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Blurb

Continuación de Muriendo sin ti.

Luego de la muerte de Teresa, el amor de su vida, Marcos debe seguir adelante, pues no está solo, ahora tiene un hijo que criar. A pesar del trabajo duro, el dolor parece no menguar; sin embargo, la vida siempre da nuevas oportunidades y, en este caso, puede estar más cerca de los que sus ojos le permiten ver.

.

Maybe Albornoz es una típica chica de ciudad que llega a “El Terrano”, la hacienda del abuelo de Victoria, cuñada de Marcos, mientras huye del novio de su mejor amiga, un hombre golpeador que la amenaza por entrometerse en su relación, por lo que debe quedarse en el fundo. Esto provoca en ella dudas y molestia, pues vivir en el campo y enamorarse, sobre todo de un hombre como Marcos; no está en sus planes.

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¿Podrá Marcos dejar el sufrimiento atrás y encontrar la paz y el amor? ¿Maybe dejará su estructurada vida para aceptar que no siempre todo se puede planear?

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Capítulo 1
** Hola, aquí estoy de nuevo con una nueva historia, esta es la continuación de Muriendo sin ti, así que si no la has leído, ve a leerla :) Espero que disfrutes de la lectura, las subidas serán a diario ♥ Marcos se levantó de la tumba de su ex mujer para volver al rancho de Enrique Subercaseaux donde se celebraba el matrimonio de su hermano Rodrigo; se había casado el día anterior con Victoria y se alegraba de ello, demasiado les había costado estar juntos y esa felicidad era la que merecían. Él, más que nadie, estaba consciente de eso. Sin embargo, su soledad le aplastaba muchas veces y, por más que deseara la felicidad de su hermano, la pregunta nunca contestada era: ¿por qué sobre él parecía haber una nube negra que no quería dejarlo? Marcos volvió a la fiesta luego de que Camilito se hubo calmado y estaba más dispuesto a andar de brazo en brazo con todas las chicas presentes en la celebración, chicas que lo único que querían era comerse a besos al bebé... y a su padre. Él lo sabía, claro que sí, no obstante, el hombre no se encontraba preparado para un nuevo amor. Durante mucho tiempo luchó por ganarse el amor de Teresa, una mujer que aparentaba algo que no era. Él, que la conoció bien, ponía las manos al fuego por ella. Para todos era una mujer ruda, rencorosa y de dudosa reputación, en cambio, para él, era un dulce por dentro, frágil, suave y delicada. Y muy dañada. Marcos fue el único que logró comprender y traspasar aquella careta que usaba para defenderse, pues Teresa tenía miedo, mucho miedo a seguir sufriendo. Su propia familia, los seres que debieron defenderla, cuidarla y protegerla, la habían lastimado hasta límites insospechados, y no solo por dejadez, si no por maldad, maldad como la que no se encuentra ni en los propios animales. Su padre la vendía a extraños desde que tenía apenas unos pocos años, mucho antes de entrar a la adolescencia, para qué decir en la adultez. Ellos le dejaron cicatrices que marcaron mucho más que su cuerpo, pues las marcas de cigarrillos, latigazos y cortes eran nada comparado al daño emocional que le provocaron. Cuando él la conoció, ella parecía un animal herido, era arisca, dura; pero él pudo ver más allá de esa máscara y, poco a poco, fue quitándole una a una todas las capas en las que estaba escondida. Solo una no pudo quitar: la que le hubiese permitido entregarse por completo a él. Esa se cayó el mismo día que murió. Pero ya era tarde para ambos. Cerró los ojos para quitar esos malos pensamientos, no era el momento de tenerlos, era un día de alegría y felicidad. No de tristezas ni malos recuerdos. Marcos amplió su sonrisa y se dirigió al lugar donde su hermano y su cuñada conversaban muy animados. Rodrigo, aunque notó la tristeza en su hermano, no dijo nada. Él también comprendía que no era el momento. Ya lo encontraría a solas para hablar con él. Aunque, si era sincero consigo mismo, él sabía muy bien el motivo de la tristeza de su hermano. Esos ojos sombríos tenían un