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Hechizo de Luna Sangrante (Saga Poder Lunar I)

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Saga Poder Lunar I (TERMINADA)

La "Luna de Sangre Azul" es un hecho de suma importancia para el mundo de las criaturas sobrenaturales ya que, esa noche, nace el nexo entre los mundos espiritual y terrenal y su protector: La Bruja Lunar.

Anabela Shiffer, mejor conocida en el mundo de las brujas como Iriabela Riwell, siempre supo que su destino era ser ese nexo, esa protectora para todas las criaturas que dependían de ella para estar a salvo de los espíritus malignos que rondan la noche y de aquellos que pretendían utilizar los mismos para fines ruines y destructivos en contra de la humanidad y el mundo sobrenatural.

Sin embargo, con ya veintiún años, aún no ha encontrado al guardián que, se supone, debe estar a su lado como su protector, no domina del todo su poder (ni una quinta parte de él) y, para colmo de males, en poco menos de seis meses habrá una Luna Sangrienta y corre el rumor de que, un grupo de cazadores, planean usar esa misma Luna para destruir definitivamente la cadena de reencarnación de la Bruja Lunar.

Nadie sabe cómo planean hacerlo puesto que, supuestamente, es imposible de realizar, pero más le vale prevenir que lamentar y apurarse a, no solo dominar su poder, sino también encontrar a su guardián y ponerse en búsqueda de los cazadores para detenerlos o, el mundo que hoy conocemos terminará y una era de oscuridad se alzará. Si eso pasa, la humanidad y el mundo sobrenatural estarán perdidos para siempre...

Portada by: Lyn_Alien.

