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Te doy mi corazón

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Blurb

El alma no conoce de etiquetas e, independiente del sexo, todos nos enamoramos de la misma forma: sufrimos, nos llenamos de gozo, de temor, de vergüenza; nos volvemos torpes u osados; el mundo a nuestro alrededor, se vuelve de un color diferente.

En este libro se encontrarán con todo tipo de romances: algunos tiernos, otros torpes; unos muy apasionados, otros violentos y unos muy tímidos. No obstante, cada uno de estos romances tienen algo en común: cada uno de sus protagonistas, está dispuesto a ofrecer su corazón.

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El amigo secreto, parte 1
Gabriel llevaba casi una hora de retraso a su cita de esa noche, pues no había podido desocuparse antes. Las ventas de Navidad eran siempre las peores: los consumidores acudían como manadas salvajes abarrotando la tienda con su lista interminable de regalos buscando el juguete que estaba de moda que, por supuesto, en esas fechas se encontraba agotado. Para luego pasarse horas enteras recorriendo la tienda eligiendo algo parecido o de la misma marca y, con eso, dejar contentos a sus hijos o sobrinos. El dueño de la juguetería en la que trabajaba, había tenido que bajar las persianas del local para conseguir desocuparse a la hora de cierre. Aun así, hubo que atender a los clientes que quedaron dentro. Pasaban de las diez cuando por fin consiguió llegar a su casa, en donde se pegó una ducha rápida, cambió la ropa que traía puesta por algo más llamativo y sensual y cenó a toda prisa. Por lo general no estaría tan emocionado por una reunión organizada por las muchachas de la Facultad de Arquitectura, no era asiduo a las fiestas, pero sabía que Juan —el objeto de la mayoría de sus fantasías los últimos meses—, asistiría y esperaba tener una chance con él. Aquello había sido razón más que suficiente para tener a Gabriel en un estado de ansiedad y excitación el día entero. Su reloj marcaba las once con quince cuando llegó a las puertas del "Havana Club", el lugar de encuentro. Suponía que la fiesta estaba en su mejor momento; el ruido y los gritos emocionados de los asistentes que se escuchaban apagados fuera de las paredes de la discoteca de moda mientras hacía la fila para pagar su entrada, daban cuenta de ello. Suspiró y avanzó siguiendo el ritmo pausado de la hilera de gente, que al igual que él, esperaban impacientes su ingreso al antro. De repente, recordó el presente que debía entregar a su "amigo secreto" y revisó un poco ansioso todos sus bolsillos. Por suerte, lo llevaba consigo; no lo había dejado en casa producto de los nervios. Las chicas se habían empeñado en organizar aquel juego popular y, Gabriel, pese no encontrarse para nada conforme con quién le había tocado al sacar el papelito de la bolsa de plástico que contenía el nombre de todos sus compañeros, había decidido participar de igual manera, no queriendo enturbiar el ánimo de todos ni estropear la tan esperada reunión. Le había tocado regalarle un presente a Sergio homofóbico Bawer; el homofóbico declarado de la carrera. Y, aunque el joven no era agresivo ni nada por el estilo, no parecía capaz de mantener su boca cerrada y guardarse sus comentarios sarcásticos contra todos los homosexuales. Siendo Gabriel, el objeto de la mayoría de sus burlas; por lo que su amigo secreto tendría que conformarse con lo que había conseguido comprar con las prisas. Volvió a suspirar. A solo unos pasos de él, se encontraba la entrada al recinto. Se preguntó si Juan ya había llegado, o si en realidad asistiría. —¡Sí! ¡Debe estar adentro! —se respondió, sobresaltando a la muchacha que se alineaba delante de él. Le sonrió a modo de disculpa, la joven se sonrojó y le sonrió también—. ¡Tiene que estar! —se repitió dándose ánimos, esta vez, usando un tono de voz moderado. Juan le había asegurado