nombre: Teresa González. Los días pasaron entre festejos, bailes y mucha comida. El séptimo día, Marcos buscaba a su hijo, era su hora de comida y muda y no lo encontraba. ―Hermano, ¿y esa cara? ―lo detuvo Rodrigo al verlo así, tan alterado. ―No encuentro a Camilito, se fue con las hermanas Robles y ahora no las encuentro. ―Deben estar viendo los nuevos caballos que llegaron como regalo de Leonardo Riveros. ―Puede ser, voy a ir a ver, tiene que comer y debo cambiarlo. ¿Están en el establo? ―No, están en el corral. En todo caso, no te preocupes, en cuanto se ponga a llorar te lo van a venir a devolver altiro. Ambos hermanos se largaron a reír. Aquello era cierto, cada vez que el niño lloraba, se lo llevaban de vuelta para que él lo cuidara. ―Voy a buscarlo. ―Anda. Marcos siguió camino a los corrales, donde mucha gente estaba admirando los nuevos animales que le habían traído a la pareja. Camilito no se encontraba allí, pero sí una de las hermanas Robles, Blanca, a la cual se acercó Marcos para preguntarle por su hijo. ―¿Sabes dónde está mi hijo? ―le consultó. ―Sí, Rosa se lo llevó a la casa para mudarlo y darle la comida. ―Gracias. Marcos dio la vuelta para volver a la casa, pero luego de un par de pasos, la mujer lo llamó. Se volvió y la miró. ―Dime ―le dijo al ver que no hablaba. ―Nada. ―¿Qué me querías decir? ―le preguntó mientras se devolvía hasta ella. ―No, nada. ―No me digas que nada, Blanca, nos conocemos desde niños, estás nerviosa y es por algo que me quieres decir, así que habla ―exigió. ―Es de mi hermana. ―¿Rosa? ¿Qué pasa con ella? ―Está enamorada de ti. ―¿Ya? Ambos sabemos que no es novedad, aunque yo no le llamaría amor. ―Sí, ella te ama, Marcos, pero... ―Pero ¿qué? ―Es que creo que se le está pasando la mano. ―¿Cómo así? ¿A qué te refieres? Habla claro. ―Es que ella se está creyendo la madre de Camilito. Marcos hizo un gesto de desagrado. ―Yo he tratado de hablar con ella, pero no me hace caso. ―Dime, Blanca, ¿qué quieres decir con todo esto? ¿Qué es lo que realmente pasa? ―Es que Blanca no deja que nadie más tome a tu guagüita, si alguien se acerca a él, no deja que se lo lleven lejos de donde está ella; si alguien quiere darle algo, tiene que aprobarlo ella antes, como si ella fuera la madre. ―Hablaré con Rosa, gracias por decírmelo. ―Es mi hermana y yo la amo, pero no me gusta cómo trata al niño. ―¿Lo trata mal? ―Marcos se preocupó por las palabras de la joven. ―¡No! No, al contrario, pero es que lo trata como si fuera su propio hijo; incluso, a veces, dice que tú y ella muy pronto estarán juntos y que nadie tiene derecho a nada con él, ni siquiera, de repente, a hacerle una gracia. Se enoja mucho cuando alguien lo toma sin su consentimiento. De hecho, endenante, peleó con la Tita porque ella estaba jugando con él. ―No voy a dejar que ella se adueñe de mi hijo de esa forma. ―Ella dice que es un acuerdo entre tú y ella. ―¿Entre ella y yo? ―Sí, según Rosa, tú y ella muy pronto se van a casar, que tú no quieres decirlo todavía. ―Yo nunca le he dado motivos a Rosa para que diga eso. Ni a ella ni a nadie. ―Lo sé, pero anda diciendo eso y si sigue... No sé qué puede pasar. ―Gracias por decírmelo, Blanca, hablaré con ella y le pondré punto final a esto. La joven asintió con la cabeza y Marcos se fue en busca de su hijo. Al llegar a la casa, vio a Rosa que salía con el pequeño. ―¡Marcos! ―saludó, alegre, Rosa Robles, ajena a lo recién descubierto por el hombre. Él se acercó, sin contestar, y le arrebató al niño de los brazos, con consideración solo por su hijo. ―¿Pasa algo? ―¿Qué es eso que andas diciendo de que tú y yo estamos juntos o que muy pronto lo vamos a estar? ―Marcos... ―musitó la mujer. ―Entre tú y yo no pasa ni pasará nada. No quiero que se te ocurra volver a decir nada parecido y no quiero que te vuelvas a acercar a mi hijo. ―¿Y eso sería por...? ―Porque no es tu hijo, porque no te pertenece y porque te estás pasando de la raya. Nunca le he negado a nadie que ame a mi hijo; por mí, mientras más personas lo quieran es mejor. ―¿Quién te puso en mi contra? ―No te voy a decir. ―Fue