Es lunes. Y después de que ayer pasamos todo el día encerrados en el departamento de Alexander, acurrucados viendo películas, y haciendo el amor como conejos lujuriosos, el regreso a la oficina es agotador. Me cargo una pereza monumental y cuando me despido de Alexander en el ascensor, comienzo a hacer pucheros y a renegar como una cría a la que la obligan a hacer algo que no quiere. Salgo del ascensor y me alegro cuando veo a Sara, está de espaldas, buscando unos papeles en el archivero. Me acerco a su escritorio y la saludo: —¡Ajá, picarona! Y al fin, ¿fuiste a la cita con el sexi morenazo del club nocturno? Se gira, espantada por el susto que le he sacado al llegar tan repentinamente. Pero cuando me ve, esboza una enorme sonrisa. —¡Sí! —chilla emocionada—. Ay, Anna. Creo que e

