Capítulo 7 – Maldita debilidad – Parte 1

1551 Words
(Perspectiva de Miguel) Nos fuimos en silencio hasta un parque que estaba cerca, caminando uno al lado del otro, todavía tomados de la mano. Ninguno dijo nada. Al llegar, lo primero que sentí fue la calma del lugar. Caminos de cemento con piedras incrustadas, árboles altos que daban sombra a ratos y juegos infantiles desgastados, como si llevaran años atrapados en el tiempo. Al fondo, la cancha de básquet —la misma donde a veces me reunía con mis amigos— con grafitis viejos cubriendo las paredes. Un parque con historia para mí… y que esa tarde, por alguna razón, sentía que estaba a punto de escribir otra. Los rayos del sol, filtrados por las ramas, pintaban manchas doradas sobre el rostro de Victoria. Fue entonces cuando todo lo demás dejó de importar. Mi atención se ancló en ella, en esos detalles que antes no me detenía a mirar… parecían tan inocentes y ahora me enloquecían. La niña que solía cuidar para que no tropezara ya no estaba. Frente a mí había una mujer… y una malditamente hermosa. Tenía el porte y la sensualidad heredados de sus ancestros latinos. Su piel bronceada atrapaba la luz, devolviéndola como un resplandor cálido. El cabello n***o y rizado le caía hasta los hombros, rozando su cuello y enmarcando un rostro de facciones suaves pero indudablemente hermosas. La nariz pequeña, perfecta; los labios medianos y carnosos, con esa forma de corazón que, al curvarse en una sonrisa, podían desarmarme sin decir una sola palabra. Era chaparrita, con caderas anchas y firmes, muslos llenos y piernas fuertes; una cintura pequeña que pedía ser sostenida por mis manos. Sus pechos, de buen tamaño, se insinuaban tímidamente bajo un escote travieso que me obligó a desviar la mirada antes de perder el control. Sentí el rostro caliente por el sonrojo e, instintivamente, busqué refugio en su mirada. Esa mirada podía decirlo todo sin pronunciar palabra… Se volvió mi parte favorita: ojos grandes, oscuros como la obsidiana, brillantes como la noche, enmarcados por pestañas largas y rizadas, y cejas perfectamente delineadas. Y tenía un aroma que ya reconocía de memoria… un perfume suave, imposible de confundir. Olía a lluvia recién caída sobre tierra cálida, con un dejo dulce que no lograba ubicar… como leche de coco y flores blancas escondidas en su piel. Un aroma que no se llevaba el viento, porque se me quedaba pegado en la memoria. A Victoria era imposible no mirarla… y más imposible no desearla. La tenía tomada de la mano… hasta que la sentí soltarse. No fue brusco, pero sí lo suficiente para que lo notara. Bajó la mirada, como si de pronto se hubiera encerrado en su propio mundo, y una tensión sutil empezó a colarse entre nosotros. No me dijo nada, pero la forma en que apretó los labios y evitó mirarme me dejó claro que algo no estaba bien. —Perdóname… —solté sin más, la voz más baja de lo que esperaba—. Por lo que pasó… Vic… de verdad necesito pedirte perdón. Ella no respondió de inmediato. Me miró con esa carga en los ojos, la rabia contenida en sus pupilas oscuras, como si estuviera decidiendo si valía la pena escucharme o mandarme al carajo ahí mismo. —Sé que… me pasé. Y… —¿Y qué, Miguel? —me frenó. Su voz me golpeó, aguda y afilada como una cuchilla en el aire. Frunció el ceño y sus labios temblaron apenas, pero no de miedo; parecía frustración contenida—. ¿Y qué… otra vez vas a decir que fue por mi bien? ¿Qué me estás cuidando? Su mirada se volvió aún más intensa. —No, espera… ya sé. —Alzó la barbilla y sus labios se curvaron en una mueca amarga—. ¿Es mi culpa, cierto? ¿Porque soy una… cualquiera? Me quedé helado. Dejé que la mochila se me resbalara al suelo y di un paso hacia ella para abrazarla, pero retrocedió, negando con las manos. —No me abraces, Miguel —bajó la mirada—. ¿Qué se supone que haga después de que me llamaras así? Cuando volvió a mirarme, sus ojos ya estaban cristalinos. —No sabes cuánto me dolió que me consideraras una… —se detuvo, apretando los labios como si tragara la palabra, y las lágrimas comenzaron a deslizarse por sus mejillas—. Vienes, me tomas de la mano como si nada. ¿Qué quieres? ¿Que lo deje pasar así?