina, me siento en la cama con la copa de vino, me la llevo a los labios y miro un rato las r************* . Trago saliva. ¿Debería buscar a Matt Voelklein en **? Mmm, dudo que tenga uno.  La tentación de encontrarlo allí me gana y coloco su nombre en el buscador. Automáticamente una cuenta verificada con su nombre me salta primero. Demonios, ¿en serio tiene la cuenta verificada? ¡Esa insignia azul al lado de su nombre me lo indica! «Con que aquí está, señor Voelklein». Fotografías de viajes a Francia en las que no sale él, sino los diferentes paisajes bien editados; la Torre Eiffel, el Arco de Triunfo y el interior del Palacio de Versalles. Creo que Matt Voelklein tiene un gran fanatismo por las fotografías porque hay varias de diversos sitios y él no se halla en ellas. Tampoco hay rastros de amigos, novias o incluso de alguna mascota suya. Voy a la parte de etiquetados, donde tus conocidos te etiquetan en alguna fotografía que ellos suben. Es allí donde por fin puedo verlo junto a su grupo de amigos. Él está en un extremo. Viste una camisa tipo polo azul y tiene el cabello igual de largo como lo tenía hoy. Era de noche y había botellas de cerveza sobre una mesa de madera oscura. Es una fotografía sacada en algún patio trasero de una casa. Es un grupo de hombres amplios, muy apuestos, pero debo admitir que el señor Voelklein destaca entre todos ellos. Dejo el celular sobre el colchón y corro a ver si la salsa está lista. Llego a tiempo y la saco del fuego, pongo a hervir agua para los fideos y vuelvo a la cama para seguir con mi tarea de detective. Ya son más de las 8:30 p.m. y no sé si enviarle mi número al señor Voelklein para que lo registre y así asegurar que él me envíe un mensaje para que prepare su café. Bueno, por algo me lo ha dado, ¿no? Busco la tarjeta y agendo su número en mi celular. Listo, un paso ya hecho. Voy a w******p y decido enviarle un mensaje para que registre mi número. ¿Por qué estoy tan nerviosa?  «Relájate, tonta, es solo un mensaje». Me muerdo las uñas al entrar a su chat. Frunzo el ceño, no figura ninguna foto suya en su perfil. Trago saliva y empiezo a escribir. Ruego que mis dedos no me fallen y coloquen algo que me deje en ridículo. Amy Steele:  Buenas noches, señor Voelklein.  Soy la joven que lo ha atendido esta mañana en el café Blue Moon.  Le envió un mensaje para que registre mi número.  Saludos cordiales. Aprieto enviar y lo releo más de una vez. ¿“Saludos cordiales”? ¿En qué pensaba?  Cuando estoy a punto de borrar el mensaje antes de que lo visualice, es demasiado tarde. Él ya lo ha visto.

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