El aterrizaje en Los Ángeles fue suave, casi imperceptible. Afuera, el sol bañaba de dorado la pista, y una brisa salada les dio la bienvenida. El chofer los esperaba con una limusina negra, y el trayecto hacia Santa Mónica transcurrió entre risas y música. Emilia pegó el rostro a la ventanilla, admirando el mar a lo lejos, las palmeras, el bullicio que parecía respirar energía. El hotel en construcción se alzaba imponente frente al océano. Era una estructura moderna, de líneas limpias y amplias terrazas abiertas hacia el horizonte. Cuando llegaron, Emilia se transformó. Su rostro adquirió esa concentración luminosa que Gavin ya conocía: la de la mujer que se perdía en la inspiración. Para los dos hermanos no había mucho por lo que entusiasmarse: era un cascarón vacío entre otros dos edi

