LIAM
No era habitual que un príncipe visitara a su prometida fuera de los protocolos reales, pero hoy no me importó.
No vine por deber. Vine por impulso.
Una parte de mí necesitaba verla antes de la fiesta. La otra... necesitaba recordarle —recordarme— que entre nosotros aún quedaba algo.
Cuando las puertas se abrieron, Lady Margareth apareció.
El aire del vestíbulo pareció contenerse.
El vestido azul oscuro delineaba su figura con una precisión que dolía. No mostraba demasiado, pero insinuaba lo suficiente para hacerme olvidar por un segundo que debía respirar.
El brillo de las lámparas se deslizaba por su cabello, y cada paso suyo tenía esa elegancia medida que hace temer mover un músculo y arruinar la escena.
—Su Alteza —saludó con una inclinación exacta, una reverencia tan impecable que rozaba la provocación.
—Lady Margareth —respondí, esforzándome por mantener la compostura—. Espero no haber llegado demasiado temprano.
—No hay problema —dijo sin emoción aparente—. Aunque no sabía que vendría.
Su tono era cortés, pero la ironía era un filo perfectamente oculto detrás de una sonrisa leve.
Y lo peor fue que me gustó.
—Buscaba sorprenderla. Hacer que esta fiesta se sintiera... distinta a la anterior —repliqué, con una sonrisa que intentaba parecer tranquila.
No respondió. Se limitó a girarse, dejando que la falda de su vestido rozara el suelo con un murmullo de seda.
Su perfume —sutil, elegante, casi imposible de definir— me siguió hasta el salón.
Lady Marian de Nolan apareció enseguida, toda amabilidad calculada.
—Vuestra Alteza —dijo con una inclinación exagerada—, qué honor tenerlo en nuestro hogar. Si tan solo hubiéramos sabido que vendría...
—La sorpresa fue intencional, mi señora —respondí con amabilidad forzada—. Prometo compensar la falta de aviso trayendo un presente en mi próxima visita.
Marian sonrió como quien ha recibido una promesa de oro.
Margareth, detrás de ella, seguía observándome con esa expresión indescifrable.
Ni fría, ni cálida. Solo... impenetrable.
—Lizzy aún no está lista —anunció—. Si gusta, puede esperarla aquí.
—Preferiría hablar con usted un momento —dije antes de que pudiera continuar—. En privado, si no es molestia. Por eso me gustaría que nos adelantáramos.
Vi el leve temblor de su mandíbula antes de que asintiera.
Sus padres intercambiaron una mirada que gritaba decepción.
Yo me adelanté.
—He dispuesto que mi escolta nos siga a distancia —aclaré—. Quisiera disfrutar de la conversación de mi prometida sin interrupciones.
Marcus sonrió, complacido. Margareth, en cambio, no pareció ni complacida ni contrariada. Solo... atenta.
El trayecto en el carruaje comenzó en un silencio denso.
La noche estaba húmeda y el sonido de los cascos de los caballos marcaba un ritmo lento, hipnótico.
Podía escuchar el roce de su falda al moverse, el pequeño suspiro que dejaba escapar cada vez que desviaba la mirada hacia la ventana.
Buscaba las palabras adecuadas, pero todo lo que se me ocurría sonaba torpe.
Hasta que hablé.
—Es curioso —dije al fin—, no recordaba que tu casa estuviera tan cerca del palacio.
—Las distancias parecen más cortas cuando uno viaja acompañado —replicó sin mirarme.
No pude evitar sonreír.
Era una respuesta perfecta: cortés, punzante y elegante.
Muy Margareth.
—No creí que me tuviera por alguien tan insoportable.
—No lo creo insoportable, Su Alteza —dijo finalmente, girando el rostro hacia mí—. Solo... impredecible.
La palabra cayó como una caricia fría sobre mi piel.
Y, maldita sea, me gustó demasiado.
—Entonces, permítame ser predecible por una vez —murmuré—. Está usted hermosa, Margareth. No hay rumor, ni joya, ni corte que pueda eclipsarla hoy.
Ella no parpadeó.
—Los rumores son solo eso, Alteza. Palabras vacías.
—Aun así, preferiría aclararlos —insistí, bajando el tono de mi voz—. No tengo ningún interés en su hermana. Ni lo he tenido.
Hubo un silencio, largo y peligroso.
Ella cerró el abanico con un clic seco.
—Solo el tiempo podrá demostrarlo —dijo al fin—. Pero eso no cambia que todos los demás sí lo creen.
Había algo en su voz... una mezcla de resignación y orgullo herido.
Y eso me enfureció.
No porque dudara de mí, sino porque la idea de que ella sufriera por mi reputación me resultaba intolerable.
—Entonces, haré algo para cambiar eso.