… ¡¿Quién carajos te crees que eres?! —me gritó, la voz quebrada pero firme. Sus palabras me atravesaron de lleno. Sentí el calor treparme por el cuello y bajé la mirada un instante, intentando soportar el peso insoportable de la culpa. Volví a mirarla, fijo, como si pudiera entregarle toda la verdad solo con los ojos. —Perdóname… —la voz me salió rota, desnuda—. Me estoy volviendo loco de celos… por ti. —El suspiro que solté me arrancó un pedazo de la coraza—. Pasé demasiado tiempo convenciéndome de que solo me preocupaba por ti, que eras como una hermana… pero hace mucho dejé de verte así. En algún momento… empecé a verte como mujer. —Miguel… —su voz apenas fue un susurro, cargado de sorpresa e incredulidad. La miré un segundo más y le tomé la mano, cerrándola dentro de la mía con fuerza. —Sé que esa noche te humillé… y que te lastimé. Nunca voy a perdonármelo —mi voz se quebró apenas—. No quiero que suene a excusa… pero entiéndeme, por favor. Di un paso hacia ella y, sin soltar su mano, la atraje suavemente. Incliné el cuerpo y la rodeé con ambos brazos por la cintura, apretando su pequeño cuerpo contra el mío. Aparté con cuidado sus cabellos y acerqué mi frente a la suya. Sentí cómo su respiración se aceleraba; cerré los ojos un instante. —Verte con ese idiota… me descontroló. —Mi voz salió más baja, como un secreto—. Ya no soporto verte con alguien más. Te necesito conmigo. No pensé más. La apreté un poco más, sintiendo su cuerpo temblar. Mis dedos encontraron su mejilla; la acaricié con el pulgar, bajando hasta su barbilla. La levanté con suavidad y, sin aviso… la besé. Fue un beso suave, tierno… como si temiera romperla. La sentí como a un animal listo para huir… y después rendirse. Al principio dejó las manos suspendidas, rígida, pero luego las apoyó en mis brazos, aferrándose fuerte, como si el suelo se moviera bajo sus pies. Sus labios eran tibios, húmedos; su aliento, tembloroso, me rozaba la piel. Cada roce era una descarga… un recordatorio de que ese primer beso también podía ser el último. Nos separamos despacio, con las frentes pegadas, respirando el mismo aire. Sentí su suspiro, largo y tembloroso, antes de que abriera los ojos. Pero el momento se quebró de golpe. Ella dio un respingo, como despertando de un sueño prohibido, y se apartó bruscamente. —Victoria… —la llamé, dando un paso hacia ella. Retrocedió, con las manos cerradas en puños, los labios entreabiertos, respirando agitada. Su mirada cargada de inseguridad, desconfianza, como si necesitara pruebas de que no estaba jugando con ella. —No… —susurró, negando apenas—. No sé qué crees que haces, Miguel… pero conmigo no vas a jugar como con las demás. Me dolió. Como una piedra directo al pecho. —¿Juego? —di otro paso, despacio—. ¿De verdad crees que esto… que lo que siento por ti es un maldito juego? Bajó la mirada, mordiéndose el labio. —¿Y cómo quieres que te crea, Miguel? —alzó la vista—. Más de una vez te he visto con otras… Para ti todo esto parece un juego. ¿Quieres que sea una más en tu lista? ¿Para después dejarme tirada? He visto cómo te burlabas de las chicas con tus amigos. Su mirada ardía, y yo… me quedé sin palabras. Sentí que, si no encontraba la forma de que me creyera, no habría otra oportunidad. Tenía que decirlo todo, aunque me arrancara la piel hacerlo. —¿Eso es lo que piensas de mí? —mi voz salió con un filo que no pude disimular—. ¿Que soy capaz de jugar contigo, de usarte… como si fueras una más? Di un paso hacia ella, clavando los ojos en los suyos. —Vic, si supieras lo que me cuesta tenerte cerca sin tocarte… si supieras cuántas veces me tragué las ganas de buscarte, solo para que no creyeras que me acercaba por las razones equivocadas… —apreté la mandíbula, sintiendo el peso de cada palabra—. No soy perfecto, pero contigo… nunca ha sido un juego. Nunca. Me incliné apenas hacia ella, bajando la voz. —Tú no eres como las demás… Dejaste de ser solo “la pequeña Victoria”. Te convertiste en esa maldita debilidad que no puedo sacarme del pecho. Sus labios se entreabrieron, pero no dijo nada. Ese silencio me estaba matando, así que di un paso más. —Me desarmas… y me jode admitirlo, porque he vivido aferrado al control. Pero contigo… —respiré hondo—, contigo no mando ni en mí.
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