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Prólogo
Noche de "Luna de Sangre Azul", un fenómeno astronómico que ocurre cada ciento cincuenta años y que, para los seres humanos no significa nada, pero es una de las noches más importantes para todos los seres que, para las personas, no son más que leyendas y mitos. Es noche de reencarnación, la noche en la que, el espíritu de la Luna se fusiona con una bruja de su elección y nace la nueva Bruja Lunar: el nexo entre los mundos y protectora de estos. Miró al cielo nuevamente: en cuanto la luz de la Luna se pusiera roja, el parto empezaría y ya no habría descanso alguno hasta que naciera. Gribela, madre y líder del clan de las brujas Riwell sabía que, cuando la pequeña diera su primer llanto, la luz roja pasaría a azul y los mundos sabrían que su protectora había nacido. Mas le preocupaba que no todos tuvieran buenas intenciones para con su pequeña: los cazadores, como cada vez que pasaba, estaban al acecho, esperando el momento de atacar, cosa que las había obligado a ocultarse en una cueva y no poder tener el parto en el hospital o, incluso, en su propia cama. No es que todavía vivieran como las antiguas generaciones: en el bosque en cabañas o cuevas, ocultos del mundo, sino todo lo contrario. Con las décadas, se adentraron en la sociedad y se involucraron en la misma, forjando así grandes cimientos para su r**a y, hoy en día, muchos de los miembros eran reconocidas personalidades como médicos, abogados, escritores, etc. La época de ocultarse de la humanidad ignorante había pasado ya hace mucho tiempo; hoy en día, caminaban entre los mismos como cualquier otro, con los mismos derechos y obligaciones, con aspiraciones y sueños propios... En pocas palabras, como si no fueran lo que en realidad llevaban dentro: magia. La cosa, sin embargo, podía estar peor y también mejor: contaban con todo lo necesario para el parto y el alumbramiento, estaban ocultas y a salvo y no faltaba mucho para que todo iniciara. Antes de que se diera cuenta, ya tendría a su hija en sus brazos y no podía esperar para poder sostener el amado fruto de su vientre contra su pecho, pero tristemente, su esposo no podía acompañarla ya que estaba cuidando el perímetro de su escondite: él, junto con otros tantos brujos, habían decidido que serían los que vigilarían todo mientras el parto se estaba dando; luego de que Gribela tuviera la visión de que, la niña que nacería esa noche sería la próxima Bruja Lunar, no podían arriesgarse a que los cazadores los encontraran. Aun así, ambos estaban con dolor en su pecho al no poder compartir esa experiencia: habían pasado años intentando tener descendencia sin conseguirlo cuando, una mañana hacía exactamente nueve meses, Gribela había notado algo extraño en su cuerpo; la noche anterior habían concebido una nueva vida y ahora, ésta crecía dentro de su ser. Pasando las manos por su abultado vientre, la bruja recordaba la felicidad de su esposo al momento de contarle la noticia de su embarazo: había estado tan feliz que no había podido controlar su poder y, cada objeto de la casa había comenzado a flotar y casi salido por la ventana. No pudo evitar soltar una risita al evocar la cara de felicidad y su actitud de "niño enloquecido" que había puesto cuando le mostró la prueba de embarazo positiva, hasta ella estaba emocionada hasta las lágrimas. Ahora, en la situación en la que se encontraba, podía entender la razón por la cual no había podido concebir antes: la Luna quería usarla como incubadora de su nueva forma física (por más mal que aquello sonara) y se sentía honrada y aterrorizada por esa misma razón ya que, su amada y ansiada hija, siempre estaría en peligro al ser quien era y quien sería hasta el día de su muerte. Sinceramente, esperaba que su guardián apareciera pronto y que fuera alguien que, realmente, pudiera cuidarla y protegerla; de él dependía gran parte de la supervivencia de ella y no estaba dispuesta a ponerla en manos de cualquiera. De repente, la luz cambió en el interior de la cueva y un dolor punzante le atravesó el cuerpo: había comenzado. Un grito desgarrador quedó atrapado en su garganta y la matrona corrió al encuentro de la futura madre. El dolor era insoportable y las lágrimas fluían por su rostro sin control alguno. Entre tanto, fuera de la cueva, Draigo (el marido de Gribela y futuro padre) notó el cambió de luz y la angustia que llevaba retenida por la fuerza de voluntad que presentaba, explotó en su pecho, obligándolo a tragar el nudo que se le acababa de formar en la garganta al saber que el momento estaba cerca, que el parto ya había empezado y que era cuestión de horas para que su hija diera el primer respiro de aire puro en este mundo. El miedo por ambas le corroía por dentro por más que lo disimulara: temía por la vida de su mujer y también por la pequeña criatura, su hija, que pronto estaría fuera del vientre protegido de su madre y expuesta a un mundo de seres que podían o no quererla y podían o no también ansiar hacerle daño. Un ser tan puro como sería su pequeña no debía tener que enfrentar semejante castigo, no se lo merecía. Sin saber que su mujer pensaba igual, su mente no dejaba de repetirle una y otra vez que ella siempre sería el blanco de todos los que tuvieran malas intenciones, que estaría en peligro las veinticuatro horas del día por ser quien era y eso no podía cambiarse, era algo inevitable. Su pequeña Iriabela, su