—¿Y qué podría hacerlo, Su Alteza? —preguntó con una sonrisa leve, sin apartar la vista del paisaje—. ¿Un baile más largo? ¿Una mirada más pública?
Su ironía era un veneno dulce.
Y yo, un idiota dispuesto a beberlo.
No supe qué responder.
Así que callé.
Pero el silencio ya no era un muro. Era un pulso.
Un roce invisible entre ambos, sostenido por respiraciones contenidas.
Cuando el carruaje se detuvo frente a las puertas del palacio, una farola mágica iluminó el interior.
Margareth se inclinó para descender, pero el borde de su vestido se enganchó en el asiento.
Extendí la mano.
Ella dudó.
Luego, con esa mezcla de orgullo y deber que tanto me desconcierta, la tomó.
Sus dedos eran fríos, pero se amoldaron a los míos con una naturalidad peligrosa.
Podría haberla soltado enseguida. No lo hice.
—Margareth —susurré, inclinándome apenas—. No permita que nadie más le diga quién soy. Deje que se lo demuestre.
Y antes de que pudiera retirarse, rocé el dorso de su mano con mis labios.
No fue un gesto formal. Fue una advertencia. Una promesa.
Ella me miró.
Durante un segundo —solo uno— vi la máscara resquebrajarse. Vi fuego detrás de esos ojos violetas, y lo que creí era un destello de magia y emoción contenida.
Ella apartó la mano con elegancia, pero no pudo evitar el leve temblor de sus dedos.
Descendí primero, más para obligarme a recuperar el control más que por protocolo.
Cuando la ayudé a bajar, nuestras miradas se cruzaron otra vez.
Y supe que, si aquello era una guerra, ambos ya habíamos dado el primer golpe.
Todo estaba listo en el palacio.
Los músicos afinaban sus instrumentos, los sirvientes ultimaban los detalles del banquete y el gran salón lucía impecable, bañado por la luz cálida de los candelabros encantados.
Cada cosa en su lugar.
Y aun así, yo no podía pensar en nada de eso.
Cada minuto junto a Margareth era una oportunidad que no estaba dispuesto a desperdiciar.
Quizás fuera vanidad, o una especie de necesidad absurda, pero sentía que debía reclamar su atención, su confianza, su mirada... antes de que alguien más lo hiciera.
Y ese "alguien más" siempre tenía un nombre.
Riven.
Mi hermano mayor.
El favorito de mi padre, el arma perfecta, el gran defensor del reino. Y desde hace dos días, el nuevo duque de Caelthor.
Incluso ahora, después de haberme quedado con su dercho al trono, sin proponérselo, sigue siendo una sombra que debo superar.
Nunca hubo nada entre ellos, al menos nada declarado, pero... sin duda algo pasó. Margareth nunca temió a su mirada y aún después del despertar de Riven, cuando su cabello cambió, tampoco se sintió intimidada.
Ahora Riven es más peligroso que nunca. Incluso lo es más que yo en temas de damas. No fueron pocas la veces en que vi saliendo damas supuestamente respetables de su alcohoba y aunque al inicio me pareció extraño, pues creí que le temían, la verdad es que él parece atraerlas precisamente por lo peligroso. Parecieira que muchas mujeres sueñan con convertirlo en un ser de luz. Pero Riven nunca lo será y al final ellas lo entienden, y aun así muchas sueñan con volver a sus sábanas.
Riven sabe usar su encanto como una daga envuelta en seda.
No sé si la desea de verdad o si solo quería molestarme.
Pero lo conozco demasiado bien para ignorar lo que ocurrirá si la ve esta noche.
La deseará.
Y eso bastará para que yo no le quite los ojos de encima.
No pienso volver a cometer el mismo error.
La guerra me enseñó muchas cosas —a luchar, a comandar, a leer la magia en los detalles—.
Y entre esas lecciones, una se grabó a fuego: la magia deja huellas.
Aquel círculo perfecto en el suelo, aquella marca de protección en la biblioteca...
Era obra de Riven.
Él la protegió.
Y ella lo recuerda, aunque nunca lo diga.
Lo supe cuando la encontré mirando por la ventana rota aquella noche.su atención estaba con quien la protegió: Riven.
No quise ponerle nombre a lo que sea pasó entre ellos. No fue nada improtante, estoy seguro. Pero él no le era indiferente.
Yo no pedí arrebatarle el trono a mi hermano, pero eso no significa que vaya a cederle a Margareth en compensación.
Ella es mía.
Mi promesa.
Mi futuro.
Le ofrezco el brazo, y Margareth lo acepta con la misma elegancia distante de siempre.
Su piel roza la mía, fría al principio, pero viva.
Y cuando cruzamos las puertas del palacio, con las miradas siguiéndonos como si el aire se tensara a nuestro paso, tengo la certeza absoluta de algo:
El baile aún no ha comenzado, pero la verdadera batalla... acaba de empezar.