a quien le preguntara que asistiría; Gabriel contaba con ello. Tamborileó de forma nerviosa el suelo con uno de sus pies; inquieto, a la espera de su turno. —Tan cerca, tan cerca —murmuró. Cuando alcanzó la boletería sus ansias aumentaron al 200% y comenzó a dar pequeños saltitos emocionados en su sitio. Pronto estaría disfrutando con todos sus amigos en el antro, contemplando los sensuales pasos de baile de Juan. Esperaba que fuera así. ********** Como era de esperar, el antro estaba abarrotado de gente. Las luces centellantes cegaron a Gabriel por un momento; los altavoces que estaban elevados a su máximo nivel, casi lo dejan sordo. Como acto reflejo, se tapó los oídos intentando disminuir la presión en ellos y aclimatarse al ambiente. Parpadeó varias veces y, cuando sus ojos se acostumbraron a la semi penumbra de la discoteca, avanzó internándose en sus diferentes apartados en busca de su grupo de amigos. Revisó la sección de mesas que estaban junto a la entrada y las que le seguían, sin dar con ninguno de ellos; bordeó la pista de baile y se detuvo en seco. Su boca se abrió formando una perfecta “O”, y su mandíbula casi cae hasta el suelo. En el centro de la pista de baile, rodeado de varios muchachos y muchachas de la Facultad, Juan se contoneaba al  ritmo del último tema de Enrique Iglesias. Un renovado Juan, debía decir. El moreno vestía un pantalón de mezclilla desteñido que se ajustaba a sus piernas y dejaba apreciar su redondo y bien formado trasero. Vestía, también, una camisa de algodón color rojo con diminutos lunares en color blanco esparcidos sobre la tela. La prenda se ceñía a su torso pronunciando su marcado pecho y abultados bíceps, haciendo babear a Gabriel. Había recortado su barba de leñador por una más prolija, los vellos negros de su rostro se asomaban ralos en forma de candado. También había peinado con algún tipo de fijador sus espesos risos negros, despejando su cara, permitiendo que sus rasgos varoniles:  su mandíbula cuadrada, sus pómulos altos y su nariz recta, se apreciaran con total claridad.  Gabriel tuvo que morderse el labio y acomodar de forma disimulada la erección que se había insinuado bajo su pantalón. El otro muchacho bailaba perdido en su mundo, moviendo de forma armónica los brazos y piernas, sin prestar atención al interés que había despertado en las chicas que lo rodeaban y en algunos muchachos también. Agradeció aquella magnifica visión. Había sospechado que debajo de ese look desaliñado de leñador, al que el moreno los tenía acostumbrado, había una hermosa figura. Pero también se sintió inseguro; ahora tendría más competencia. Gabriel había sentido un flechazo por Juan desde el primer día en que se conocieron: al volver a la Facultad de Arquitectura luego de las vacaciones de invierno. El muchacho estaba sentado en uno de los pupitres del aula —el que él acostumbraba a usar—, perdido en sus pensamientos, observando como el viento y la lluvia azotaban los arboles fuera del edificio. En un principio, había pretendido pedirle de forma amable que se retirara del asiento. Era bien sabido por todos los alumnos de la carrera que ese era su sitio favorito y se lo cedían al instante; pero la imponencia del sujeto, lo habían acobardado. Su aura oscura, su apariencia desaliñada y la manera en la que se veía ocupando aquel espacio, como diciendo sin palabras: “Este lugar es mío, mío y no te atrevas a molestar”, le hicieron replantearse su actitud caprichosa y dejar las cosas como estaban. Ya había tenido su  cuota de enfrentamientos con personas abusivas, por lo que era mejor optar por una astuta retirada y continuar con su pacifica vida en el campus. Pero lejos de la verdad estuvieron sus suposiciones. Bastó cruzar miradas con el muchacho para que comprendiera que aquellos ojos aguamarina que le miraron con curiosidad y nada de desprecio, estaban llenos de bondad. La sonrisa cálida que le dedicó cuando le dijo “Hola”, lo desarmaron por completo. Sintió sus mejillas arder y no atinó a otra cosa más que huir hacia el último asiento de la fila; en donde se ensimismó ojeando sus cuadernos; demasiado nervioso como para encontrarse con aquellos ojos claros que continuaron observándole curiosos. Desde aquel instante las cosas no habían mejorado. Gabriel se volvía taciturno cuando tenía al chico cerca, o balbuceaba la mayoría de las palabras cuando le tocaba participar con él, en el mismo grupo de trabajo. Su acostumbrada vivacidad se había perdido, y sus risas espontáneas y actitud desenfadada, se habían apagado producto del nerviosismo. A sus veintitrés años, no creía en el amor a primera vista, pero a todas luces, eso era lo que le había sucedido. —Estás babeando, ¿lo sabes? Andrea, la mejor amiga de Gabriel, confidente y cómplice de la mayoría de sus travesuras, había salido a su encuentro en cuanto lo vio parado en la pista de baile. Lo jaloneó para obligarlo a agacharse y le plantó un beso en la mejilla. Él y la joven eran amigos desde pequeños. Pese a que no vivía en su barrio, pasaba la mayor parte de su tiempo en él al cuidado de su abuela Lucia, vecina de Andrea. La muchacha, quien era una entrometida por naturaleza, la primera vez que lo vio jugando con sus cochecitos de madera en el patio trasero de la mujer mayor, se había asomado sobre la verja de su casa para preguntar su nombre; regalándole una amplia y brillante sonrisa de dientes chuecos. Habían congeniado de inmediato y, desde ese momento, se habían vuelto inseparables. Había sido la primera en enterarse de la orientación s****l de Gabriel, y había llorado junto a él la amargura y la desilusión que causaron las duras palabras que le escupieron los padres del muchacho cuando se enteraron. Se había sentido mortificada, pues había sido ella quien lo había animado a hablar con sinceridad con sus progenitores, creyendo —como de forma ingenua creen los niños que han crecido con el amor incondicional de sus padres—, que lo entenderían y lo apoyarían. Desde entonces, la muchacha se había propuesto protegerlo y quererlo con un amor fraternal incondicional. Y ahora, como confidente y testigo del enamoramiento que tenía su amigo por Juan, no perdía oportunidad de mortificarlo con sus indirectas esperando que este se decidiera de una vez a confesarle su amor. —Vamos, los chicos esperan. Lo cogió del brazo y lo arrastró con ella, pese a la renuencia de Gabriel de abandonar la zona de baile. No habían hecho una reunión como esta en todo el semestre, por lo que no había tenido el placer de ver a su compañero mover su cuerpo al son de la música. Y para un hombre de su estatura y físico, le salía de manera bastante sensual. Quería contemplarlo un poco más, pero el incordio que tenía por amiga lo seguía jaloneando, decidida a privarlo de aquella dicha. —Límpiate la baba, por favor. O alguno de los meseros podría resbalarse en el charco que estás dejando en el piso. —vociferó Andrea, y él de forma inconsciente se restregó la barbilla con el dorso de la mano. La muchacha se carcajeó y el rostro de Gabriel se tornó de rojo brillante. Enfurruñado, la siguió hacia donde ella le guiaba, abriéndose paso por el mar de cuerpos danzantes. Una vez dejaron de ser apretujados y pudieron avanzar con más libertad, le pellizcó su delgado brazo y se adelantó dejándola atrás. —¡Eres un bruto! —le gritó la chica, dedicándole una mirada asesina. —Y tú, una copuchenta —se defendió él, sacándole la lengua. Entre pellizcos y risas infantiles, se reunieron con el resto de sus amigos; ganándose unos cuantos regaños por parte de los asistentes que se cruzaron en su camino y se vieron envueltos en su jugueteo de esquivar y empujar. Gabriel había pasado toda su infancia junto a la pequeña pelirroja, la conocía muy bien y sabía que no se enfadaría por aquellas “caricias brutas”, como ella las llamaba. Aunque, esta había aclarado más de una