Tita, ¿cierto? Esa tipa quiere puro sacarte plata, se interesó en ti justo después de saber que eras hermano de Rodrigo e hijo de José Fernández, el patrón de uno de los fundos más grandes de la zona ―expresó con rabia sin contener―, pero cuando eras Marcos Jara, el hijo de la lavandera del pueblo, nada que te tomaba en cuenta, ¿o se te olvida? Marcos sonrió enojado. ―¿Sabes, Rosa? No me vas a poner en contra de ella. Y, para que te quede más claro, yo no estoy interesado ni en ti, ni en Tita, ni en nadie. Mi vida es mi hijo y aunque no niego que me hace falta mi mujer, no estoy en busca de ninguna otra por el momento, así que, por favor, déjanos tranquilos. Rosa quedó sin palabras, aunque, por dentro, su furia bullía como agua hirviente. Marcos entró con su pequeño hasta la cocina y lo sentó en la sillita. ―La Rosa ya le dio su comida ―le indicó Nilda, una de las mujeres que estaba allí para ayudar por lo del matrimonio. Marcos resopló con fuerza. Sacó a su hijo de su sillita, se sentó con él en una silla en la punta de la mesa de la cocina y allí se quedó mucho rato en silencio, silencio que no fue interrumpido por las mujeres que se encontraban allí. Con todos los problemas que tenía, no quería agregar uno más a la lista, mucho menos uno provocado por Rosa Robles, quien nunca le había caído muy bien. Nilda colocó sobre la mesa un vaso de jugo de melón ante su patrón. ―Tome, esto le hará sentir mejor. ―Gracias, Nilda. ―Tiene que estar tranquilo. ―Lo sé ―responde lacónico. Otro momento de silencio; luego, Marcos alzó su rostro y miró a Nilda que estaba sentada a su lado. ―¿Por qué ya no me tuteas? ―Porque ahora es mi patrón. ―¡Ay, Nilda! Nos criamos juntos, tu mamá es mi madrina, no me digas que ahora te bajó la conciencia social y ya no puedes tratar con los que son diferentes a ti. ―¡Tonto, Marcos! Na’ que ver. Lo que pasa es que igual, si la gente ve que te trato de igual a igual, ¿qué van a pensar? Mal que mal, tú eres el patrón y te tienes que dar a respetar. ―¿Y tú crees que porque me tratas de usted me respetarán más o menos? ¿O tú misma me respetas más porque no me tuteas? ―No. ―Entonces, Nilda, por favor, no me des más problemas de los que ya tengo. Además, yo debería no tutearte a ti, mal que mal, tú eres mayor y a las viejitas hay que respetarlas. ―¡Oye! Soy tres años mayor que tú, nomás. Marcos tomó las manos de Nilda y las apretó con cariño. ―El hecho de que ahora sea Fernández y no Jara, no significa nada. Tú y tu mamá son muy importantes para mí. Así que no me vuelvas a tratar de usted. ―¿Y si hay gente? ―Si hay gente, con mayor razón. Yo sigo siendo el mismo Marcos de siempre, el hijo de la lavandera del pueblo. Si tengo el apellido de mi padre es porque así lo dice la ley, pero para mí, mi papá se llama Hugo Jara y mi mamá Sonia Vilches. Don José es mi papá de sangre y, aunque quiso reparar su error, lo hizo demasiado tarde. Así que, sí, lo respeto, pero no puedo mirarlo como a un padre. ―Eres un buen cabro, Marcos, no sé por qué te pasan puras cosas malas. ―Porque yo saqué la mala suerte de los dos hermanos ―bromeó con amargura. ―Ya pasará y serás más feliz que todos nosotros juntos. ―Ojalá, Nilda, ojalá. Marcos observó a su hijo que se había dormido en los brazos de su padre. ―Este niño es tu mejor recompensa. Con tantas atenciones y tan estimulado, ha salido re parlanchín ―comentó Nilda―, ligerito va a andar caminando por ahí, correteando con los otros niños. ―Seguro que sí, quiere puro andar para salir a jugar. ―Sí. Es un niño muy habiloso. ―Es un niño feliz y amado, Nilda, y eso es más importante para mí que hable o camine antes de tiempo. ―De tan feliz y amado es que es así. Quiere conocer el mundo y tomarlo en sus manitos. ―Sí. Si no fuera por mi hijo, no sé qué haría. Nilda pasó su mano por los negros crespos de Marcos para despeinarlo y le sonrió.  ―Anda a acostarlo, que así no va a descansar nada. ―Sí. Se lo llevó al dormitorio y se quedó allí con él. No quería seguir en el festejo, necesitaba dormir y descansar. El ajetreo de las fiestas, del trabajo que no cesaba y de las rabias del día y de su vida, lo tenían exhausto. La mañana llegó antes de tiempo o, por lo menos, así lo sintió el padre cuando su hijo comenzó a gorjear para llamar su atención. El hombre se desperezó y se sentó en la cama para mirar a su hijo que estaba sentado en su cuna jugando con un mordedor. Al ver a su padre le lanzó un beso y luego una risa. ―Pa pá ―balbucea. ―Buenos días, campeón, amanecimos felices hoy. ―Pa pá. ―¿Vamos a tomar la lechecita? ―Da ―respondió con una pequeña cabeceada. Mientras lo vestía, Marcos le habló y le contó una historia linda de su mamá y de él. Marcos se encargaría de contarle a su hijo su historia tal como él la había vivido, no como lo que se sabía afuera. Aunque, en ese momento, ya la gente sabía que todo lo que se decía de Teresa era mentira y que todos los que aseguraron haberse acostado con ella, mintieron; que ella era tal como Marcos decía. Eso lo dejaba tranquilo, pues nadie le diría a su hijo algo que no era. Una vez listo el niño, el hombre lo llevó en brazos hasta la cocina, donde las empleadas ya tenían listo su biberón. Trinidad lo tomó para alimentarlo y Zoila le sirvió el desayuno al padre. ―Gracias, no tienen que molestarse. ―Lo que se hace con gusto, no es molestia, niño ―respondió Zoila. Pocos minutos después, apareció en la cocina, don Enrique. ―Buenos días, ¿cómo amanecieron? ―saludó el dueño de casa. ―Buenos días ―respondieron todos a coro. ―Todo bien, señor, la gente sigue celebrando, aunque ya anoche varios se fueron de vuelta a sus casas, para no volver ―contestó Zoila, la cocinera y sirvienta más antigua de la casa de don Enrique. ―Bien, ocúpense de que no falte nada. La boda de mi nieta debe ser lo mejor, no puede haber pobreza ni nadie debe salir hablando. ―Le aseguro que nadie podrá decir nada malo de esta fiesta, señor. ―Muchas gracias, Zoila. El hombre se sentó a la cabecera de la mesa y le colocó una mano en el hombro a Marcos. ―¿Cómo estás, Marcos? Anoche no te vi en la fiesta. ―No, me acosté temprano, estaba cansado. ―¿Y cómo amaneciste hoy día? ―Mejor, gracias. ¿Y usted? ―Los años no me acompañan, pero bien, feliz por mi nieta. Jamás imaginé estar celebrando su boda. ―Era imposible para usted pensar en eso siquiera, si usted creía que estaba muerta. ―Sí, jamás se me pasó por la mente que no fuera así. ¿Y este bebé? Anda feliz. ―Sí, está demasiado mimado aquí. ―Así debe ser. De exceso de amor no se ha muerto ningún niño, de su falta, sí. El hombre dirigió su mirada al pequeño que tomaba su mamadera en brazos de Trinidad, otra de las mujeres que trabajaban en su casa. Patrón y empleada se encontraron con la mirada, la mujer parecía nerviosa o preocupada. ―¿Qué pasa, Trini? ―Señor..., yo sé que está con esto del matrimonio y que... ―¿Hay algún problema en la casa? ―No, no, para nada ―respondió con celeridad. ―¿Entonces? ―Lo que pasa es que... ―Habla, pues, mujer, ¿qué pasa? ―le habló con el apremio de un padre, sin enojo. ―Lo que pasa es que mi hija quiere venir unos días... en realidad, dos semanas ―corrigió―, quiere venir unos días a pasar aquí. El hombre sonrió con auténtica felicidad. ―¿Noemí vuelve aquí? ―Sí, señor, solo por unos días, no será mucho... ―Trini, por favor, cállate, tú sabes que a esa niñita la quiero como a una nieta. ¿Tanto miedo para eso? La vi crecer, Trini. A ti te vi crecer. ¿Cómo no va a poder venir? Esta es su casa. ―Muchas gracias, señor. ―Guau, cómo crecen estos niños. Pensar que hace poco se iba a mi escritorio y me pedía permiso para jugar en la máquina de escribir. ―¿Mi Noemí hacía eso? ―se asustó la mujer. El hombre largó una risotada. ―¡Sí! Ella se quedaba horas escribiendo “documentos” importantes. Más grande, le daba a ella lo que debía escribir para mis proveedores o clientes. Ella era feliz y yo me ahorraba ese fastidioso trabajo. ―No puedo creerlo. ―Claro que le pagaba, no era un trabajo de gratis. ―Nunca me dijo nada. ―No tenías por qué saberlo, era un secreto entre los dos. Ella ahorró su dinero, lo sé, porque cuando se quiso comprar su auto y me pidieron el préstamo, ella tenía