niñita, nunca estaría a salvo y eso lo destrozaba por dentro: que su hija fuera la encarnación física de la Luna era un verdadero honor para él, pero también el peor de los horrores. ¿Qué podía depararle el destino a un ser como su dulce Iriabela? ¿Podría, alguna vez, estar segura en el mundo? Sin embargo, no importaba lo que hiciera o intentara hacer: en el momento en el que la luna se pusiera azul, toda criatura sobrenatural sabría de su existencia y no habría fuerza en este mundo que pudiera evitarlo. Pensar en el momento en el que se enteró de que sería padre, en el instante en el que su amada le había mostrado la prueba de embarazo con ese positivo... Había sido el hombre más feliz del mundo y lo siguió siendo a pesar de saber (más adelante) el destino que estaba escrito para su descendencia y la pesada carga que llevaría sobre sus delicados hombros por el resto de su vida. No importaba, él haría todo lo posible por mantenerla a salvo, por educarla y ayudarla a controlar su poder, a enseñarle a defenderse y a cumplir con lo que estaba escrito en el universo que sería la función que ella ocuparía a lo largo de su vida. Y estaría orgulloso de su hija a cada paso; sin importar lo que pasara, ella sería su orgullo hasta el último aliento que exhalara de su cuerpo y, aun así, lo seguiría siendo en el otro mundo, de eso no tenía duda alguna. Dirigiendo sus ojos a la brillante luna de color escarlata que coronaba el cielo con su sangrienta luz, respiró hondo en un intento desesperado de calmarse y transmitirle esa misma paz a su amada, que ahora mismo luchaba con los dolores que atravesaban su cuerpo como latigazos y sudaba profusamente por el esfuerzo que realizaba al ahogar sus gritos de agonía. Cómo le habría gustado estar a su lado, sosteniendo su mano, quitándole algo del sufrimiento que sabía que estaba soportando por poder traer al mundo al fruto de su amor. No obstante, no se podía y él lo sabía, proteger el escondite de su futura familia era más importante: ellos debían estar atentos, no podían dejar que los encontraran y llegaran hasta ellas o todo estaría perdido. Durante las siguientes dos horas, el bosque se mantuvo tranquilo, demasiado para su gusto y tenía la sensación de que algo no andaba bien. Podrían llamarlo un sexto sentido o premoniciones o como quisieran, pero algo le decía que lo peor estaba por pasar y que solo era cuestión de tiempo para que, lo malo que debía ocurrir esa misma noche, se presentara ante ellos y explotara en sus rostros. No pasó mucho para que su presentimiento se cumpliera: poco después de que la idea cruzara su cabeza, un grito desgarrador surcó el bosque, haciendo que cada ser del mismo se pusiera en alerta. Gribela no había podido contenerse más, la agonía la atravesaba con fuerza, causando que su labio sangrara por la violencia que ejercía sobre él con sus dientes en un intento desesperado por mantenerse en silencio y las lágrimas aún surcaban su rostro entremezclándose con el sudor que la recorría completa por tamaño esfuerzo que estaba realizando. Junto con el grito, la amenaza se presentó como una marea de cazadores que, al acecho del momento justo para atacar, saltaron a la guerra contra los brujos y magos que custodiaban la periferia del escondite, deseosos de llegar a su blanco y destruirlo. La guerra se desató con fiereza y brutalidad fuera de la cueva donde, en ese preciso momento, la ansiada bebé comenzaba a intentar emerger de las entrañas de su madre. Hechizos, conjuros, armas, sombras, espíritus, los distintos elementos como el fuego, la tierra y demás y tantas otras armas disponibles en ambos bandos, atravesaban el vacío del bosque al ser lanzados entre ellos en un intento por disminuir el número del adversario y conseguir su tan ansiado objetivo. Entre el fuego cruzado se podía ver cómo, miembros tanto de un bando como del otro, iban cayendo uno tras otro, ya fuera por herida o por muerte, reduciendo tanto la defensa como el ataque a marchas forzadas. Los magos cuyo fuerte era el fuego, alzaron una barrera para que, los que controlaban la tierra y la naturaleza, pudieran conjurar sin correr riesgo al estar concentrados en el hechizo; de eso nacieron criaturas hechas puramente de vida vegetal y las plantas mismas se volvieron contra los cazadores que decapitaban y cortaban en partes todo lo que se les interponía en su camino. El rojo iluminaba todo en su sangrante luz, haciéndolo aún más tétrico y la guerra no daba cuartel alguno. Flechas volaron desde la horda de cazadores, las cuales fueron quemadas, destruidas, desviadas o lo que fuera que pudiera hacer el mago que estuviera más cerca de ellas. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos, las puntas metálicas alcanzaron a unos cuantos, en algunos casos hiriéndolos gravemente y en otros causando daños mínimos. Cansado de ver a su gente morir por culpa de esos malditos, Draigo conjuró la magia que pocos poseían de forma natural: el control absoluto de un ser vivo en contra de su voluntad. Muchos podían conseguirla a través de diferentes situaciones como sacrificios de diferentes tipos y pactos indeseables (entre otros), pero eran pocos los cuales poseían esa capacidad de manera innata, y él era uno de ellos. Sin embargo, había que pagar un alto precio por la utilización de ese poder y Draigo lo sabía: cuando el hechizo terminara, estaría indefenso y exhausto, no tendría fuerzas para defenderse por lo que, el ataque resultante del mismo tenía que ser un rotundo éxito o eso terminaría muy mal para su persona. Decidido a llegar hasta las últimas con tal de proteger a su familia, juntó hasta la última onza de poder que albergaba en su cuerpo, extendió sus manos y dejó que la energía de su hechizo silencioso se apoderara de los que estuvieran al alcance de la onda expansiva de energía que se desprendió de su ser. Los cazadores en el radio de la magia conjurada se detuvieron en el acto, estáticos como estatuas, perdiendo por completo el control de sus personas. Un movimiento de las manos de Draigo fue precedido por el de los cazadores atrapados volviéndose hacia sus propios compañeros y empezando a atacarlos sin piedad. Entretanto, dentro de la cueva, el aroma a sangre y los gritos de dolor inundaban por completo el lugar: Gribela gemía y se esforzaba por conseguir dar a luz a su hija, no obstante, había escuchado lo que estaba pasando afuera y, el temor de que su amado estuviera herido, no le permitía concentrarse del todo. Debía ir a ayudarlo, no podía dejarlo solo, pero estaba a mitad del parto y tampoco podía irse; no era como si la que estaba pariendo fuera otra y ella pudiera simplemente salir caminando de la cueva en socorro de su marido precisamente. Un tirón fuerte dentro de ella le hizo devolver toda su atención al parto: el sufrimiento aumentó, una sensación de empuje hacia afuera se expandió por su vientre y gritó en el instante mismo en el que la matrona le decía que era momento de pujar, que estaba lo suficientemente dilatada para poder dar a luz finalmente. Con todas sus fuerzas, la menuda aunque poderosa mujer pujó, impulsando con brío hacia afuera de sí misma, para traer al mundo al fruto de sus entrañas. La tierra bajo ellas empezó a temblar, el aire se hizo espeso y pesado, las piedras por el contrario parecían haberse aligerado puesto que estaban comenzando a flotar. La partera le pedía una y otra vez que aguantara, que siguiera empujando, que ya la pequeña estaba empezando a salir y faltaba poco para que pudiera descansar. Qué equivocada estaba, aún no era momento para eso, la guerra apenas estaba comenzando. La batalla seguía su curso, el hechizo de Draigo se debilitaba junto con él: los cazadores que aún permanecían vivos y bajo su control estaban empezando a pelear cada vez con más fuerza contra la voluntad de su titiritero. Era cierto que había muchos menos que al inicio del hechizo, sin embargo, aún quedaban varios y ya casi estaba desfallecido, no le quedaban fuerzas. Mas no hizo falta: en ese preciso instante, la luz roja y sangrante de la Luna se tornó de un azul zafiro e iluminó a cada ser que se encontraba en el campo de batalla, arrojando lejos a los que sabía que representaban un peligro inminente contra su nueva forma física con una oleada de energía que los levantó y lanzó por los aires, deshaciéndose así de las potenciales amenazas. Un llanto estridente se escuchó por el bosque y la sonrisa de Draigo casi le parte la cara en dos antes de caer al piso absolutamente agotado: su niña, su Iriabela, había nacido y estaba viva y a salvo. Con ese pensamiento en mente, se dejó ir a la inconsciencia, sabiendo que cuando despertara, podría ver al fin, al diminuto y poderoso ser que había estado esperando por tanto, que podría contemplar por fin a su amada hija. El segundo llanto de la noche se escucha en la habitación blanca del hospital y, nuevamente, la doctora avisa que es un barón. Coloca al segundo junto al primero y una enfermera se los lleva para limpiarlos mientras, en la habitación ocupada por la mujer, las enfermeras y el marido de la nueva madre en la camilla (que no hace más que mirar el teléfono con el ceño fruncido y gesto adusto), terminan con el alumbramiento para llevarla a descansar a su propio cuarto. Una vez que todo ha finalizado, la enfermera le pide al hombre, que ahora es padre, que la acompañe para que pueda ver a sus hijos. Reacio y un tanto molesto aún por las noticias que estaba recibiendo en esos momentos y que había estado recibiendo en las últimas dos horas, sigue a la (a su parecer) molesta mujer y se deja guiar a la zona de maternidad donde los bebés son colocados para que sus padres puedan verlos. Pidiéndole que permanezca del lado de fuera de la habitación, la enfermera entra al cuarto y busca entre las cunas, al par de gemelos que acaba de nacer y son descendientes del hombre que espera aburrido del otro lado del cristal. Una vez que los encuentra, los alza de a uno, mostrándole al padre los pequeños rostros de los recién nacidos. Con el primero no hay mucha reacción de su parte más que un precario asentimiento, sin embargo, cuando el segundo es presentado, algo en el hombre cambia: su cara se transforma en un gesto de curiosidad y sus ojos brillan mientras se acerca más al cristal que lo separa de la diminuta criatura en los brazos de la mujer. Con un gesto de sus manos, le pide a la que lo sostiene que retire un poco la manta que cubre el pecho de su hijo y, sin entender nada, ella lo hace, descubriendo así una pequeña marca con forma de medialuna en el pecho del niño. No es muy grande, a penas del tamaño de una moneda, pero está ahí, sobre el lado derecho y la sonrisa del hombre crece, aunque la mujer nota que no es buena: parece más bien siniestra, una que no presagia nada bueno. Al parecer, no todo estaba perdido esa noche...

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