MARGARETH
A pesar de la ambición de mi padre, tuvo la sensatez de parecer ofendido ante Liam. Sí, el principito llegó en horas de la tarde a la mansión con un obserno ramo de flores.
La primera en cruzarse con él fue Lizzy, ruborizada y temblorosa como de costumbre. Quiso decirle algo —sus labios se entreabrieron en un saludo que no llegó a ser palabra—, pero papá apareció en ese instante y la apartó con la excusa de "que tenía cosas que repasar". La envió arriba con una sonrisa que intentaba ser paternal, pero que olía a conveniencia.
—He venido a hablar con Margareth —dijo Liam, con voz firme—. Quiero aclarar las cosas. Por favor, llámela.
Mi padre no se dejó impresionar por la seguridad del príncipe heredero. Puso las manos en los bolsillos de su chaqueta y respondió con esa calma de quien sabe jugar a dos bandos a la vez:
—Mi hija no desea verlo en este momento. Y, siendo franco, yo tampoco la considero ocasión propicia. Primero conversaremos usted y yo.
Me había escabullido y me escondía tras un tabique, con la respiración contenida. Desde allí lo vi guiarlo hasta su despacho. Ordenó al mayordomo que enviara a una criada a corroborar que yo no bajara. Papá estaba tejiendo el escenario con manos expertas.
No era mala estrategia. Aquello mejoraría mi interpretación. Si algo había aprendido en estos años, era que la apariencia pesa más que la verdad. Hoy, debía ser la damisela doliente; una mujer rota que que lucha por controlar su llanto y mostrarse al mundo más fuerte de lo que en realidad es. Mi sonrisa de cortesía debe ser obvia, mostrando el dolor de la injusticia y humillación de la que he sido objeto. La villana tiene sus armas, y hoy la más afilada es la lástima administrada con pulso.
Desde la ventana del corredor, lo vi alejarse. Liam miró hacia arriba —hacia el segundo piso— como quien busca un balcón donde declarar arrepentimiento. No sabe cuál es mi habitación, pero se quedó un momento mirando en esa dirección. Aproveché: hice bailar el velo tras la cortina con un gesto sutil, dejando que el movimiento llamara su atención.
Lo vi fruncir el ceño y, por un segundo, la duda cruzó su rostro. Tal vez pensó que alguien lo observaba. Tal vez solo fue el reflejo de la tarde en los cristales. No me importó. Sonreí apenas, fría y exacta, y me resguardé en la sombra. El acto comenzaba, y yo ya sabía mis líneas.
LIZZY
No pude hablar con él.
Estuvo tan cerca... tan cerca que podía oler su aroma mezclado con el de las rosas.
Si esas rosas hubieran sido para mí, otra sería la historia.
Pero no. Eran para ella.
Para mi perfecta y desalmada hermana.
No sé exactamente qué ocurrió entre ellos, solo que Margareth tiene ese don maldito de torcer las cosas a su favor. Algo debió haberle dicho para generar la ira del príncipe. Puede hacer creer que todo lo que sucede es culpa de los demás, mientras ella se queda con la admiración de todos.
Liam es un príncipe gentil, noble, y... sí, terriblemente guapo. Su sonrisa es un amanecer, y su voz, un refugio cálido. Pero es ingenuo. Cree que Margareth siente algo por él.
Qué error tan trágico.
Ella solo lo hará infeliz.
Ella no sabe amar.
Desde mi ventana lo vi salir, la cabeza inclinada, el ramo ya no estaba así que mi hermana ahora tiene una evidencia tangíble de las bonitas intenciones del príncipe . Y aunque yo lo miraba, él miró hacia otro lado... hacia la habitación de ella.
Esa punzada en el pecho fue más intensa de lo que esperaba. No fue tristeza. Fue impulso. Determinación.
Era hora de actuar.
—Lady Lizzy —la voz de mi dama de compañía, Adeline, me devolvió al presente. Estaba doblando mis vestidos, siempre discreta, siempre observando—. ¿Se encuentra bien?
Me giré hacia ella, con una sonrisa que no sabía si era dulce o peligrosa.
—Voy a seguir tu consejo, Adeline. Dijiste una vez que, si el corazón no basta, la magia puede ayudar.
Sus ojos se abrieron un poco.