todas sus pagas en un tarro. Era la mitad de lo que costaba el automóvil que quería, le faltaba la otra mitad. ―¿No le prestó usted todo? ―No, Trini, en realidad, yo no le presté nada. Por su esfuerzo y perseverancia, le regalé lo que le faltaba. ―No debió hacerlo. ―Fue mi regalo de salida de cuarto medio. Ella iba a necesitar ese auto para movilizarse en Santiago y para su universidad. ―Muchas gracias, señor ―dijo, algo confundida, Trinidad. ―No me las des, yo solo recordaba a esa chiquilla que tanta compañía me hizo en mis momentos de mayor soledad. Hace tanto que no viene. ―Usted la conoce, ella trabaja muy duro para pagarse sus estudios y sus vacaciones las toma en invierno, en época de exámenes. ―Lo sé, dile que será muy bienvenida, que esta es su casa, ¿cuándo llega? ―Me llamó hace un rato, dice que se vendrá mañana en la mañana. ―Mira que bien, llegará justo para el último día del matrimonio de mi nieta. ―Así parece. ―Bueno, me voy a trabajar, por mucha fiesta que sea, hay que vigilar el trabajo y no espera. Nos vemos más tarde. ―Hasta luego ―se despidieron todos a coro. ―Bueno, yo también me voy, también tengo que trabajar. Vamos, campeón ―¿Por qué no lo deja aquí? ―consulta Trinidad―. Aquí se lo cuidamos. ―¿De verdad? ¿No les molesta? Yo lo iba a llevar a que Nilda lo cuidara. ―Pero Nilda va a venir en un rato. Además, ¿cómo nos va a molestar? Vaya, nomás, si él no da ni un quehacer ―confirmó Zoila. ―Gracias, tengo que conseguirme una chica que me ayude con él, necesito urgente una niñera, ahora que Victoria se casó, ya no podrá hacerse cargo. Nilda me ayuda mucho, pero no es su trabajo. Les dejo el encargo, si saben de alguien.  ―Claro, joven, no se preocupe, nosotras buscaremos a alguna muchacha que sea buena con los niños. ―Gracias. Luego de despedirse, Marcos salió de la cocina y se fue en su camioneta al “Terranova”, el rancho que era tan suyo como de su hermano. Las mujeres de la casa se miraron con un gesto de burla. ―Pero que se quede Rosa con el niño, ¿no se cree la mamá? ―dijo una entre broma y molestia.  ―Más que la mamá de Camilito, se cree la esposa de Marcos ―corroboró la otra, de igual forma. A ambas mujeres les molestaba la actitud de Rosa y esperaban que Marcos nunca se fijara en ella como algo más que una amiga. El día se pasó veloz con los festejos que ya estaban llegando a su fin. Después de tantos días, la celebración iba menguando. El siguiente y último día de fiesta, se realizó una presentación con los tradicionales rodeos y exposiciones a caballo; a la hora de almuerzo se hizo un asado al palo del que todos los invitados que quedaban disfrutaron felices. Marcos no llegó a almorzar. En el rancho se había presentado un problema con una yegua que quería parir antes de tiempo, por lo que tardó más en volver a su casa. Volvió cerca de las cuatro de la tarde, en su caballo, pues la camioneta se la dejó a los peones para que les facilitara el trabajo. Justo en ese momento, un automóvil se divisó en el camino al rancho. ―¿Quiere que vaya a ver? ―se ofreció el joven. ―Te lo agradecería, debe ser Noemí ―respondió don Enrique. Marcos cabalgó apresurado hacia la entrada, justo cuando una bella joven se movía de un lado a otro con el celular en la mano, poniéndolo de todas las formas posibles, incluyendo las más ridículas, buscando señal. Marcos recordó la historia de cómo su hermano conoció a Victoria, cuando ella intentaba subir la reja para tocar la vieja y oxidada campana, algo tonto, quizás, pero que a Rodrigo lo había enamorado desde ese primer minuto. Marcos sacudió la cabeza para dejar de pensar en tonterías y apuró el galope de su caballo para llegar pronto a la reja, donde estaba la mujer. Ella lo miró confundida y algo asustada. ―Disculpe, ¿este es el rancho de Enrique Subercaseaux? ―Sí, señorita ―respondió Marcos e hizo un gesto de saludo con su sombrero―, Marcos Fernández para servirle, ¿usted es Noemí, la hija de la señora Trinidad? ―No, me llamo Maybe, vengo en su lugar. Yo... Yo no traigo buenas noticias.

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