Mientras Charlotte, en España, navegaba las aguas turbulentas de un nuevo amor floreciente con Reinaldo, a miles de kilómetros de distancia, en el corazón de París, el eco de su supuesta muerte seguía resonando con fuerza devastadora. El apartamento de Spencer, un ático lujoso con vistas al Sena, estaba sumido en una tristeza que ni siquiera la luz de esa mañana parisina lograba disipar. Spencer, una figura normalmente vibrante y llena de vida en el mundo de la peluquería, ahora era apenas una sombra de sí mismo. Sentado en el borde de un sofá, su cuerpo delgado parecía hundirse bajo el peso de una pena invisible. Sus ojos, habitualmente chispeantes y rodeados de líneas de risa, ahora estaban hinchados y enrojecidos, testigos silenciosos de noches interminables de llanto. David, su pa

