Mientras tanto, Reinaldo conversaba con Iñaki a pocas horas de aterrizar: ―Oye, que no hace falta que te quedes los sesenta días enteros, ¿eh? Pero vamos, que tu presencia es crucial. Bueno, la tuya y la del José Manuel ―explicó Iñaki, con su voz grave resonando en la cabina lujosamente tapizada del avión privado. Sus ojos brillaban con una mezcla de entusiasmo y expectativa mientras continuaba―. Los emiratíes, ya sabes, tienen un orgullo especial por su tierra. Les mola que los visitantes se queden, que flipen con todo lo que han construido aquí en Dubái. Reinaldo, con la mente dividida entre el peso de sus obligaciones y el anhelo ardiente de regresar a España, pasó una mana por su barba, un gesto que traicionaba su inquietud interna. Sus ojos, normalmente penetrantes y seguros, ahora