vez, delante de quien los viera juguetear de aquella manera, que solo a él le consentía tal abuso. Cuando llegaron junto a las mesas, el chico notó con agrado que todos los alumnos de su carrera habían asistido. Los encargados del Club habían tenido que juntar varias mesas en una alargada hilera para que cupieran de forma cómoda todos los muchachos, los cuales conversaban animados con sus compañeros de asiento, bebiendo y riendo. Con una sonrisa en el rostro, animado también; contagiado del espíritu fiestero, se acercó a saludar a cada uno de sus compañeros, repartiendo abrazos, estrechando algunas manos y besando las mejillas de las muchachas. Todos le devolvieron el saludo con la misma cordialidad… Todos, excepto Sergio, que solo cabeceó en reconocimiento y se enfrascó en la conversación que tenía con la muchacha rubia que se sentaba a su lado. Gabriel solo se encogió de hombros y regresó con su amiga. —Para mí que a Sergio le gustas —soltó Andrea una vez se ubicaron en sus asientos. —¡¡¿Qué?!! —chilló él—. ¡¡Estás loca!! La sola idea le puso la piel de gallina. Se frotó los brazos y miró a su compañero arrugando la nariz. El otro joven seguía en lo suyo, ignorándolo por completo. —-Mi sexto sentido jamás se equivoca —afirmó Andrea. —Pero si ni me soporta. Además, detesta a los homosexuales. —¡Pura pantalla! Seguro tiene un severo caso de closet y es demasiado orgulloso para reconocer que le interesas. Siempre está al pendiente de ti y, cuando se ve sorprendido observándote, contraataca con comentarios sarcásticos. No es así con los otros gays de la carrera. —¡Eeww! —exclamó Gabriel frotando sus brazos—. Deja de pasarte películas a todo color y con final rosa. ¡Dios! Haces que se me ponga la piel de gallina de sólo imaginarlo. —Pero si lo piensas, tiene sentido… La muchacha comenzó a arrojar una serie de hipótesis sobre el comportamiento verbal abusivo que demostraba Sergio cada vez que le tenía en frente. Y en cada una de esas hipótesis, terminaba el susodicho sufriendo un grave caso de enamoramiento y negación. Gabriel no pensaba así. Desde el primer momento, Sergio había sentido animadversión hacia los de su condición y había dejado claro que el no estrechaba la mano a “maricones”; también había establecido como punto sin derecho a debate, que no lo incluyeran en sus trabajos grupales. Para todos, incluido Gabriel, había sido una gran sorpresa que aceptara participar en esta reunión. Siempre se le veía rodeado de un grupo reducido de amigos —todos alumnos de otras carreras—, ignorando a cualquiera que no perteneciera a su círculo. A él poco le importaron tales declaraciones ni el evidente desprecio que aun sentía hacia su persona. Su vida en el campus era casi perfecta y no se dejaba amedrentar por sus sarcasmos. Tenía la aceptación y el amor de las personas que le importaban; una de ellas, estaba justo a su lado. El resto de la sociedad, con su desprecio, hipocresía y prejuicios tontos, le tenían sin cuidado. De pronto, recordó que no había depositado en la pila de regalos amontonados en el centro de una de las mesas, el presente que traía consigo. Se levantó de su asiento con el paquete en la mano, caminó hacia el lugar y lo depositó junto al resto de los obsequios. Cuando levantó la vista, vio que Sergio lo observaba con intensidad. Sus ojos estaban dilatados y su nariz enrojecida. Se notaba que el muchacho había abusado de la bebida; aun así, el interés en aquellos ojos avellana era palpable. Gabriel se dio la vuelta y apuró el paso para volver a su asiento. Un escalofrió le recorrió el cuerpo, de solo pensar en la posibilidad de que su amiga estuviera en lo cierto. «¡Eewww!  