Carta de 1.840

                                                                                                                                                                                    2.019 El sol da por completo en su rostro, cegando por un momento sus verdes ojos producto de la intensidad de sus rayos mientras sus pies descalzos se hunden en la arena calienta de la playa. Lleva la tabla de surf color blanca con un estampado de tiburón abriendo la boca desde las profundidades del océano justo bajo su tatuado brazo derecho y chocando con la delgada tela de su traje n***o para surfear, ese que su madre le regaló hace tres navidades y que ha cuidado como sí fuese un tesoro. Está seguro que la temperatura es superior a los 36 grados y no deja de preguntarse cuánto aumentará para cuando sean las 2 de la tarde porque la verdad se ha dicha, no le sorprende en nada que el calor se tan intenso para ser apenas las seis de mañana de un viernes. En realidad, no es algo que le preocupe tampoco cuando pasará largas horas metido en las refrescantes aguas de Bundoran Beach, una de las mejores playas del mundo para practicar surf.  Ahí donde las olas fuesen altas y con fama de indomables, iría él. Por eso se levantó temprano con la idea de pasar un día entero disfrutando del agua y sin importar lo que pudiese decir Daniel, su novio, por haberlo dejado dormido en la habitación del hostal sin ninguna explicación. Ya lidiara después con los reclamos de su novio; después de dos años de relación casi que sabe de memoria lo que dirá cuando se encuentren y pasar un día surfeando, sintiendo el agua rodear su cuerpo y casi acunarlo vale cualquier reclamo. Es por eso que se detiene cuando el agua comienza a sumergir sus pies, sintiendo la arena ser llevada por la fuerza del océano ante sus ojos. La perspectiva del horizonte que desaparece para fundirse con el cielo siempre le resulta maravillosa y le hace preguntarse qué se sentiría simplemente nadar sobre su tabla hasta perderse en esa fina línea, vivir para siempre dentro de las aguas y no tener que preocuparse por nada más que la sal sobre su piel. Jacob recoge su cabello castaño claro en un moño, dejando que sus trabajados músculos se flexionen brevemente antes de volver a tomar entre sus manos la tabla y correr hacia el agua, dispuesto a domar las primeras olas del día en la vacía playa. La luz del sol acaricia con placer los dibujos tribales sobre su brazo y espalda, tatuajes que nadie más que él mismo saben qué significan, pero que hablan de una historia que sólo vive en sus sueños. Deja que el agua sumerja su cabeza por completo antes de saltar sobre la tabla, braceando varios metros lejos de la arena caliente hasta el punto de verse sólo rodeado por las azulinas aguas del océano y el despejado cielo sobre su cabeza. Infla el pecho con una bocanada de aire para animarse a lanzarse por la primera ola que se avecina cerca suyo. Sus pies no tiemblan en absoluto cuando se afianzan sobre la tabla, la imagen del tiburón justo bajo él. Hay algo con la sensación de dominar lo indomable, de ser uno con algo tan salvaje como el océano que provoca que su pecho se agite de emoción y la sangre en su cuerpo fluya con más rapidez de lo normal. Su corazón late a ritmo controlado, contiene el oxígeno en sus pulmones cuando remonta el arco de la ola, sus dedos rozando el agua con un placer único. Jacob no duda con ninguna de las olas que siguen, disfrutando del remonte, pero sobre todo de la caída del agua cerca a la playa, su tabla vibrando levemente cuando la fuerza de la ola arremete para empujarlo hacia atrás. El agua es, a final de cuentas, su hogar. Por eso no duda en volver a bracear hacia las profundidades, buscando una nueva ola que represente un verdadero reto para su destreza. La encuentra casi una hora más tarde, con el sol quemando ya su piel al punto de enrojecer el tono acanelado de la misma, Jacob observa el agua tomar fuerza y alzarse varios metros sobre su cabeza, la espuma blanca coronando la ola que lo invita a sumergirse en su canal. No duda en intentarlo, sus brazos llevando la mayor parte del trabajo al acercarlo y conseguir que sus pies se plantasen sobre la tabla, dispuestos a domar la enfurecida agua. No cuenta con la fuerza de la misma que termina por empujarle hacia dentro en los primeros segundos, el agua chocando contra la madera y partiéndola en tres de un solo golpe para terminar de envolverlo en la ola, su soporte desparecido por completo con la cuerda de seguridad sin nada a qué aferrarse. Jacob abre la boca producto de la sorpresa, el agua adentrándose en su cuerpo hasta inflar su pecho, el peso de la misma empujándolo cada vez más y más profundo. El sol antes imponente se convierte en una mancha blanca borrosa en las aguas cada vez más oscuras y frías, sus brazos sin fuerza se extienden sin poder impulsarlo hacia la superficie. ¿Es ese su momento? ¿Ha llegado el final? Jacob sólo tiene 24 años, una hermana pequeña por cuidar, una carrera dejada a la mitad y una relación de pareja que hablaba de irse a vivir juntos. ¿Cómo podía ese ser su destino? La pregunta se difumina en su mente cuando las últimas burbujas de aire escapan de él, luego sólo hay oscuridad: la del agua que se lo traga y la de su mente cuando comprende que está a segundos de morir rodeado de lo que siempre considero una parte de sí.