—¿Mi consejo, mi lady?
—Sí. Esas pociones de amor que mencionaste. Las que venden en el mercado bajo el puente del sur, ¿verdad? —me acerqué hasta casi rozar su hombro—. No importa el precio. La pagaré.
Adeline titubeó, pero terminó asintiendo.
—No todas funcionan, mi lady. Algunas... solo intensifican lo que ya está allí.
—Perfecto —respondí con serenidad poniendo en su mano una pequeña bolsa con monedas—. Porque algo ya hay.
Mientras tanto, me senté frente al espejo. La observé trenzar mi cabello y ultimar los detalles que requería para bajar. Ya han iniciado a llegar pretendientes y mientras concreto a mi amor verdadero, recibir muestras de amor no está nada mal. Quien quita y el mundo me sorprenda y mi historia de un giro y deba debatir mi corazón entre dos amores, como en una novela que me contó una amiga.
—Está lista.
Respiré hondo.
Sí, lo estaba.
Descendí la escalera con paso medido, mientras soñaba con un romántico futuro. En el salón, mamá me esperaba con una copa en la mano y esa sonrisa que demuestra lo complacida que está con el visitante a su lado.
—Una dama bella siempre se hace esperar. —dice al girar hacia un joven alto, vestido con azul marino—. Lizzy, permíteme presentarte al conde Renard. Ha pedido visitarte.
Incliné la cabeza, aunque mi mente estaba lejos.
—Es un honor conocerlo.
Mientras tanto, Adeline salía por un costado de la mansión rumbo al puente del sur. Mi corazón late acelerado, algo dentro de mí sabe que lo que voy a hacer no es propio de una dama, menos de una buena. Pero me sigo diciendo que es por un fin mayor.
Mamá se levantó con una sonrisa satisfecha y salió del salón para pedir el té, dejándonos a solas.
El silencio entre nosotros era educado, incómodo. Yo jugueteaba con el borde del pañuelo mientras aquel hombre me observaba con atención.
—Es evidente que no me recuerda, mi lady —dijo finalmente, con voz cálida y segura—, pero anoche me concedió un baile.
Parpadeé, tratando de hacer memoria. Había bailado con varios caballeros durante la recepción, pero mi mente estaba fija en solo uno.
—¿Ah, sí? —pregunté, con una sonrisa cortés—. Lamento mi mala memoria, la noche fue bastante... agitada.
Él rió suavemente. No era particularmente guapo; su cabello castaño caía con un orden impecable, y su porte tenía más serenidad que encanto. Tampoco su título era deslumbrante. Un conde. Nada más.
Pero entonces, con una calma que desarmaba, dijo:
—La observé mucho ayer. Y creo que usted y yo somos almas afines. Almas sensibles. Artistas.
Sus palabras me sorprendieron. Sentí cómo se me escapaba un leve respiro, casi un suspiro.
¿Cómo podía saberlo?
Nadie, excepto Adeline, conoce cuánto amo la música.
Mi mirada se encontró con la suya, y él sonrió con la satisfacción de quien acaba de acertar en el centro del blanco.
—¿Acaso... sabe que amo el piano? —pregunté en voz baja.
—No lo sabía —respondió—. Pero lo sospeché. Se nota. Usted no se da cuenta, pero cuando algo le gusta mueve una parte de su cuerpo y su rostro se ilumina. Las personas que escuchan más de lo que dicen... suelen amar la música.
Mi corazón dio un pequeño salto. No por él exactamente, sino por sus palabras.
Eran dulces.
Eran mías.
Mamá regresó justo entonces, con su andar elegante y el té servido por la doncella. El conde esperó a que ella tomara asiento antes de continuar.
—Mañana —dijo con una cortesía que parecía natural en él— el teatro ofrecerá una presentación privada de pianistas invitados. Sería un honor que me acompañaran.
Mi madre intercambió una mirada conmigo, sorprendida por la invitación tan directa, pero no tardó en sonreír.
—Sería un placer, mi lord. Mi hija y yo estaremos encantadas.
El conde inclinó ligeramente la cabeza.
—Entonces, hasta mañana.
Mientras lo veía marcharse, sentí algo curioso: una punzada de interés. No pasión, ni deseo, pero sí... curiosidad.