aquello es espeluznante», masculló para sí mientras se acomodaba de nuevo en su puesto. —¿Te lo dije, o no te lo dije? —la incordio que tenía por amiga se apegó de inmediato a su costado y le movió las cejas—. Ese huevo se cocinó hacer rato, pero el hombre es demasiado vago como para quitarle la cascarita y comérselo. —Y a mí, ¿qué? —No pensaba alentar el jueguito de Andrea—. Si es así, problema de él… ¡Y no repitas los dichos de mi abuela! Le salen mucho mejor a ella. Andrea hizo caso omiso de la queja de su amigo. Chocó su hombro con el de él y volvió a alzar las cejas. —¿Tengo razón, o no tengo razón? Tuviera razón, o no, el muchacho se había portado como una mierda con él todo este tiempo. A Gabriel no le iban los romances tóxicos; si alguien lo maltrataba, era mejor que se olvidara de su número de teléfono, de la dirección de su casa, ¡hasta de su rostro! Tampoco era de los que daban segundas oportunidades. No respondió. Se encogió de hombros, tomó de la mesa el vaso de su amiga y bebió un trago. —¡Oye! ¡Ve a buscar tu propio mojito! —se quejó la chica de inmediato. —Te lo mereces por ser un incordio y una metiche. —Le sacó la lengua y volvió a empinarse el vaso. La muchacha se cruzó de brazos, estiró los labios en un puchero y farfulló: —Te perdono solo por que eres una cosa linda… —El rostro de la chica de repente se llenó de picardía—. Y porque te gastas un buen culo. Gabriel se atragantó con el líquido que aun no había ingerido. Tosió varias veces y miró a su amiga indignado. —¿Desde cuándo te ha dado por mirarme el trasero? Cruzó los brazos sobre su pecho en actitud protectora; se sintió ultrajado. La muchacha era como una hermana para él; pensar en que ella mirara de forma morbosa alguna parte de su anatomía, hizo que su cuerpo se estremeciera. Era lo mismo que si él anduviera fijándose en sus tetas… Aunque, si tenía que ser sincero, estaba bastante dotada en esa área. Había tenido que verla pasearse con el torso desnudo vistiendo solo su sujetador de encaje, los días que se había quedado a dormir en su casa cuando su abuela estuvo enferma. Andrea había sido de gran ayuda, en esa ocasión. Como hombre poco familiarizado a los cuidados de los adultos mayores, Gabriel había contado con ella para que lo socorriera con casi todo. Sin embargo, ¡la muchacha no tenía pudor ni un poco de vergüenza! Y, eso, había sido chocante para él. —Cosito lindo… —Andrea se apegó su costado y sobó su cabeza en el brazo de Gabriel, cual gato. —Lo que es bueno, es bueno —afirmó sin malicia—. ¿Qué hay de malo en mirar? No es como si yo quisiera tocar un poquito… El cuerpo de Gabriel volvió a estremecerse; la mirada que le dedicó la muchacha decía todo lo contrario. Andrea soltó una carcajada ante el gesto exagerado de su amigo y la mirada de pánico en su rostro. —Tienes un hermoso trasero; aprovéchalo. Esta es tu noche, bombón. Tienes que hacerle los puntos a Juanito, que yo no te voy a llevar de regreso a tu casa. Me voy a tirar al mino más rico de la discoteca y me voy a ir con él a un motel —¡Aléjate de mí, pécora malvada…! —Gabriel se sacudió a Andrea de encima, cruzó sus dedos en forma de cruz y apuntó con ellos a su amiga—. ¡Arrepiéntete, satanás! Las carcajadas de la muchacha se hicieron muy sonoras. Los compañeros de carrera que estaban sentados a su costado la miraron y rieron también; contagiados por su risa. Cuando se calmó, tomó su vaso y se lo llevó a los labios. Al percatarse de que estaba vacío, soltó un grito: —¡¡Rucio, maricón!! ¡¡Te tomaste todo mi mojito!! —el chico le mostró el dedo medio. Andrea le dio un puñetazo en el brazo, que a este no le dolió en absoluto. Después, lo apuntó con el dedo—. Tienes que comprarme otro, ¿escuchaste? —Ok, ok. Entiendo. Gabriel le revolvió el cabello, se enderezó, e hizo el intento de atajar a alguno de los camareros que pasaban con las bandejas vacías luego de atender a sus clientes. De reojo, echó una mirada a la pista de baile para ver si conseguía contemplar un poco más a Juan. No consiguió divisarlo. Se guardó su desilusión porque sabía que todavía quedaba mucho de la noche; ya conseguiría alguna oportunidad con él. 

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